Dios está en silencio y los seres humanos se imponen tiranías, cometen injusticias, esclavizan, maltratan, oprimen, asesinan, originan guerras y hacen toda clase de vilezas en perjuicio de sus semejantes, y esto desespera.
Hay quienes dicen que Dios está muerto; estos han perdido la razón, o la mal usan. Han perdido la razón o la capacidad de usarla bien, porque Dios no nació; por tanto, la divinidad no puede morir o desaparecer o inmutarse. Solo las cosas que nacen son las que mueren. Dios no nació, por tanto, no puede morir. Dios fue, es y será por toda la eternidad.
Así lo concebimos nosotros, y así lo manifestamos; pero a nuestra mente viene una pregunta importante, una pregunta que otros han hecho a través de la historia de la humanidad, la pregunta es esta: ¿si Dios no está muerto, entonces se ha alejado, o se ha dormido, o está en aparente silencio mirando a los seres creados a su imagen y semejanza en continuo conflicto entre ellos y en negación a toda virtud, disciplina, fe, esperanza y amor?
El silencio de Dios es amargamente triste. El silencio de Dios es tortuosamente desesperante, el silencio de Dios es profundamente desconcertante, el silencio de Dios infunde temor, terror, descorazonamiento, y hondo sentir de aislamiento, y soledad.
Por eso, decimos que el silencio de Dios es amargamente triste, triste y sombrío, porque a nuestro alrededor vemos ocurrir tantas faltas contra su divina voluntad, tantas ofensas contra sus hijos, mas se mantiene en inquietante, insondable y profundo silencio. Leemos en el Antiguo Testamento las desesperadas palabras de los piadosos de Israel cuando requerían a Dios diciendo: “¿Por qué duermes, Señor? ¡Despierta, despierta! ¿Por qué te olvidas de nosotros, que sufrimos tanto? ¡Levántate, ven a ayudarnos y salvarnos por tu gran amor!” (Salmo 44: 24-26)
Pues, no somos los primeros en pensar que Dios mantiene silencio que infunde temor, terror, un sentimiento que descorazona, que nos hace sentir un abandono de triste soledad y aislamiento total, soledad que nos hace gemir y gritar como Jesús en la Cruz: “¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mateo 27:46)
¡El silencio de Dios! ¡El silencio de Dios! Silencio ante nuestros gritos de desespero, silencio ante nuestras peticiones, ante nuestras enfermedades, silencio de Dios ante nuestras lágrimas, y volvemos a orar y volvemos a pedir y, de nuevo, se mantiene el silencio en espacio y tiempo, nada se oye.
A nadie más tenemos, a nadie más podemos recurrir en los problemas que nos asfixian y desmoralizan. Solo tenemos a Cristo como nuestro único mediador ante el Padre, lo sabemos y por eso vamos a Él con toda nuestra alma, con toda nuestra fe, que por lo menos en aquellos momentos, es una fe total, y recibimos como respuesta el silencio.
Cristo no responde. Todo sigue igual: las enfermedades, nuestros problemas morales, nuestras dudas que desesperan, nuestra asfixia, la opresión del prójimo por cuya solución hemos orado, siguen las injusticias por doquier, las salvajes delincuencias en nuestra sociedad, los maléficos combates con armas destructoras y amenazas de guerra nuclear.
A pesar de lo antes dicho, Cristo está tras ese aparente silencio, está mirándonos, oyéndonos. No lo olvidemos, si la respuesta a nuestras oraciones es silencio, por lo menos consolémonos sabiendo que Él; el Cordero de Dios, el que intercede por nosotros, está en silencio, oyéndonos e inmensamente amándonos.