A fines de la década de 1940 Ramfis Trujillo contrajo matrimonio con una joven divorciada llamada Octavia Ricart, a la que apodaban Tantana. En ese tiempo tendría dieciocho años y ella diecinueve. Era una muchacha agraciada, era de buena familia, como se decía entonces de la gente que no era pobre, y se decía también que era inteligente… Casarse con Ramfis no era precisamente un indicativo de inteligencia, aunque si de conveniencia, sobre todo después de haber convivido con él un par de años y haberle dado dos hijos. Ramfis contrajo matrimonio con Tantana. Ella contrajo a Ramfis. Igual se contrae un virus o una sífilis, una enfermedad incurable. Eso era Ramfis, una enfermedad incurable.
La muchacha gozaba del favor de la bestia y de la ojeriza de la primera dama, pero nadie era tan tonto para pensar que la unión matrimonial tendría algún efecto positivo en el temperamento del bestezuelo. Ramfis siguió y seguiría siendo el mismo calavera, el mismo irresponsable y crapuloso personaje, y no tardó en demostrar que sería tan mal padre como esposo. Tantana se quejaría, pedía ocasionalmente el divorcio y paría un muchacho tras otro, hasta que completó la media docena. Aguantó, de seguro, todo lo que pudo y finalmente el matrimonio se disolvió, como era de esperar. Hubiera querido, tal vez, un esposo modelo, pero se había casado con Ramfis.
Trujillo, mientras tanto, quería convertirlo en un digno sucesor de sí mismo y María Martínez quería que terminara la carrera de derecho que en realidad nunca había comenzado.
Ramfis había heredado, como es sabido, muchas cosas del padre y en otras difería radicalmente. Uno y otro eran lujuriosos y promiscuos en grado extremo, pero a Ramfis no le interesaban los asuntos de estado. No es que el poder le fuera indiferente. Es que prefería disfrutar el poder que su padre ejercía sin inmiscuirse en sus asuntos, comerse el filete sin tener que matar la vaca. El poder y la riqueza eran algo que él daba por sentado. Le habían caído del cielo y lo habían convertido en un inútil.
La bestia sabia y decía que no podía contar con él para fundar la soñada dinastía, pero no dejaba de presionarlo. Mientras más lo presionaba mayor desinterés mostraba Ramfis por los asuntos políticos y la vida pública. Esa fue, como dice Crassweller, la razón de amargos desacuerdos y de dolorosa separación física y emocional entre la bestia y el bestezuelo. Fue también, quizás, entre otras cosa, la razón del desequilibrio mental del que Ramfis empezaría a dar muestras y que más adelante haría necesario su internamiento en instituciones siquiátricas europeas.
Según lo que dice Crassweller, Ramfis no era un tipo gregario, sufría más bien de fobia social, le gustaba aislarse en pequeños grupos, en compañía de sus íntimos, y detestaba las reuniones formales, no se sabía comportar en reuniones de funcionarios o diplomáticos a las que su padre le hacía asistir. Era un tipo huraño, rehuía en general del trato con otras personas, y no era propenso a dispensar el saludo. Entre sus subordinados inspiraba pocas simpatías y mucho miedo.
Amaba, en cambio, a los perros y se sentía mas a gusto con ellos que con la mayoría de los seres humanos y a menudo se hacía acompañar de un precioso collie llamado Eclair. Pero no todos sus perros eran iguales. En el kilómetro 12 y medio de la Carretera Mella tenía una finca modelo que llamaban La perrera, una finca con calles asfaltadas y numerosos estanques para peces e hicoteas, donde criaba unos perros feroces que mantenían enjaulados, aparte de venados y otros animales.
Algo sumamente curioso es que, a diferencia de sus padres y casi todos sus parientes, el bestezuelo era o pretendía ser un hombre de fe, de «profunda piedad y fe». Así lo define ingenuamente Crassweller, sin ningún asomo de ironía.
Lo cierto es que Ramfis parecía ser a su manera un católico practicante y era sin duda un practicante pecador. La religión, según la entendía, le ofrecía el perdón en todas las circunstancias, le ofrecía la redención, la absolución de los pecados, la posibilidad de ensuciarse el alma y volverla a limpiar: es decir, le permitía pecar impunemente. Así, cuando los excesos de sus frecuentes orgías y sus frecuentes tropelías lo abrumaban, cuando se sentía sucio y con cargo de conciencia, asistía a uno de esos retiros religiosos, un retiro espiritual, de donde salía con el cuerpo y el alma libres de pecado.
Nunca pudo librarse, sin embargo, del acoso a que lo tenía sometido su padre y las relaciones entre ambos fueron de mal en peor. Las divergencias se acentuaron. Se producían a veces desacuerdos que terminaban en serios enfrentamientos. Ramfis dejaba el país, estallaba, rabiaba, se iba por temporadas a la Florida o a Europa, permanecían distanciados por largos periodos. En realidad siempre estuvieron distanciados. Una de las cosas que irritaba tanto a Ramfis como a su madre y casi al resto de su familia fue el vertiginoso ascenso de Anselmo Paulino, el meteoro que terminó siendo la mano derecha de la bestia hasta mediados de los años cincuenta, el hombre que estaba en todas partes y se inmiscuía en todos los asuntos. El muy odiado Anselmo Paulino.
A causa de Paulino tuvieron por lo menos un serio desencuentro que indignó de mala manera a Ramfis y provocó una de sus intempestivas salidas del país.
Dice Crassweller que Trujillo se sentía herido y envió una comisión para convencerlo de que regresara «Pero, como en tantos asuntos concernientes a su hijo, el padre no podría haber estropeado más el intento si se hubiera devanado los sesos para hacerlo. Los agentes estaban encabezados por nada menos que Paulino». (1)
En fin, la bestia no sabia cómo persuadir ni cómo complacer al bestezuelo. Le daba todos los gustos y siempre parecía disgustado. No se equivocó, sin embargo, cuando al cumplir veintitrés años lo nombró jefe del Estado Mayor de la Aviación y le regaló una base aérea que durante varios años le sirvió de entretenimiento y escondrijo. Ramfis Trujillo, en efecto, estuvo al frente de Aviación Militar Dominicana (AMD) desde 1952 hasta 1958, un periodo en el que se convirtió en una de las mejor equipadas del área. Llegó a tener unas doscientas cuarenta aeronaves, numerosos vehículos blindados y unos tres mil quinientos efectivos, y prácticamente no tenía rival en el área de Centroamérica y El Caribe, con excepción de México y Venezuela.
Algunos de sus hagiógrafos atribuyen el mérito al inútil del bestezuelo, pero detrás de todos estos logros estaba sin lugar a dudas la calculadora mente de Trujillo. Ramfis, aparte de inútil, ni siquiera sabía pilotar un avión. Había recibido unas primeras lecciones de vuelo en un avión de entrenamiento, pero tuvo que suspenderlas. Su padre se lo había exigido. Le había puesto como condición de que para ser jefe de la aviación bajo ninguna circunstancia debía aprender a volar.
(Historia criminal del trujillato [158])
Nota:
(1) Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator», p. 306