Dice Cucho Álvarez que Angelita de los Ángeles del Sagrado Corazón de Jesús Trujillo Martínez había sido escogida, cuando apenas tenía diez y seis años, como reina de la llamada Feria de la Paz y Confraternidad del Mundo Libre por el comité organizador del evento. De la misma manera se escogieron, entre lo más granado, lo más selecto, distinguido y espumoso de la sociedad las primorosas damas de compañía y sus primorosos acompañantes. Con el mismo mecanismo se designó al nombrado Nene Trujillo (coronel Luis Rafael Trujillo, hijo póstumo y adulterino del padre la bestia), como chambelán de la reina. El mismo procedimiento se aplicó para designar a Joaquín Maldaguer como poetiso del reino. Los eventos tomaron entonces, como dice Crassweller, un pintoresco colorido, una coloración dinástica, que se haría particularmente notoria durante la ceremonia de coronación.
Uno de los acontecimientos más publicitados de la época tuvo lugar a mediados de agosto de 1955 en lo que entonces se llamaba Parque Ramfis (el actual Parque Hostos). Hasta allí llegó la designada reina, investida de solemnidad, todo un derroche de pompas y circunstancias como no se había visto antes por estos lares, pompa y solemnidad, Allí fue recibida Angelita y su nutrido cortejo, sus numerosos acompañantes, por una multitud que probablemente la aclamaba sin cesar. Allí recibió ceremoniosamente las llaves de la ciudad, una ceremonia formal, impresionante.
Para llegar al lugar se había escogido la vía menos expedita, un itinerario diseñado para alargarse y demorarse todo lo posible y rendir el más aparatoso y desproporcionado homenaje a la agraciada Angelita durante todo el trayecto.
Como punto de partida se designó el puerto de Haina, uno de los dos puertos con que cuenta la ciudad, el más cercano a San Cristóbal, la patria chica de la bestia, la cuna del benefactor, la tierra donde la bestia tenía sus enormes fincas, sus hatos ganaderos, sus casas de recreo, su favorita casa de caoba.
En el puerto de Haina, Angelita y su séquito fueron recibidos con todos los honores a bordo de un buque de vapor que emprendió un corto viaje a lo largo de unos diez kilómetros frente al litoral de la ciudad hasta llegar al lugar designado. Pero aparte del barco, había varias naves de guerra patrullando frente a la franja costera y había aviones de guerra que sobrevolaban a alta velocidad, que sometían a los habitantes de la ciudad a ruidos atronadores, y había seguramente muchos curiosos que contemplaban el espectáculo desde el malecón. En esa ocasión Angelita llevaba una chaqueta marinera blanca que ostentaba el rango de capitán, pero por fortuna no estaba al mando de la embarcación. El viaje proseguiría en un convertible blanco, y la capitana Angelita, de pie, con una escolta de fieros motoristas en derredor, saludaría a sus admiradores.Una multitud congregada en el mencionado Parque Ramfis la recibiría con inmenso júbilo y algarabía. En ese lugar recibiría en sus manos las simbólicas llaves de la ciudad y pronunciaría algunas palabras que Crassweller tacha de incongruentes, disparatadas, que no tenían nada que ver con la situación, fuera de contexto en medio de aquella algarabía. Algo en relación con la construcción de una casa de retiro espiritual para mujeres.
La ceremonia de coronación, durante la noche del 20 de diciembre, fue mucho menos ruidosa, más solemne, y no le resultaría quizás muy placentera, al menos físicamente. Sería una especie de merecido vía crucis, una caminata seguramente extenuarte.
Una alfombra roja, de rojo vino, de unos cuatro pies de ancho, había sido dispuesta en el malecón, la Avenida George Washington, desde lo que era entonces la estancia Ramfis y hoy es sede de la Cancillería hasta el Teatro Agua y Luz Angelita, a más de un kilómetro y medio de distancia en línea recta. Angelita recorrería a pie ese trayecto enfundada en un traje y una capa, un traje bordeado con cálidas pieles de armiño y una larga capa de cuello alto enrollado y larga cola que arrastraba por todo el camino con ayuda de ocho pajes. Caminaba Angelita probablemente con paso inseguro y los pies adoloridos por la avenida George Washington sobre una alfombra roja. Un paso, otro paso, cada paso más difícil que el anterior. Así se desplazaba Angelita, su numeroso séquito de ciento cuarenta personas en lenta y ceremoniosa procesión, sus damas y damos de compañía ceremoniosamente en procesión.
Al final de la difícil caminata estaría agotada, a pesar de su mocedad, y se acercó con infinito alivio y cautela al trono de satén blanco que la esperaba en el Teatro Agua y Luz junto a una multitud de cortesanos. Alguna vez habrá tropezado, en ocasiones habrá pisado el pesado vestido, tal vez trastabilló a veces.
Finalmente su tío Negro Trujillo, el putativo presidente de la Res pública, depositaría en su cabeza la corona y se inclinaría cortésmente con la más apropiada reverencia. Angelita se había convertido en reina y los presentes aplaudirían frenéticamente. Se produciría un estallido de júbilo y aplausos.
Todo ocurrió frente a un escenario de aguas danzantes y coloridas: la plataforma de juegos cambiantes de aguas multicolores del teatro que llevaba su nombre.
Después llegó el turno de los poetas, poesía y poetas a granel, un recital poético que debió resultar tan aburrido como interminable, poetas que cantaban a la reina con horripilantes versos por encargo y convirtieron la ceremonia de asunción en un suero de miel de abejas.
Los versos de los diferentes autores que leyeron sus poemas esa noche parecían intercambiables y su único propósito parecía ser, en uno más que en otros, el elogio de la desmesura y no se diferenciaban ni siquiera en los títulos:
Luis López Anglada, un poetastro y militar español, recitó una Canción de paz de amor a Angelita primera, Manuel Rueda recitó un Canto de paz a Angelita primera, Eurídice Canaán recitó un Canto a su majestad Angelita primera, Pedro René Contín Aybar recitó un Canto a su graciosa majestad Angelita primera, Joaquín Maldaguer recitaría uno de sus bodrios…
Después, por fin, empezaría el baile de inauguración que todos esperaban, un baile con comidas y bebidas que parecían emanar de un surtidor inagotable.
Allí se encontraba, como dice Cucho Álvarez, lo más selecto de la sociedad dominicana. Caballeros y damas y damiselas escogidos de entre lo más apreciado y distinguido de la época. Cortesanos y cortesanas, pero también hijos e hijas de cortesanos y cortesanas que pocos años más tarde estarían en buena parte involucrados en el movimiento clandestino 14 de junio. El llamado complot que empezaría a ser descubierto en el año 1960, cuando el final de la bestia estaba por llegar.
(Historia criminal del trujillato [155])
Bibliografía:
Virgilio Álvarez Pina, “La era de Trujillo: narraciones de Don Cucho”.
Robert D. Crassweller, “The life and times of a caribbean dictator”.