Feminicidios, homicidios, parricidios, filicidios nos arropan paulatinamente en un manto de asombro al cual nos estamos acostumbrando, lo que demuestra que en algo estamos fallando. Una noticia de drama violento sucede a la otra con una cadencia cada vez más rápida.
Tengo más de 20 años denunciando la violencia insidiosa y perniciosa de nuestra sociedad por otro lado tan pujante, alegre y dinámica. Esta violencia es el precio que pagamos por vivir en una sociedad a velocidades variables y cada día más compleja; una sociedad contradictoria, a la vez reprimida y desinhibida. Nuestros nichos de violencia son casi invisibles a primera vista y, sin embargo, son bombas de tiempo que nos están explotando en la cara.
También he abogado sobre la importancia de la salud mental en todos los estratos sociales, con más énfasis en las personas en condición de vulnerabilidad que afrentan la violencia en muchos aspectos de sus vidas, tomando en cuenta que, según el experto español José Sanmartín, “la exclusión social multiplica por cuatro el riesgo de la violencia individual y colectiva”.
Un editorial de un periódico matutino de la pasada semana me pareció un tanto desconectado de la realidad cuando sugería que “para ir reduciendo estos crímenes horripilantes, el gobierno debe estimular a la población a denunciar los atropellos en su entorno familiar o barrial… Una vez comprobados los abusos, premiar al denunciante con una beca de estudios para él, su hijo, su pareja o a quien él elija. En el ámbito rural o sectores marginados, quien denuncie un abuso o una amenaza contra personas indefensas, se puede gratificar con una compra significativa en un colmado o supermercado cercano”.
No apoyo tampoco las “cruzadas religiosas nacionales” en contra de un “enemigo invisible”, propuestas por el CODUE como soluciones a las crisis de salud mental que se expresan en el ambiente familiar.
Propugnar por la generalización de las denuncias en nuestros barrios vulnerables y ligarlas a recompensas es un desacierto y un arma de doble filo que haría de nuestra gente una población de calieses. Es también desconocer los mecanismos de protección existentes en cuanto a los abusos en general y a la niñez en particular. Es desconocer la realidad y el viacrucis de muchos denunciantes que no logran que los escuchen.
En numerosos casos el abuso intrafamiliar es secreto, silencioso, puede tener la anuencia de la misma madre cuando se trata de abusos a menores. Los castigos corporales a los niños son pan cotidiano y nadie se mete en un pleito de pareja. Además, existe una omertá o ley del silencio entre vecinos, la gente no quiere que se metan en sus cosas, no se meten en la vida de los demás y temen las represalias.
Uno de los componentes del problema es el de la falta de oportunidades y del bajo crecimiento que concierne el 38,47% de la población que se encuentra en situación de vulnerabilidad, según una encuesta reciente del SIUBEN.
Si bien esta población no tiene el monopolio de la violencia, ella vive en permanencia en condiciones de violencia, no posee herramientas para hacerle frente a los problemas cotidianos y no tiene recursos para atender su salud mental y la de sus hijos.
Está claro que se necesita con urgencia traducir el buen desempeño ecónomico dominicano en soluciones que ayuden a sacar una gran parte de la poblacion de la trampa del bajo crecimiento, o sea, del crecimiento con inequidad social que conduce, entre otros efectos negativos, a una diferencia abismal entre los derechos a la educación y salud de los diferentes sectores sociales.
A la par se requiere fomentar un cambio de cultura que deje de lado el patriarcalismo dominante, el machismo, la crianza con violencia y la doble moral exhibida en todos los estratos sociales.
Todo va de la mano, la violencia barrial, los abusos que se incuban en las familias, los incestos, los huérfanos de feminicidios; son a la vez causas y consecuencias de las explosiones de violencia que presenciamos. Hacen parte del lado oscuro de una sociedad que corre detrás de una inalcanzable estrella antes de poner orden en la casa.