En diversos escritos y prognosis relativos a Estados Unidos vs. China u otros poderes se pasa por alto el claro predominio de las ideas occidentales en el presente. No obstante, no hay razón que justifique desconocer que es Occidente el que domina alrededor del mundo gracias a sus ideas y a estas en tanto que puestas en práctica, aquí, allá y por doquier. Así como de tal palo tal astilla, las concepciones del liberalismo tradicional -de carácter socioeconómico y democrático- y las republicanas y de derecho -de índole política- alientan una amplia gama de regímenes sociopolíticos y culturales contrapuestos entre sí. ¡Ah!, y eso así independiente de tintes ideológicos y modalidades de bienestar y poderío.
En efecto, la civilización contemporánea procede de un solo tronco. No se trata solamente de que en todos los puntos cardinales el término valor haya sido despojado de su espectro axiológico y por vía de consecuencia solo valgan algunas mercancías y contadas monedas de plata; o que tradiciones, creencias y costumbres diversas sean atropelladas por la fuerza de lo `global´ y de una lingua franca entre cinco.
El propio liberalismo y sus vástagos, sin excluir la última expresión neoliberalista, lloran y reclaman al mismo cielo porque la riqueza de las naciones estén enfundadas hoy día en las manos -visibles- del uno por ciento de la población mundial. Ante tan natural expresión de protesta incluso en países portaestardartes de tan aberrante perturbación resulta comprensible que se sostengan una o múltiples variantes antiliberales encaminadas al control, tanto de las riquezas, como de la ambición desmedida de unos pocos tildados de privilegiados.
De ahí también el repunte de regímenes opuestos y contrapuestos entre sí. Algunos de ellos totalitarios como el chino de Xi Jinping, y otros autocráticos como el ruso de Vladimir Putin, pero todos testigos de las cavernícolas mazmorras a que son sometidos en plena oscuridad los prisioneros ubicados en la antesala de la república de ideas platónicas. Dicho sea solo para estimular la imaginación, se trata de la otra cara de la moneda europea y de su vástago estadounidense de viejo cuño cuantas veces sus coetáneos eluden la idea del bien (y más cuando no es común), la de la verdad (si ella no hace libre a los prisioneros) y la de la justicia (si priman la corrupción, la impunidad, la mala distribución de oportunidades y riquezas, así como la insostenibilidad del bienestar colectivo y del medio ambiente).
Ahora bien, ¿cuáles son las consecuencias de tantas sombras en tan diversas repúblicas? Más de lo mismo. El temor occidental a las ideas de aquellos dos gobernantes y sus respectivos regímenes es el mismo que dichas personalidades tienen hoy de Biden y de los nuevos líderes europeos.
Debido a todo lo cual, la civilización occidental -dueña del predominante mundo de las ideas vigentes en la actualidad- continua y proseguirá predicando su buena nueva de bienestar y confort. Para ello cuenta con su conocimiento y dominio científico-tecnológico y su consabido modo de producción de una u otra variante capitalista e industrial. Y, como si poco fuera todo eso, lo logra bajo vigilancia más o menos estricta de regímenes cuyas ideologías nominalistas transgreden, tanto las fronteras de lo republicano y democrático, como las de lo despótico y autoritario.
En medio de tal confusión, se prolongan el “show time” y la hora del “business as usual”, respaldados a corto y quien sabe si a mediano plazo, al abrigo de una pax americana celosamente resguarda por la diplomacia de las cañoneras que propuso William Jardine a propósito del opio en China y que finalmente se institucionalizó en el Mar Caribe.
Si bien ese modus vivendi continua imponiéndose, empero, plagiando el refrán campesino adivino que a largo plazo otro gallo cantará. Y por un motivo de procedencia insospechada. Todos, tanto en el mundo occidental, como en el oriental, jugamos cartas marcadas de nacionalismo. He ahí por qué a largo plazo Occidente finaliza cediendo la competencia de campo y pista en esta carrera de relevo a Oriente; léase bien, China, en tanto que otrora gigante napoleónico que ha finalmente despertado por el motivo de siempre: su identidad milenaria desprotegida nueva vez vulnerada por efecto de una imponente e impotente muralla de ideas y concreciones.
Pero llegado a este punto cualquiera me llama la atención y corrige. Sobre todo si confunde nación y Estado-nación con nacionalismo y más aún si este último es del tipo `ultra´. El concepto de nación fue bien discernido en la Francia decimonónica por figuras notables como Renán y otros, en tanto que plebiscito diario de los conciudadanos dispuestos a permanecer aunados en pos de una causa común. A su vez, el estado-nación es una de las grandes contribuciones de la Grecia clásica puesta en práctica hoy día -como alternativa política occidental a añejos imperios y monarquías dinásticas- a través de todo el mundo conocido. No obstante, si bien esa es una de las más notables contribuciones de aldeanos civilizados hace ya más de 28 siglos en el extremo sur de la península balcánica en el litoral del mar Mediterráneo, mientras se enfrentaban a poderosos ejércitos asiáticos que hubieron de derrotar, el nacionalismo como tal surgió en China, no en Grecia ni en la Europa de los imperios coloniales y tampoco en la América poscolonial.
El nacionalismo surgió en China a finales de la dinastía Qing o manchú (1644-1912) como respuesta al humillante sometimiento del país por parte de las potencias occidentales de la época. Recientemente, como quien dice aquilatando el norte de su brújula, Xi Jingping regateó el universalismo inherente a la teoría de Marx al concretar en qué clase de lucha consiste toda la historia de la humanidad. Así procuró enraizar las características chinas de su proyecto de gobierno en un marco de referencia geopolítico -más que socioeconómico y revolucionario. Incluso cita a Han Feizi, predecesor desconocido de Thomas Hobbes. Feizi, aristócrata del siglo III a. C. del reino Han y tenaz defensor de la escuela de filosofía legalista, sustenta que la ley es útil y se la emplea para establecer un estado centralizado fuerte por sobre todos y todo.
Y todo lo anterior, que no se omita de ningún relato, precede con creces los acentos singulares de la concepción jurídica de Carl Schmitt, así como a los epígonos `putinescos` del filósofo nacionalista Alexander Dugin, a su vez émulo de Lev Gumilev. Tras el reciente encuentro sino-ruso se esgrime en el pedestal de la bipolaridad una aparentemente nueva alianza intencionalmente opuesta a los intereses geopolíticos occidentales del mundo más estadounidense que europeo de la resucitada OTAN. Con aquella alianza de orientación más estalinista que leninista, pretende resurgir por lo pronto de su propia ceniza la otrora grandeza de la Rusia sacra, al mismo tiempo que aproximar la reunificación china y la materialización de su nueva ruta comercial de algo más que seda.
En un próximo escrito elaboraré este tema para así avalar una prognosis relativa a nuestra civilización.