“Este resultado precario ha dependido de la falta de ideal a que me referí la primera vez que levanté mi voz humilde en este noble recinto. La falta de ideal es causa del predominio de los intereses del momento sobre los intereses permanentes, y la verdadera labor diplomática consiste, precisamente, en procurar el predominio de éstos sobre aquéllos”. (Américo Lugo)
Como se explicara en la entrega próximo pasada de esta columna, la prensa latinoamericana, y muy especialmente la argentina, se hizo eco con gran despliegue del memorable discurso de Don Américo Lugo en la IV Conferencia Internacional Americana celebrada en Buenos Aires precisando sus elevadas consideraciones en torno al concepto de “Bienestar general” que como punto último, impreciso y hasta cierto punto marginal, hacía parte del programa del referido cónclave internacional.
En su edición del 22 de junio continuaba refiriéndose el diario La Nación a la resonancia de tan elevada intervención, al afirmar: “en la tranquila placidez que caracteriza las sesiones del pan-americano, ha resonado, como una amenaza detonante contra los formulismos del protocolo, el discurso pronunciado por el delegado de Santo Domingo, señor Américo Lugo, sobre la cláusula del programa referente al «bienestar general”. No es que el distinguido orador se propusiera romper con proposiciones demoledoras la parsimoniosa severidad de la asamblea; y acaso sus colegas no habrían pasado por las tribulaciones con que los agitó su palabra ardorosa y vibrante, si hubieran podido conocer de antemano el texto íntegro del inquietante discurso”.
Y tiempo después, en su edición del 2 de septiembre de 1910, a poco de clausurarse la IV Conferencencia, volvería sobre el tema, afirmando: “«Pero esto no quita que en esas reuniones se formule el ideal. Así lo hemos visto en la que acaba de terminar, y por cierto con noble altura de elocuencia. De la hoya del Caribe lejano, como otrora el palo florido al encuentro de las carabelas descubridoras, vino boyando a la azarosa libertad de las corrientes, un indicio de las Américas futuras”.
2.- La prensa norteamericana, su sesgada interpretación del primer discurso de Don Américo y su segunda y memorable intervención
No obstante las elogiosas consideraciones que en el ámbito latinoamericano mereció la bien ponderada intervención de Don Américo, la prensa norteamericana, por el contrario, consideró que la misma se había pronunciado para contrariar los intereses de la gran potencia del norte, esto sin reparar, en que tras su intervención, la delegación norteamericana, en la persona de sus delegados Mr. White y el Sr. Bassett Moore fue de las primeras en felicitar efusivamente al connotado intelectual dominicano.
No conforme con ello, la misma llegó a afirmar que se debió a veladas sugestiones de Don Américo la postura que en la Conferencia adoptó la República de Venezuela, defendiendo el derecho de todos los miembros del consejo directivo de las Repúblicas Americanas, por igual, a ocupar la presidencia de dicho órgano y se extrañaba de la actitud hostil del delegado dominicano.
Cabía esperar en aquellos momentos, ante tan infundada interpretación de los propósitos que dieron origen a su intervención y ante el cuestionable silencio al respecto por parte de los responsables de dirigir la Conferencia, una réplica elevada y vehemente de Don Américo, pero sobreponiéndose a lo que pudo ser su inicial inclinación, pidió por segunda ocasión la palabra para nueva vez sorprender y conmover al auditorio con otra pieza memorable donde puso de relieve sus más arraigadas y elevadas convicciones americanistas, esto sin omitir cuestionar el silencio de los organizadores ante las precisiones que había solicitado sobre el concepto de “ bienestar general”.
Así se expresó, por segunda ocasión, el digno representante dominicano:
“Una razón poderosa fuerza mi natural timidez a pediros la palabra. No voy a hablar de los cargos injustos de cierta prensa que sin comprender el alto espíritu de mi proposición sobre bienestar general ha querido ver en ella un mezquino propósito de hostilidad contra un país determinado cuya delegación, mejor inspirada, ha sido una de las primeras en felicitarme en privado.
Más atención merecerían los comentarios a que, en cierto círculo oficial, ha dado lugar el haberme atribuido esa misma prensa iniciativas ajenas; pero abrigo la esperanza de que cada delegación, en el informe que ha de presentar a su gobierno, pondrá las cosas en su punto.
Tengo tranquila conciencia de haber cumplido con mi deber sin hostilizar a nadie, de que mi palabra, en el seno de las comisiones, sólo ha tenido acentos de concordia. He rendido homenaje a la competencia técnica o al juicio eminente, dando forma a proposiciones atinadas del señor presidente y otros; y he besado cada vez que la he tenido al alcance de mis labios, la mano de Cuba, hermana entre hermanas.
De lo que quiero hablaros es del silencio elocuente y profundo de la comisión de programa, sobre la interpretación que yo pedí. Creía yo que cuando la proposición de un delegado era enviada al seno de una comisión; ésta tenía el deber de darle una respuesta a la Asamblea.
Parece que estaba equivocado y que queda a discreción de las comisiones el opinar. La delegación paraguaya, tan altiva como su nación, formuló varias proposiciones interesantísimas en favor del bienestar general, sobre las cuales recayó dictamen de la comisión correspondiente.
Acato, como superior decreto, la conducta de la comisión respecto de lo que propuse: su silencio es voz de la Asamblea y la Asamblea tiene plena soberanía. Pero es lástima que no se prestase atención a mi demanda.
Terminamos nuestras tareas sin gran entusiasmo; hemos firmado unas cuantas resoluciones y convenciones forjadas en el molde clásico de los «tratados de amistad, comercio y navegación,» y muchos se preguntan en lo secreto de sus conciencias si ello era todo lo que convenía hacer y lo que se podía haber hecho en bien de la comunidad americana.
Nuestra obra, si bien estimable, no tiene aspecto continental, ni contextura de época, ni sello de posteridad. Veinte naciones reunidas no han podido realizar uno solo de los trabajos de Hércules.
En arbitraje, poco hicimos a pesar del insigne Gonzalo Ramírez; detrás de Europa quedamos en materia de propiedad intelectual, y por ninguna parte deja la Cuarta Conferencia Pan-Americana, una huella realmente victoriosa en el camino del progreso.
Este resultado precario ha dependido de la falta de ideal a que me referí la primera vez que levanté mi voz humilde en este noble recinto. La falta de ideal es causa de predominio de los intereses del momento sobre los intereses permanentes, y la verdadera labor diplomática consiste, precisamente, en procurar el predominio de éstos sobre aquéllos.
Respeto los escrúpulos que suscita siempre el abordar cuestiones puramente políticas en el seno de estas asambleas; pero tal respeto no excluía, a mi juicio, el deber de realizar nuestros trabajos con un superior sentido de internacionalismo.
El verdadero fin de estos congresos es constituir entre los países de América una sociedad de naciones, y crear para ésta una legislación internacional común y órganos judiciales y ejecutivos propios y eficaces que acordando leyes internas, suprimiendo aduanas, disipando desconfianzas y engendrando afectos, permitan a la comunidad americana obtener la seguridad nacional, la justicia uniforme, la paz indispensable, una salud pública permanente, el abaratamiento de productos, una buena experimentación científica y una gran difusión de la enseñanza.
Y ello sería para estas conferencias objetivo tanto más natural y plausible, cuanto que la comunidad política internacional de los pueblos de América está indicada por su comunidad étnica y geográfica. Resalta la conveniencia de estudiar en estas reuniones la posibilidad de tal asociación; lo que no acierto a ver es que semejante estudio pueda entrañar, como algunos suponen, peligros de ningún género.
Esa asociación internacional científica presupondría una confederación previa entre los estados latino-americanos, ya total, ya subdividida en dos grupos: el de los estados de la América Central, México, Centro América y las Antillas, y el de los estados sud-americanos. Ambas confederaciones, junto con la norte-americana, constituirían la gran sociedad internacional de América.
Así ésta se apartaría de la fatal pendiente a que la arrastra el mal ejemplo de los estados europeos; y salvo las fuerzas de mar y tierra indispensables a su seguridad, emplearía sus recursos en sostener, no la paz armada, sino la paz cristiana.
De otro modo estas reuniones lústrales, por cordiales que parezcan, no impedirán que el seno juvenil de América se agite y se agoste en la lucha por la hegemonía entre los pueblos de origen latino y en la disputa de predominio entre Norte y Sud-América.
Del estudio reposado de la posibilidad de tal asociación habría surgido el ideal de que hablé. La sola aspiración a ese ideal habría fecundizado los ideales parciales de carácter económico que entrañaba el programa que acabamos de realizar, y entonces se habría visto claro cómo la proyectada reunión de jurisconsultos en Río de Janeiro, por ejemplo, no es sino una vaga expresión del anhelo hacia una legislación internacional común pública y privada; cómo el principio de arbitraje que acabamos de consagrar una vez más no es sino la satisfacción engañosa, mediante un mero paliativo, de la necesidad que sentimos los americanos todos de organizar la justicia internacional uniforme y una fuerza policial que la sancione por igual.
Regadas por el caudal purísimo del ideal, estas pequeñas plantas de invernadero diplomático que acaso no florecerán, habrían surgido espléndidamente del seno de la tierra generosa como encinas poderosas y eternas. Séale permitido a la República Dominicana formular un voto porque se realice en breve una científica asociación política internacional entre los pueblos de América».