A la memoria de la maestra Cristina Helena
Vi aquel nombre sobre el bloque que sostiene el asta de la bandera. Qué dichosa impresión, conquista del azar. Eran letras de bronce sobre un modesto monumento. Me detuve. Su primer apellido estaba abreviado (qué horror) pero era ella, la maestra que ocupaba, por decisión pública, un puesto de honor entre los elegidos a la posteridad.
Me paré, silencioso y grave, frente al macizo de cemento, como en guardia de honor, disimulando el orgullo inmenso de saberme aún discípulo. En ese instante, bloque y letras forzaban una armonía única exigiéndome toda la solemnidad que el hecho reclamaba. No pasaría nunca por ahí sin detenerme reverente ante ese símbolo imperecedero. Los transeúntes y vecinos daban muestra de asombro sin sospechar cuánto debía a ese nombre.
Ha entrado a la edad de lo eterno, me dije. Y me ensimismé sobrecogido de nostalgia, de recuerdos, cosecha de aquella materia intangible que la bondad irriga y hace crecer.
En lo más hondo de la intimidad levantó la inocencia su pendón de pureza, materia de lo digno, y sentí tristeza por los miles de niños llamados a pronunciar ese nombre, a escribirlo en sus cuadernos, a mostrarlo en sus cartillas de calificaciones, sin haber conocido y abrazado a esa mujer única.
Su sonrisa lo contagiaba todo, y su mirada dulce mitigaba el hambre. Cuando hablaba, huían las sombras de las penas prójimas ante la radiante luz interior proyectada por su inmanente alegría. Una aureola de candor inundaba su rostro.
Se elevará, pensé, cada día, cuando se eleve la bandera, hasta la cima que coronaron sus anhelos, pero para los niños será solo un nombre. Un atavío sin historia puesto sobre el camino de sus días.
Cada mañana entonarán la canción de la patria, izarán con respeto el lienzo venerado y arribarán en tropel y algarabía al modesto salón de aprendizaje, pero no la reconocerán.
Y ella, ceniza pedagógica, recogerá desde el silencio la cosecha de manos y de ideas que la vida y la escuela van forjando.
Por mundos desconocidos.
Los iniciados entran al saber por corrillos de incertidumbre y caminos de asombro. Su ser va descubriéndose cuando se reconocen en su capacidad de aprehender y de asumir un conjunto de códigos, signos y símbolos que le permiten descifrar el mundo.
Nada más placentero que aquel descubrimiento, la victoria de la aptitud para transformar en claridad lo que en la víspera era sombra. Para dotar de conciencia al universo a través de la autoconciencia, cada vez más desafiada y en permanente expectativa. Cada nueva apropiación es como un desafío, un afán trascendente, una fuerza callada descifrando la aspiración del ser.
El placer de aprender, sin embargo, no es superior que el placer de enseñar. El verdadero maestro, que palpa directamente el influjo de su acción y se percata del cambio que está sucediendo frente a sí, en sus discípulos, no podría medir nunca la dimensión de sus satisfacciones. Construye para otros y se siente feliz de esa construcción porque él se rehace y perfecciona constantemente. Conoce el valor de lo inmaterial y lo inacabable de la casa levantada sobre los valores que edifica y defiende.
Uno puede percibir aún desde la infancia la modesta alegría que provoca en el docente la eficacia de su labor. Cuando ello sucede, se produce una especial empatía, una admiración recíproca, a veces callada por años. Pero al mirar atrás, cuando intentamos un balance de nuestras vidas, cuando se impone desandar los rastros y las huellas, entonces resurgen los nombres imprescindibles. El barro diverso que nos ha dado forma. Los orfebres sobresalientes en el estímulo al talento, en la modelación de nuestro carácter.
Mi padre, analfabeto funcional, pero inteligente, se propuso siempre educarnos para que trascendiéramos los avatares de la pobreza del campesinado y fuéramos hombres y mujeres de ejemplo. Él era el mejor alumno de su propia escuela. Nadie como él había trabajado tanto y recogido tan poco, pero era respetado y admirado por su ejemplar conducta. Trabajaba la tierra en aparcería.
Vivíamos confinados en el abandono. No había caminos vecinales, ni energía eléctrica, ni agua potable, ni hospitales, ni centros de enseñanzas cercanos, ni espacios para la diversión. Éramos cifras, si acaso contadas, a pesar de la propaganda de la dictadura.
A seis kilómetros, de lo que en un mal lenguaje se llama casa, quedaba la más próxima escuela. Mis padres se arriesgaron. Tres hermanos hacíamos el recorrido habitual por caminos bastantes solitarios. La mayor tenía once años, yo ocho. Doce kilómetros ida y la vuelta. !Pero encontramos compañía!
Debimos ser nueve o diez los infantes que cada día escolar regresábamos juntos una buena parte del trayecto. Nunca he podido separar de la memoria el destino de tres hermanos, dos hembras y un varón, como nosotros, compañeros de ruta que cayeron en las garras mortales de la malaria. Quedan aún jirones de dolor en la memoria. Eran todos muy delgados, pálidos en extremos y poseedores de una lúcida inteligencia. La muerte nos arrancó aquel compañerismo, un hecho que la inocencia nunca pudo explicar.
La maestra.
Ella era la directora y también la maestra de la Escuela de San Antonio, Yamasá, al lado de la finca de Modesto Díaz, el ajusticiador. Su casa, sencilla, hacía frontera con la escuela. Aquel tropel de infantes no debió tener otro motivo para la alegría que el afán lúdico, el amor inocente y fraternal y el deseo de aprender, atributos que encuadraban justamente con lo esperado por la extraordinaria educadora. ¿Qué más se requería para hacerla Feliz?
De niños fuimos valorando la comprensión desde la indulgencia, la fuerza de la ternura. No podíamos describirla, pero tenía un efecto psicológico esencial en la construcción de nuestras vidas. ¿Qué fuéramos hoy sin aquella dulzura?
Nuestros padres mostraban un amor y una protección especial y comprensible en una pareja, por demás, bondadosa, pero que ello se extendiera, con igual o mayor fuerza, a una mujer que recién nos conocía era una extraña novedad en la sorpresa del espíritu.
Después supimos cuán excepcional era aquel ejemplo de sencillez, llevado al límite, en un ambiente saturado de abusos, de arrogancia y de mando.
Éramos niños bondadosos. Olvidados campesinos. Hijos de los incontables avatares en que cabalga el designio azaroso de los pobres. Y como hijos nos acogió ella, siempre generosa, como si en la forja de su alma engrandecida solo hubieran laborado las manos de las virtudes y el soplo vivificante de la alegría, la sencillez y la entrega.
La relación pedagógica pronto se transformó en un nexo familiar. Muchas veces nos acarició maternalmente, nos aconsejó, nos alimentó, y más de una vez fue a nuestro hogar solo por el placer de hablar con nuestros padres y dejar constancia de su amor por nosotros.
Era altiva y serena, generosa y amable. Nada poseía que no fuera patrimonio del prójimo. Hablaba para reconfortar, para sembrar entusiasmo, para mostrar cuán hermosos y breves son los instantes de felicidad. Nunca Sancionó con apremio corporales. Era muy superior al espíritu de su entorno, a la aberración de su época.
Su vida transcurrió para el trabajo y para el amor. Nunca pude observar una manifestación de ostentación. Cuando nos sorprendió su despedida, se le vio partir serena y confiada en la justificación de su existencia.
Nadie ha muerto nunca totalmente. No me aferro a su recuerdo porque ella es, en mí, presencia, carácter y eternidad.
Creo que nunca le hice en vida un presente de alguna significación. Siempre he llevado conmigo un silencio agobiante que encuentra, al fin, cauce de desahogo y que quiere florecer en este reconocimiento y homenaje que hoy le ofrezco aun póstumamente.
La precariedad de mi cultura escarba, sin encontrar, las palabras pertinentes para mi testamento de admiración. Por ello, he procurado proyectarla desde el ejemplo a fin de hacer perdurable, en actos del presente, su perenne legado, tal como ella lo hubiera deseado. Me conforma la convicción de que un corazón agradecido aborrezca la desidia de la desmemoria.
Solo desde la modestia podemos acercarnos al homenaje. Desde la dignidad, desde la honra, me presento sin temor ante los ojos rutilantes de Cristina Helena Cruz, mi maestra de todos los tiempos y de todos los grados.