La bestia tuvo una vez un sueño. El de perpetuar a su descendencia en el poder, perpetuar su estirpe, crear una dinastía. En el trono pensaba entronizar al niño de sus ojos: Rafael Leónidas Trujillo Martínez, alias Ramfis, el hijo adulterino que tuvo con «La Españolita», su primer macho.
Ramfis Trujillo, el engendro de la bestia y de María Martínez, nació en 1929, cuando la agraciada vivía o estaba casada con un cubano llamado Rafael Dominici y la bestia con Bienvenida Ricardo. Eventualmente Dominici desapareció o lo desaparecieron del mapa. Hay quien dice que probablemente puso pies en polvorosa, que prudentemente abandonó el país de manera precipitada. Lo cierto es que no se lo volvió a mencionar o a dejarse ver por estos lugares.
El adulterio daría lugar durante años a especulaciones sobre la paternidad de Ramfis, pero lo cierto es que a la larga el parecido desmentiría cualquier duda. La bestia había engendrado a su primer bestezuelo. Una versión mejorada físicamente de sí mismo.
En 1935, cuando ya tenía cinco años en el poder, Trujillo se casó con María Martínez, y reconoció al niño, lo convirtió en su hijo legítimo. En ese niño proyectó sus más grandes sueños y esperanzas. Lo veía quizás en su imaginación cubierto de gloria, cubierto de pies a cabeza de laureles. Debía ser, ante sus ojos, un niño prodigio, de una inteligencia y precocidad fuera de serie. Para alimentar su ambición lo nombró coronel a los cuatro años. Un nombramiento con el salario y los privilegios correspondientes. Aun así, todo parece indicar que Ramfis Trujillo no respondió al estímulo, pero de cualquier manera fue el inicio de una brillante carrera militar. Tan brillante que a los nueve años fue ascendido a general. Después llegaría a ser comandante de las fuerzas de aire, mar y tierra.
Lamentablemente, muy pronto empezaría el general Ramfis Trujillo a dar muestras de inestabilidad emocional, de conducta antisocial. Empezaría en breve a dar muestras de su naturaleza perversa, a dirigir raptos y violaciones grupales de jóvenes estudiantes, a demostrar su total carencia de cualquier tipo de escrúpulos o freno moral, carencia de aptitudes, de responsabilidad e iniciativa, y a demostrar en definitiva que no servía para nada, ni siquiera para guardia, ni siquiera para general.
La bestia ya se estaba sintiendo frustrado, desencantado. Amaba a su hijo, pero se estaba dando cuenta de que era un vago, un inútil, un irresponsable. Además, como afirma Crassweller, ese amor de la bestia por su hijo era más bien una proyección de su ego, una extensión de sí mismo. Un amor que muchas veces era remoto e impersonal. Pretendía moldearlo a su imagen y semejanza, quería que fuera igual a él, un hombre de Estado, un militar de carrera. Pretendía quizás inútilmente la bestia obligar al bestezuelo a dominar los mismos instintos primarios que él no dominaba.
Seguramente lo sometía a todo tipo de presiones y exigencias. Pretendía que se adaptara, como dice Crassweller al molde parental, y solo logró crear entre ambos un distanciamiento insalvable. El resultado, dice Crassweller, fue frustrante para el padre y provocó una desgarradora inseguridad emocional en el hijo.
«Esto no era todo. No hubo ningún ejemplo constructivo que Ramfis pudiera seguir. Su padre, tan complaciente y al mismo tiempo tan exigente, era el vivo espejo de muchos de sus vicios. La avaricia, el materialismo, la crueldad, la frialdad, el disimulo y la indulgencia sexual fueron los ejemplos dados ante el hijo. El patrón que él debía observar era aun peor si miraba más allá de su padre hacia sus tíos carentes de escrúpulos, que tenían todos y cada uno de los vicios de Trujillo y ninguna de sus cualidades creativas. Si Ramfis miraba aun más lejos, solo veía círculo tras círculo de cortesanos, egoístas y sinvergüenzas ambiciosos, casi todos los cuales intentaban utilizarlo como cuña para entrar en contacto con su padre. Casi nadie, desde el propio Trujillo hasta el lamebotas más humilde y la mujer más complaciente de la noche, le hizo el cumplido de considerarlo un ser humano digno por derecho propio». (1) Solo era el hijo de su padre.
Ramfis únicamente mostraba interés en la juerga, en las mujeres y en la bebida, en la vida disipada, exenta de responsabilidades. Había heredado del padre sus vicios y su instinto asesino. Solo en eso se le parecía. Trujillo era inmoral y un disoluto, pero era también trabajador, madrugador, un hombre organizado. Ramfis era un poco lo que habían hecho de él, un perfecto inútil. El resultado de una crianza excesivamente complaciente, la de un niño mimado y consentido en extremo, y además endiosado.
A su alrededor gravitaba un círculo de complacientes cortesanos y cortesanas que le hacían cumplidos a granel y satisfacían todos sus caprichos. Durante su vida fue tratado con indulgencia, con extrema complacencia. Vivía rodeado de guardias y sirvientes que se desvivían por él. Nada se le negaba. La madre, más que amarlo, lo idolatraba. Lo abrumaba con un amor desmedido.
Ramfis creció —como dice Crassweller— en el ambiente menos propicio para el fomento de cualquier sentido de disciplina y responsabilidad. En aquel ambiente cortesano, un ambiente tóxico, aunque pareciera paradisiaco, las condiciones eran adversas para la buena crianza de un muchacho. A la larga, tanto amor y tantos mimos y tanta indulgencia y complacencia y la conflictiva relación con su padre no convirtieron al muchacho en un ser feliz y equilibrado. Ramfis resultó ser —como ya se dijo— un tipo inseguro, incluso tímido, y para colmo tenía una salud quebradiza. En un futuro, además, sufriría de serios problemas siquiátricos y sería sometido a terapia electroconvulsiva, tratado con electroshok en una clínica de Bélgica. Es posible que entre la madre y el padre y los parientes y amigos y todo tipo de aduladores lo echaran a perder, lo dañaron por completo, si acaso no había nacido así.
Según Crassweller, fue el toque fatal de Trujillo que, por una ironía suprema, destruyó su propio sueño. Y quizás fue lo mejor que pudo suceder.
Francisco de Goya advirtió hace ya mucho tiempo: «El sueño de la razón produce monstruos»… Vaya usted a saber qué monstruosidades producirán los sueños de los monstruos.
(Historia criminal del trujillato 156)
(1) Robert D. Crassweller, «The life and times of a caribbean dictator», p. 203.