En cada rincón de la República Dominicana, aquí donde el mar se retira para dar paso a la tierra fértil, y las montañas custodian la vida con su abrazo sereno, se encuentra un tesoro invisible, una riqueza que no se cuenta en billetes ni se guarda en cajas fuertes: los valores de nuestras comunidades campesinas. Esa generosidad sencilla, esa bondad profunda que se respira en la vida rural, es la esencia de un patrimonio inmaterial que, como un río que corre bajo la superficie, alimenta el alma de nuestro país.
Recientemente, tuve el privilegio de adentrarme en el corazón de comunidades campesinas en la provincia de San Juan. Allí, bajo el cielo inmenso y en las sombras amables de sus montañas, percibí algo que difícilmente puede explicarse en palabras: una hospitalidad sin igual, una sonrisa cálida que invita a pasar y a tomar un cafecito recién colao’, una generosidad que se ofrece como el aire que se respira. Esas tierras, ricas en vegetación y atravesadas por senderos de naturaleza intacta, son también el refugio de un modo de vida que se sostiene en valores universales y atemporales: el respeto, el trabajo solidario, la gratitud y, sobre todo y quizás sin ser conscientes de ello, estas comunidades reflejan con meridiana diafanidad el principio del buen vivir.
En una era que nos empuja a actividades igualmente valiosas y necesarias, pero nos acelera al vértigo de la ciudad, al brillo del consumo y a las prisas del capital, hay algo en la vida campesina que nos invita a detenernos, a volver a lo esencial. No es que el campo carezca de limitaciones, que las tiene, sino que, entre sus aparentes carencias, se alza una vida plena, enriquecida por otros frutos menos visibles. Mientras que la lógica del desarrollo económico a menudo parece reducir el bienestar a cifras de productividad, en el campo dominicano descubrimos otros significados de la abundancia: tierra fértil, alimentos que llegan a la mesa con el sol y el sudor, la cercanía de los vecinos, la bondad de las manos que cultivan. En los rostros campesinos hay una alegría que no proviene de la abundancia material sino de algo más hondo, un arraigo que ni la riqueza ni el progreso pueden imitar.
Sin embargo, debemos preguntarnos si estamos haciendo suficiente por preservar este tesoro inmaterial. Las políticas públicas, centradas en el crecimiento económico, rara vez ven con claridad el valor de lo que en el campo parece "no contarse" pero que en verdad cuenta tanto: la dignidad de quienes siembran, la paz de quienes conocen la tierra, la sabiduría de quienes, a fuerza de humildad, saben vivir.
Hoy que tanto se habla de migración laboral ¿Por qué no concebir una política que, en lugar de imponer los modos de la ciudad para los nacionales, fomente el buen vivir en el campo? Que permita a los campesinos una vida digna, sin obligarlos a renunciar a lo que los hace ricos en humanidad. No debemos ignorar que, así como el campesino cuida su parcela, los dominicanos debemos cuidar de nuestras comunidades rurales, proteger ese espíritu sencillo y generoso que en ellas late.
La verdadera riqueza de la República Dominicana no se encuentra solamente en el flujo de divisas o en la bonanza de los resorts, sino en esos hombres y mujeres del campo, en sus corazones generosos, en la calma de una vida que sigue los ritmos de la naturaleza. Y mientras el progreso tiende a ser, en tantos aspectos, una tentación homogeneizadora, lo que verdaderamente debemos preservar es esa diversidad humana que se expresa en el campesinado. El campo nos da, además, la posibilidad de reconectar con alimentos limpios, sanos, productos de la tierra que son herencia y cultura, y que —sin intermediarios ni artificios— enriquecen el cuerpo y el espíritu.
Por eso, visitar las montañas de San Juan, caminar sus veredas, recibir el saludo cálido de sus habitantes, fue para mí como un baño de agua dulce para el alma. En esos días de convivencia, cada sonrisa fue un recordatorio de que existen otros valores, otros tesoros, que, aunque invisibles, nos pertenecen a todos. Y preservar esta riqueza inmaterial, la riqueza de la generosidad, la bondad y la serenidad que se palpan en el campo, no es solo una cuestión de justicia, sino también de identidad. Pues perder esos valores sería perder parte de nosotros mismos.
Que el futuro de nuestra nación se construya, entonces, no solamente sobre el cemento de las ciudades sino también sobre la tierra fértil y bajo el amparo de la nobleza y dulzura de las casitas del campo, como rezan las icónicas melodías de la canción de Enriquillo Santos. Valorar esa herencia de generosidad y bondad que el campesinado nos ofrece día a día, con la humildad de quien da sin esperar nada a cambio, es proteger el legado inmaterial de la República Dominicana. ¡Cuidarlo es un deber que nos enriquece a todos!