Los Austin era para contarlos. De techos rojos o blancos, sabías el día en que estabas, la firmeza de su pasajero delante y los tres detrás. Eran tan estrechos como el margen de aire que dejas en una pasta de dientes.
“Cuente los Austin” era un grito de guerra, como si esos roedores establecieran una especie de raya para que los flautistas de Hammelín también se mostraran.
Mientras nos entreteníamos en contarlos, otros monstruos se desplazaban a babor. Los Impalas, los Chevrolets, los jeepes con sus muertos, las perreras de los Cascos Negros, toda una flota que chocaba entre la sangre de los Sesenta y el MTV de los Ochenta, con el arribo de las flotas japonesas y coreanas con las que las nuevas clases medias mostraron el encanto de compartir en familia. “Compartir”, qué palabra tan hermosa de cara al último viraje del siglo XX.
El turquís de los Toyotas Corollas, las modernas líneas de los Nissan y Mitsubishis para la nueva y boyante clase chopa. Al arrimarnos a las costas de un nuevo siglo, Polígono Central y tapones, torres y ascensores conduciéndote a la misma cocina, Kías y Hyundais Sonatas con Uber a la cabeza, fueron los nuevos nombres tatuados en un Santo Domingo cada vez más gris, tóxico, donde Jochy Santos y comparsa, donde los gobiernos de la mañana, tarde, noche y madrugada nos adoctrinaban en el arte de los ladridos, las mordidas, el millón de razones de Don Álvaro o de Medina, el mantra yo-me-hice-a-mí-mismo de los monjes Alofókikos en cada gota del día radial, martillándote el cerebro, como si Chuky y el loco aquel de la Naranja Mecánica sólo fuesen Boys Scouts para tipificar como “simpática” la tarde, de este plasma con sus 800 emisiones en tiempos definitiva y metálicamente grises. Y con tremendo calor. Y con este que aire que no da. Y sí, Luis Terror, ya yo me voy, no estaré en casa. Se fue.