Considero que en un contexto de nacionalismos y de estados-naciones se despejan en el gran teatro del mundo las dudas respecto a nuestra civilización. En tiempos de la actualidad en pleno siglo XXI el factor nivelador no viene dado por valores morales e ideales de paz, justicia u otros. Tampoco por ideas modernas claras y precisas. Lo decisivo ha llegado a ser exclusivamente el interés y el fevor nacionalista que impone a los más distintos individuos y clases sociales un solo propósito común que -bajo el lema de razón de Estado- hace las veces de garante de confianza y seguridad grupal.
Por tanto, en el ámbito político e histórico de las ideas y sus concreciones históricas, Hegel gana a partida doble a Kant y a Marx. A Kant, puesto que a falta de un gobierno global supra nacional, los principios morales y el derecho nacional son insuficientes para batir la corruptela nacional y los intereses singulares de cada Estado-nación de derecho particular. Y a Marx, porque la historia es un campo bélico, no de clases sociales, sino de estados visceralmente imperiales.
De ahí que los estados naciones -llámese hoy día, Estados Unidos, China, Rusia o con otros nombres más o menos admirables- finalizan irremediablemente enfrascados en continuas guerras (a no confundir aquí con revoluciones prediales en sus territorios) que evocan el “todos contra todos” y que exhibne descarnadamente la historia universal con su secuencia de imperios y civilizaciones humanas compitiendo a muerte entre sí.
Y, en el ámbito socioeconómico, Adam Smith y Joseph Schumpeter se alían en la práctica por medio de las revoluciones del mercado y las tecnológicas para silenciar a agoreros de otras convulsiones. No hay reino de la libertad post comunista al alcance del “amor propio” (A.Smith) individual ni a la vista de la destrucción creativa de la tecnología. Ese egoísmo natural, es decir: no moral, hace las veces de bujía emprendedora de cada mutación del sistema de producción capitalista. Catapultando sucesivas superaciones tecnológicas del modo de vida de cada población, así como del respectivo bienestar socioeconómico, aquel amor poco virtuoso y nada caritativo ladea incendia la pradera con insatisfechas expectativas de consumo a nivel local e individual.
He ahí el contexto socioeconómico y político vigente cada día más en países orientales y occidentales. La fuerza pujante y diferenciadora detrás de la sacrosanta seguridad nacional que resguarda cada Estado-nación viene predeterminada por algo que no está limitado a la mera defensa de los privilegios y beneficios del individuo o de una sola clase social. Lo que media y predomina entre ellos y el resto de la población es el nacionalismo ideológico. Este nacionalismo y aquella seguridad se maridan y respaldan recíprocamente, a tal grado que llegan a justificar todo por la patria. Nos pone -no religiosa, pero sí- obligatoriamente todos a una a favor del aquel sacrosanto apego a lo nuestro, dejándole muy poco o nada de espacio y sustento a los que con su mera existencia osen transgredir, cuestionar o enfrentar nuestro lar de intereses creados, engalanado por un sinfín de dichos, costumbres, instituciones, ideales, valores, tradiciones y ejemplos heroicos compartidos.
En resumen, la devoción de los mismos connacionales entre sí -en tanto que contrapuestos a adversarios de dentro y a otros de fuera del país- impone el libreto que hoy alienta la recomposición del campo de competencia y de batalla de los estados nacionales entre sí. De no ser así, podría verificarse lo inverificable e imaginarse lo inimaginable en la actualidad: la no alienación del ciudadano en su estado político.
En efecto, si aconteciera lo que hoy por hoy sigue siendo una irrealidad utópica, el nominalismo inherente a la supuestsa soberanía real del pueblo tendría su arraigo en cada ciudadano. Este representaría una barrera infranqueable a la seguridad y al interés nacionales. El fundamento y límite de cuaquier política de Estado sería entonces, hipotéticamente hablando, la hoy por hoy inactual soberanía del ciudadano individual; y, por ende, la razón de Estado ostentaría la virtud de eso de lo que por ahora carece: un límite insuperable de raigambre republicana en cada individuo que de por sí es soberano y en cuanto tal reconocido como válido y legítimo, en y para sí mismo.
Sin embargo, tal y como descubrió por experiencia propia Byung-Chul Han de ambos lado del Rubicón de la civilidad los trastocados conceptos de las revoluciones estadounidense y francesa de hace más de dos siglos no superan la prueba de la autoexplotación de sujetos -indistintamente- occidentales y orientales. Se trata de ciudadanos cosificados por doquien por el mismo cansancio de una sociedad donde la virtuosidad de los datos están enseñoreados por la autosuficiencia del dataísmo.
No faltan en ese contexto quienes auguran la inutilidad y superación definitiva, tanto de la condición humana, como del planeta tierra que no acaba de extinguir ese mismo ser humano que supuestamente está en vías de extinción. Pero en lo que se verifican esos presagios quedan los conflictos y las aparentes diferencias al interior de una misma civilización en la que -como afirmamos con anterioridad- predominan el sentimiento patrio análogo, las mismas ideas de dominio e iguales formas culturales de reproducción social. La única diferencia esencial, fundamental es si las sostenemos nosotros o ellos, pues aún no terminamos de reconocer que somos iguales.
Cierto, una de las aristas más alarmantes y sensibles de esa real monocromía es la de los conflictos cuyas razones de ser, como evidencian las interrogantes en estos precisos momentos en que escribo en Ucrania, son compartidas por desconfianza de las partes, intereses ocultos y estimulantes sentimientos patrióticos a la hora de ponernos todos en una trinchera al borde del abismo. De modo que sí, hay y habrán conflictos que nos retrotaen con sigilo a los idus de marzo. Esas pugnas naturales reconducen una y otra vez a los mismos humanos a su lado más primitivo y bárbaro. Dicho sea de paso y como quien no quiere las cosas, tanta barbarie viene azuzada y agravada por el mercado y sus omnipresentes monopolios y oligopolios atentos como los que más al mismo botín de poder y de riqueza de las naciones más o menos estatizadas.
Por supuesto, queda por discernir en un próximo escrito ese botín que, al fin y al cabo, todavía hoy acerca y confunde a bárbaros y civilizados por igual.