Cómoda en su constante vaivén, la opinión pública ha puesto en el centro del debate colectivo al proyecto de ley sobre extinción de dominio que actualmente domina la atención del Congreso, y que con tanto nervio se maneja desde distintos frentes. Este comentario no tiene por objetivo participar en la discusión estrictamente jurídica –muy necesaria, por demás— que gira en torno al contenido de la pretendida norma; creo que las voces más autorizadas del derecho constitucional de nuestro país han acertado en sus observaciones (a las cuales, por cierto, me remito) y, en alguna medida, han agotado los puntos de interés sobre el tema. Sí quiero rescatar una dificultad que está a la vista, no sin antes admitir desde ya el grado de especulación que acompaña mi hipótesis, del cual, por supuesto, soy plenamente consciente.
Es común a las opiniones que han circulado sobre el tema la sensación de que el contenido de la ley –sea el que sea en su versión final— será sometido al control del Tribunal Constitucional. No es del todo descabellado anticiparse a esta posibilidad, tomando en cuenta la magnitud de los enfrentamientos y desacuerdos (sobre todo jurídicos) que han tenido lugar desde su confección y consecuente sometimiento. De hecho, no es demasiado impreciso sostener que, en realidad, se trata de un escenario predicable respecto de cada una de las leyes emanadas del Congreso Nacional. Como sabrán los constitucionalistas, el concepto de autoridad política ha sufrido un profundo redimensionamiento desde la consolidación del Estado constitucional (o, acaso, del modelo predominante). Hoy, no es el legislador sino el juez constitucional el que en verdad ostenta la última palabra en los asuntos colectivos más sensibles, todos rastreables hasta la Constitución, cuyo máximo (y último) intérprete entre nosotros es, justamente, el Tribunal.
Esta afirmación, sin ser novedosa (no es este un descubrimiento del suscrito, ni mucho menos), supone para nuestra peculiar comunidad política un problema muy concreto, que tiene mucho que ver con la propia dinámica judicial y que se ha verificado en más de una ocasión desde que dicho órgano fue instaurado fruto de la Constitución de 2010. El denominador común que conecta –entre sí y al problema que interesa— a todos los conflictos esencialmente constitucionales de los últimos años tiene en su raíz una circunstancia objetiva: su arribo al Tribunal. El colegiado, qué duda cabe, ha tenido un papel decisivo en el encuadramiento de la sociedad al programa de convivencia social que reproduce en su seno nuestra Constitución. Pero no parece haber sido capaz de sobrellevar la relación, a veces tóxica, que mantiene la judicatura con el tiempo.
Es claro que entre el quehacer de los estamentos legislativos y la función judicial hay múltiples diferencias, tanto operativas como estructurales. Pero una de ellas, acaso de las más elementales, es que mientras las iniciativas legislativas tienen que ser abordadas y decididas en un lapso determinado o, al menos, previsible (los artículos 99 y 104 de la Constitución las sitúan en un marco temporal específico), los asuntos que se ventilan ante órganos judiciales siempre corren el riesgo de eternizarse. Dicho de otra forma: los proyectos de ley pueden aprobarse, rechazarse o perimir, y ello siempre ocurrirá conforme a lapsos más o menos similares o, de nuevo, mínimamente predecibles; por contra, las causas judiciales, sobre todo cuando se trata de altas instancias colegiadas, son extrañas a estos plazos, orbitan en su propio universo temporal que, naturalmente, abre un mundo de posibilidades.
Si se conjuga lo anterior, queda en evidencia que, en un Estado constitucional como el nuestro, un mismo problema constitucional (como el aborto, el transfuguismo, el concepto de “segunda mayoría congresual” o el proceso de extinción de dominio) puede atravesar, en plazos muy distintos, el tamiz de dos instancias de autoridad política diferentes. Adaptada esta idea a nuestra realidad cotidiana y al pasado reciente, y planteadas las cosas de forma descarnada, lo que nos queda es un diseño institucional en el que las decisiones colectivas más relevantes quedan a merced del ritmo “connatural” a la función judicial colegiada –fundamentalmente imprevisible—, sin importar demasiado el tránsito (rápido o lento, sopesado o atropellado) que efectúen por ante el Legislativo.
Me parece que, tratándose de cuestiones así de trascendentes, el silencio que propicia semejante forma de ejercer el control judicial comporta un auténtico problema político. Porque, siempre que se eternicen estos asuntos ante el Tribunal Constitucional, el tiempo que le tome reunir una mayoría (calificada) para fallar en un sentido u otro determinará la magnitud con que el problema constitucional de que se trate quede en suspense para la comunidad política. Y ese suspense, a su vez, tiene vocación de generar un déficit de legitimidad de la jurisdicción constitucional con respecto al ejercicio del poder político en un régimen democrático, tanto peor en la medida en que se trate de leyes jurídicamente defectuosas, o aupadas por consensos deficientes, o mayoritariamente reprobadas desde el ángulo social.
En mi opinión, en estos asuntos lo único peor que decidir mal (si es que cabe expresarse en tales términos) es no decidir o, lo que es lo mismo, decidir a medias. Aquí cobra vigencia el disclaimer planteado al inicio: es absolutamente especulativo afirmar que el proyecto de ley en comento, una vez sometido al control del Tribunal Constitucional, durará más de lo razonable en ser decidido por este último. Es perfectamente posible que el Tribunal resuelva en tiempo récord. Sin embargo, en la medida en que no sea así, el silencio del Tribunal será un problema político que, sumado al de por sí infortunado contenido de la presumible ley, someterá al cuerpo social y al régimen democrático a una intensa prueba de estrés (otra más). Supongo que tal es el precio a pagar una vez se admite –sin matices ni complementos— el traslado del foco de autoridad política en una democracia.