La tesis del principio de oportunidad como potestad reglada no es pacífica en doctrina comparada, y en todo caso, defenderla con éxito persuasivo puede resultar una tarea argumentativamente compleja, sobre todo cuando se enfrenta una comunidad de operadores jurídicos mayoritariamente formalistas, o con intereses que distan mucho de lo académico, aunque a la fecha de esta serie de artículos ninguno de mis colegas inconformes con estas ideas se ha atrevido a decir esta boca es mía para contradecirme públicamente, de lo cual, tampoco es que me quejo.

En cuanto a lo primero, citemos como ejemplo al siempre admirable y querido por tantos dominicanos, Alberto Binder, para quien “la “oportunidad reglada” como síntesis- es una, y no precisamente la más productiva, forma de analizar este tema”, entendiendo él “por oportunidad reglada la mixtura que surgiría de abandonar la rigidez de la persecución obligatoria, pero a la vez sujetar los casos de selección a una legalidad estricta. No hay ganancia en esta forma de pensar, que asume la supuesta legalidad (obligatoriedad) como un “dogma” de la persecución penal: de ese modo la adopción de normas de oportunidad no implicaría abandonar el principio de legalidad sino redefinirlo.” (2014: 424)

Con el reconocimiento de que es una forma productiva de analizar el tema -aunque no la más productiva según su parecer- ya siento que estamos ganando, pues este importantísimo tópico representa uno de los grandes vacíos en la literatura jurídica nacional, y que solo recientemente se le ha prestado atención por las tensiones que ha generado por su tratamiento en la ola de mega procesos penales del último lustro judicial. Pero no me voy a conformar con ese trivial incentivo.

En la crítica de Binder, referente a que el abordaje del tema de la oportunidad como potestad reglada pretende una sujeción de los casos de selección a una legalidad estricta, su incorrección reside en la adopción de un anticuado y ya superado concepto de discrecionalidad administrativa, al entender como antinómica la coexistencia de elementos reglados y elementos discrecionales en una misma potestad, como desde hace ya más de medio siglo lo vienen explicando en armonía múltiples administrativistas, como Garrido Falla (1954), García de Enterría y Fernández Rodríguez (1993).

La técnica administrativa moderna nos enseña que tal oposición rígida entre actos reglados y actos discrecionales, más que una idea descontinuada, es una falacia. Es importante entender que la existencia de una potestad discrecional depende de la ley, pues es la ley su título habilitante, no así la ausencia de regulación o algún accidente normativo como las lagunas. En ese sentido, Ríos Álvarez ha escrito que “la discrecionalidad no es un poder desvinculado de la ley -no es una potestad ejercida en reemplazo de aquella-, sino, por el contrario, una facultad concedida y regulada por la norma positiva; una parte -no enteramente determinada, pero parte al fin- de la legalidad, inserta en el tejido del ordenamiento jurídico y en los principios que lo sustentan” (1982:402). Por esto constituye un “lugar común” en nuestros días sostener la inexistencia de actos puramente discrecionales (Marín Hernández: 2007: 162), sobre todo en el ámbito judicial (Aaron Barak: 2021: 63)

El propio Binder acepta que el principio de oportunidad constituye un “conjunto de reglas flexibilizadoras de la obligación de ejercer la acción pública y su indisponibilidad una vez ejercida”, llegando a expresar que “ya no se puede sostener que exista un principio de obligatoriedad en el ejercicio de la acción penal, tal como lo entendía la legislación francesa. Existe, eso sí, un marco legal para encuadrar la selección de casos(2014: 424).

Respecto de lo cual estoy de acuerdo, pues estas ideas resultan plenamente compatibles con la argumentación que vengo desarrollando al postular el principio de oportunidad como una potestad reglada, que por igual pude etiquetar sin alterar el sentido de mis ideas como principio de oportunidad como potestad discrecional cargada de elementos reglados, pero no exclusivamente discrecional ni exclusivamente jurídica. Tal modificación del membrete haría indistinto el mensaje, pues al fin y al cabo se trata de una potestad intervenida y modulada por una regulación positiva (CPP), que aunque sucinta o mínima -en comparación con otros institutos procesales-, ilustrada por sus valiosas razones subyacentes (ultima ratio) y la concreción de los principios de transparencia, objetividad y racionalidad, que a su vez imponen reglas y presupuestos que articulan un régimen de garantías, como condición de validez de la decisión de renunciar al ejercicio de la acción pública y la forma de hacerlo, por eso también el control judicial habilitado en estos casos. Y ciertamente, todo esto implica una redefinición o reinvención estructural del principio de legalidad, que en el caso de República Dominicana se encuentra positivizado en el artículo 30 del CPP, precisamente bajo el membrete “obligatoriedad de la acción pública” y en el artículo 170 constitucional como uno de los principios de actuación del MP.

Quienes reniegan este enfoque, no comprenden que “la Administración no se encuentra nunca en una situación de puro poder discrecional o de pura competencia reglada. No existe nunca competencia reglada pura: incluso cuando la Administración está obligada a llevar a cabo un acto, dispone en cierta medida de lo que Hauriou llamaba “elección del momento” (Georges Vedel: 1980: 264), máxime en la materia que nos ocupa, donde si bien predominan criterios extrajurídicos dictados por la política criminal para la selectividad penal, esto sucede siempre dentro de un determinado marco legal, que a su vez es informado por el más alto interés público.

Al menos siete características básicas o generales confirman que la selectividad penal en el ejercicio de la acción pública constituye una potestad reglada en Derecho dominicano, no obstante sus elementos discrecionales, pues nuestro CPP: 1) determina la autoridad competente para su disponibilidad, indicando su obligatoriedad (Arts. 29 y 30); 2) establece el alcance de la disposición o renuncia de la acción penal, es decir, las posibilidades fiscales de forma concreta; 3) ordena que se haga mediante dictamen motivado; 4) establece un marco temporal para ejercer esa disposición de la acción, pues necesariamente antes de que se ordene la apertura a juicio; 5) fija un procedimiento respecto de cada criterio conforme al régimen de garantías del debido proceso (Arts. 34-48, 363-368 y 370.6); 6) impone que la adopción del criterio tenga objetivos determinados por el interés público ponderables con el sacrificio que implica; y 7) no obstante escapar de los poderes del juez fiscalizar los aspectos extrajurídicos o de conveniencia de la decisión fiscal, se somete expresamente a su control jurisdiccional todas las condiciones anteriores y otras también normativas. ¿No son estos suficientes elementos para considerarla una potestad reglada?

Para explicarlo con las palabras de Hugo Alberto Marín Hernández en su magnum opus “Discrecionalidad administrativa”: “el mencionado núcleo de oportunidad viene siempre rodeado de un cinturón de legalidad, o, para ser más rigurosos, de juridicidad -en cuanto constituido no sólo por la Ley, sino por el Derecho en su conjunto-, con lo cual no puede más que coincidirse con la afirmación en el sentido de que “lo legal -podría decirse- es oportuno y todo lo ilegal inoportuno” [Fernández Farreres], es decir, que no es correcto oponer oportunidad a juridicidad, dado que la utilización de criterios extrajurídicos de decisión no tiene por qué ser ni ajena ni contraria a Derecho sino que, por el contrario, los dos aspectos en mención acaban por imbricarse e influirse recíprocamente , al punto que “afirmar que puede haber actos legales inoportunos y, a la inversa, actos oportunos ilegales podría considerarse tanto como afirmar que el concepto de interés público es ajeno al bloque de legalidad” [Ibid]” (2007: 182)

En conclusión, en cuanto a la selectividad penal de perseguir o no el hecho punible, ni el margen de discrecionalidad con que debe contar el MP para la eficacia o utilidad de su potestad,  ni la imprecisión o apertura de sus reglas con el empleo de conceptos jurídicos indeterminados, ni la vaguedad en el lenguaje del legislador respecto de la regulación de los presupuestos aplicables, desnaturaliza su carácter reglado ni elimina el control judicial mandatorio sobre cada decisión casuística de renuncia al ejercicio de la acción penal pública. Estas posibles características de la reglamentación corresponden precisamente a la formulación de una política criminal a nivel legislativo que -aunque trascendental a ese nivel regulativo- apunta a flexibilizar el ejercicio de esta potestad, pero no a liberalizarlo de forma incondicionada ni mucho menos, máxime respecto de crímenes de especial cualificación por la gravedad del hecho, dada la importancia de su afectación en los bienes jurídicos vulnerados (Vgr. la vida, la dignidad, la infancia, la libertad sexual, el orden socioeconómico, etc).

En innegable consideración de ideas similares, me parece que escribe la profesora Alba Rosell Corbelle en su reciente obra “El principio de oportunidad en el proceso penal: entre el derecho y la política” (2023), al expresar que “[e]n lo que concierne a los delitos de corrupción y económicos, su efectiva persecución resulta indispensable para el mantenimiento de la confianza social en la integridad del sistema político y socioeconómico, por lo que resulta harto difícil imaginar en la práctica una ausencia de interés público que pueda justificar la elusión de la exigencia de responsabilidad penales por su perpetración. En ellos el interés público de persecución debe entenderse presente, por su valor para la preservación en la integridad del Estado social y democrático de Derecho, lo que conduce a descartarlos del ámbito objetivo de aplicación del principio de oportunidad” (2023: 366). Este mismo tratamiento es postulado por esta autora respecto de las “personas de relieve público”, al abogar que “[d]ebido al mismo motivo, de necesidad de conservación de la confianza social en el sistema de convivencia, resulta altamente desaconsejable la dispensa del beneficio de la oportunidad”, con lo cual no puedo estar más de acuerdo, especialmente al pensar en la realidad institucional del Ministerio Público de la República Dominicana y en las probabilidades de una real restructuración orgánica o reforma integral a mediano o corto plazo que me permita renovar mi opinión sobre el perfil histórico y presente de sus representantes.