El 24 de abril de 1962 fue promulgada la Ley No. 5869 sobre violación de propiedad, que castiga con prisión correccional y multa a las personas que sin permiso del dueño se introduzcan en propiedades inmobiliarias urbanas o rurales.
A ese aspecto, el artículo 1 de la referida ley indica lo siguiente: “Toda persona que se introduzca en una propiedad inmobiliaria urbana o rural sin permiso del dueño, arrendatario o usufructuario será castigada con la pena de tres meses a dos años de prisión correccional y multa de diez a quinientos pesos”.
Del enunciado anterior, se desprenden los elementos constitutivos que deben encontrarse reunidos para tipificar la infracción: 1) que una persona se introduzca en una propiedad (indistintamente si es inmobiliaria, urbana o rural); 2) que dicha introducción se haya ejercido sin el permiso del dueño, arrendatario o usufructuario.
De ahí que el primer factor a valorar a los fines de enmarcar la calificación jurídica de violación de propiedad a un hecho punible, y determinar por ende la responsabilidad de la persona acusada, es el acto de que una persona entre, se introduzca, a una propiedad ajena. Por tanto, la comisión del delito debe comprender que la persona que está siendo acusada de haberlo cometido sea la misma persona que se introdujo a la propiedad privada, de conformidad a lo establecido en la Ley.
Lo anterior no debe ser ni siquiera tema de discusión o debate cuando estamos frente a una acción penal, dado el principio de la personalidad de la persecución que hemos venido agotando en entregas anteriores: la acción penal es personal, lo cual significa que a quien el acusador público debe individualizar en su acusación imputando el hecho es a la persona de quien dice lo cometió y no otro o terceros.
El artículo 1 de la Ley 5869 es bastante claro en ese sentido, no dejando espacio a interpretación en la imputación u otras especulaciones contrarias al espíritu del principio que rige el proceso penal.
Sobre este aspecto la jurisprudencia, tal como señalamos también en la entrega anterior, ha indicado “que es de principio que para que una infracción penal sea imputable a una persona necesita ser de ella, es decir, proceder de su mismidad, pues nadie puede ser penalmente responsable por el hecho de otro, fundamento del principio de la personalidad de la pena, consagrado en nuestra Carta Magna; por lo que necesariamente va implicar que la acusación fiscal sea presentada contra la persona que traspasó, penetró, entró y violó la propiedad privada.
Necesario apuntar que en los casos donde se visualice una violación de propiedad propiciada por alguna razón social, se agrega un aspecto de índole civil en la responsabilidad de la empresa, pero penal para los empleados de cuya razón social cometieron el ilícito de penetrar a la propiedad. Esto por consecuencia del primer elemento que hace posible configurar este delito: entrar a una propiedad, sea rural, inmobiliaria o urbana.
El segundo elemento que debe encontrarse reunido para tipificar el delito es que se haya penetrado a la propiedad sin permiso del dueño. Para entender este alcance, no tan sólo hace falta el permiso del dueño, sino constatar que quien alegue ser dueño de la propiedad, lo demuestre.
En ese sentido, cuando hablamos de una propiedad/inmueble registrado, la prueba por excelencia lo constituirá el título expedido por el registrador de título de la jurisdicción correspondiente. Sobre este aspecto existe jurisprudencia constante en que lo que avala la calidad de propietario, titular de un inmueble, es el título de dicha propiedad a nombre de quien dice es el dueño, o contrato de venta que demuestra la operación convenida para la obtención de ese inmueble.
Por otro lado, también está la figura del arrendatario para sustentar calidad de poseedor de la propiedad; en este aspecto, la prueba por excelencia que necesitará el acusador público para enmarcar el delito en una persona es que quien dice ser agraviado demuestre por contrato de arrendamiento que posee la propiedad de cuya violación alega bajo ese título.
Sin desmedro de lo que constituye el testimonio de quien dice llamarse víctima o poseer el goce por arrendamiento de una propiedad, a fin de que su declaración se corrobore y sea suficiente, necesitará avalarse con otra prueba capaz de demostrar su calidad de arrendatario. La finalidad es que tal y como exige la normativa procesal penal vigente, la decisión a la que arribe el juzgador para retener responsabilidad penal pueda estar revestida de la sana crítica, legalidad y suficiencia probatoria, que se rompa completamente el estado de inocencia del acusado más allá de toda duda razonable.
Como bien establece la norma, los jueces valoran las pruebas conforme las reglas de la lógica, los conocimientos científicos y las máximas de la experiencia, de modo tal que la conclusión a la que arriben sea el resultado de la valoración conjunta y armónica de todas las pruebas.
Por último, para esta primera entrega de reflexión a la violación de este delito, en caso de que la propiedad sea usufructuada sin ostentar contrato de arrendamiento o título registrado, tanto los querellantes como el acusador público deben asegurar valerse de las pruebas idóneas que puedan demostrar esta calidad: declaraciones de testigos, fotografías tomadas conforme la ley, levantamiento, todo medio de prueba permitido por la ley y que resulte idóneo para demostrar el hecho penal.
Sin prueba que demuestra la calidad de quien reclama la violación de propiedad que ostente, y sin probar fehacientemente que la persona acusada fue quien cometió el hecho punible, será imposible acoger una acusación y retener responsabilidad penal al acusado, dado la violación a un principio rector del código procesal penal y debido proceso de ley en la que una decisión así devendría: significaría una violación a la seguridad jurídica y a principios fundamentales, constitucionales e internacionales de Estado Derecho que nos rige.
Sonia Hernández es abogada penalista, socia – directora del departamento de litigios en el despacho legal Global District Law y consultora experta en violencia de género y trata de personas. Fue procuradora fiscal de la provincia Santo Domingo; tiene una maestría en Derechos Fundamentales por la Universidad Carlos III de Madrid, España y una especialidad en Derecho Procesal Penal por la Universidad Autónoma de Santo Domingo.