Desde la primera edición de mi manual de derecho constitucional (2003) hasta artículos publicados en este diario en los últimos 17 años (20/72007, 11/2/2010, 12/5/2017 y 11/10/2019), vengo insistiendo en que, aunque el voto es configurado en nuestra Constitución como un derecho y como un deber (artículos 22.1, 75.2 y 208), el mismo no es obligatorio, porque los deberes constitucionales, contrario a los derechos fundamentales, requieren leyes que establezcan sanciones en caso de incumplimiento. Pero, si somos coherentes con el principio republicano, que parte de que los ciudadanos, aparte de derechos, tenemos deberes frente a la comunidad, el voto debería ser obligatorio, porque solo así cobra real valor como deber fundamental, como sí ocurre con los deberes tributarios.
La obligatoriedad del voto no implica en ningún caso violación de las garantías fundamentales del voto: el voto deberá ser siempre “personal, libre, directo y secreto” y “nadie puede ser obligado o coaccionado, bajo ningún pretexto, en el ejercicio de su derecho al sufragio ni a revelar su voto” (artículo 208 de la Constitución). La coacción estatal se ejerce exclusivamente para constreñir a votar, pero no implica que el voto sea colectivo, indirecto, condicionado o público.
Sin embargo, muchos se oponen al voto obligatorio porque se entiende que la libertad de votar implica el derecho de no participar. Aparecería así la abstención electoral como un derecho fundamental, como símbolo de protesta y manifestación de desencanto o desaprobación de las opciones electorales, que debe ser preservado en todo ordenamiento que se precie de liberal y democrático.
Sin negar que existen otras vías efectivas para promover el voto, soy partidario de establecer mediante ley orgánica la obligatoriedad del voto, como se ha hecho en otros países, donde la ley ha dispuesto sanciones escalonadas a quienes se abstienen de votar sin razón valedera (enfermedad, viaje, etc.). Estas sanciones incluyen el pago de multas, el despido de empleos públicos, la proscripción para ocuparlos, recargos impositivos y la suspensión del derecho de sufragio. La obligatoriedad del voto contribuiría sin duda alguna al fortalecimiento de las instituciones democráticas y a combatir la crónica y sistémica abstención electoral tan peligrosa para la existencia de la democracia.
La obligatoriedad del voto exige la posibilidad de expresar el rechazo del ciudadano a las diferentes candidaturas mediante un voto en blanco o un voto por “ninguno”, de modo que el ciudadano esté obligado a votar, pero no por un candidato en particular. Se posibilitaría así manifestar el apego ciudadano al sistema democrático-electoral y canalizar institucionalmente su desencanto, pues quien vota por ninguno es más leal al sistema que quien se abstiene voluntariamente, abstención que, cuando es masiva, “fomenta la tiranía” (Solón).
Para que la igualdad en el voto sea real y efectiva, debe garantizarse, mediante una asistencia mínima (transporte, alimentación, guarderías y hasta viáticos, como ha sugerido Joseph Stiglitz) y no sujeta a clientelismo ni arbitrariedad de ningún tipo, que todo ciudadano esté en condiciones materiales de votar. No por azar en Grecia, paradigma histórico de la democracia, se introdujo en el año 403 a. C., el pago por la asistencia a la Asamblea, como es usual y legal hoy pagar a los miembros del jurado. Todos los derechos, y no solo los sociales, cuestan. Y ese es el precio de la democracia.