En mi artículo anterior, abordé la importancia de la formación previa del profesorado para que este pueda acometer sus funciones como guía y propiciador de espacios deliberativos. El bajo desarrollo de esta formación está relacionada con las deficiencias lectoras de los docentes, como arrojan, entre otros estudios, el llevado a cabo por las investigadoras Berenice Pacheco-Salazar y Cristina Amiarma-Espaillat (https://revistas.isfodosu.edu.do/index.php/recie/article/view/601/462).
Uno de los principales escollos para enfrentar este problema ha sido que, durante décadas, hemos minimizado la importancia de la formación experta en beneficio de un “fetichismo metodológico”. Con una mentalidad cartesiana, hemos creído que el problema del conocimiento se reduce a la adquisición de reglas, en este caso, pedagógicas. Hemos coqueteado con una variopinta cantidad de recursos, técnicas, enfoques, talleres, jornadas pedagógicas y asesorías internacionales que nos explican lo que ya sabemos, desestimando que el conocimiento especializado se complementa con la formación metodológica, pero no al revés.
No es casual que la experiencia universitaria de la sociedad dominicana haya estado cargada de programas docentes dirigidos al entrenamiento pedagógico de un personal carente de experticia, mientras se ha descuidado la incorporación de expertos extranjeros y nacionales al ejercicio de la docencia.
Al mismo tiempo, el Estado dominicano ha carecido de una política integral de lectura y prácticas de investigación a nivel nacional que intervenga en los entornos cotidianos de nuestra infancia y adolescencia con el propósito de crear agentes lectores y, con estos, potenciales docentes. Estas políticas son necesarias como medidas de corrección de nuestro sistema educativo.
Invertir en equipos tecnológicos para la docencia o en entrenamientos metodológicos sin una desarrollada formación previa de los docentes, se asemeja a invertir en el equipamiento de una lujosa cocina entregada a un personal que no sabe cocinar.