Cada día nos cuesta más la libertad, aquella que surge precisamente cuando el descernimiento nos guía a elegir entre una cosa y otra según nuestro razonamiento. Esta voluntad cuasi autónoma que teníamos, hoy se ve arropada por el peso de ciertas estrategias de un grupo económico y por la presión social que nos lanza regularmente hacia decisiones poco necesarias y que no nos pertenecen. El consumo sin lógica viene como nieve que rueda y crece, de forma voraz y sin tregua, sepulta bajo su peso a la elección consciente.
Quienes controlan el capital manejan también el poder de influir en nuestras vidas, utilizando el marketing y la publicidad para penetrar en las mentes de las masas y moldearlas a su conveniencia. Marcan pautas, dictan reglas y, con una precisión casi imperceptible, condicionan el comportamiento colectivo sin que lo advirtamos. Nos conducen por caminos diseñados para servir a sus intereses, mientras nos hacen creer que nuestras decisiones son libres. Así, nos mantienen cautivos bajo la ilusión de estándares universales: la belleza ideal, el éxito seguro y la felicidad comprable, convirtiendo estas ficciones en verdades que gobiernan nuestras acciones y deseos.
El día que el deseo mate a la necesidad… Será el instante cuando nos vistamos de diamantes brillantes, aunque seamos fríos e insensibles. Un eco hueco comenzará a retumbar, replicándose sin cesar, hasta convertirse en el patrón dominante. Será así como el deseo, artificial e insaciable, tomará el lugar de la necesidad genuina, enterrando bajo su fulgor lo esencial, lo humano y lo auténtico. Allí, olvidaremos para qué compramos, por qué queremos, y nos convertiremos en espejos que reflejarán los anhelos impuestos.
¿Qué sociedad estamos construyendo bajo este círculo vicioso del consumismo? Una que se obsesiona con tener más, pero pierde de vista lo realmente importante. Una sociedad donde el vecino deja de importar, el familiar se convierte en un extraño y el amigo se mide por su utilidad.
Vivimos en un tiempo donde el interés personal ha tomado el lugar de la comunión, donde el "yo" predomina sobre el "nosotros". Nos hemos olvidado de que somos seres sociales, conectados no por lo que poseemos, sino por lo que compartimos, por los lazos que construimos.
Bajo este camino, nos espera un futuro fragmentado, vacío de empatía y lleno de competencia. Pero aún hay tiempo para detenernos y reflexionar. Tal vez sea el momento de recordar que lo esencial no se encuentra en lo que acumulamos, sino en cómo vivimos, en cómo nos relacionamos y en cómo cuidamos de quienes nos rodean.
¿Estamos listos para redescubrir el valor de la verdadera comunión antes de que sea demasiado tarde? La respuesta está en valorar el precio de la libertad, reconquistar nuestra conciencia y desafiar la narrativa impuesta por las marcas. La libertad solo pudiera medirse por la valentía de elegir lo esencial sobre lo superficial, de priorizar el ¨ser¨ sobre el ¨tener¨, dígase romper las ataduras invisibles del marketing y vivir con nuestros propios valores y motivaciones.