Clarificar el contenido del poder y la política a partir de la era digital resulta una madeja de ideas e interpretaciones sin sentido, fenómeno que se articula en paradigmas completamente diferentes de la cultura clásica y contemporánea donde abreviaron los grandes hombres y mujeres del pensamiento universal.
El panorama sociológico de hoy en día es totalmente ajeno a lo que representó el Renacimiento, cuya incidencia por más de quinientos años permitió el desarrollo de la ciencia, el arte, la política y los distintos procesos de la industrialización.
Es penoso y lacerante comprobar cómo el objetivo de todo cuanto hacemos en cualquier terreno de la vida busca desvirtuar las informaciones sin importar los mecanismos que deben prevalecer, con tal de que no afecten los valores pedagógicos y profesionales que han servido de coexistencia y dieron extraordinaria fuerza en sus distintas tendencias al mundo.
El universo clásico y moderno están de vacaciones y ya no sabremos si con la era de la inteligencia artificial las generaciones presentes se recordarán de los grandes aportes que legaron a la humanidad los pensadores y escritores fundamentales. La era actual tiene otros cauces que convergen con las formas más arbitrarias del diario vivir.
La vulgaridad ha tomado por asalto el siglo XXI y su tendencia amenaza por arrancar de raíz los criterios de unidad que en toda sociedad deben sobreponerse a la irracionalidad de aquellos que a la fuerza quieren imponer sus criterios sin medir cuestionamientos morales. Para ellos, el poder descansa en la acumulación originaria y el poder de la información.
Debemos aceptar que vivimos una ahistoricidad que espanta y apunta hacia la suplantación de los mitos y dogmas.
Qué falta nos hacen los políticos humanistas y moralistas que, en definitiva, nos enseñaron que el poder político asume por lo general la perspectiva de una sociedad justa que, en definitiva, es la que da soporte a un discurso libre y contribuye al perfeccionamiento del hombre mediante la educación, la civilidad y la oportunidad económica.
¿A dónde fueron aquellos fecundos y espléndidos períodos de la historia en que nos deleitamos tanto con autores como Aristóteles, Platón, Cicerón, Lucio Anneo Séneca, Lope de Vega, Lope de Vega, Enmanuel Kant, Paul Anthony Samuelson y Oswald Spengler, Carlyle y Comte, para citar unos cuantos nombres y que, al beber en sus fuentes, descubrimos e hicimos nuestros sus principios éticos y doctrinarios? ¿También han sufrido la fragmentación de su concepción teórica con respecto a sus formulaciones de contenido cultural?
¿Cómo explicar la supervivencia de estos inmortales autores que nos enseñaron que la democracia es el cultivo principal de la conciencia crítica; que los discursos cuando están penetrados de contenido traducen características especiales; que el poder económico no deben detentarlo unos pocos y que toda sobrevivencia humana constituye un mundo fascinante?
Lamentablemente, esta concepción histórica, política y cultural se fue a pique y no hay muchas posibilidades de que la era de la inteligencia artificial sea la panacea, al instaurar modelos lingüísticos y prácticas antisociales que solo sirven para denostar, calumniar, vilipendiar y detractar, según la importancia del sujeto.
Con la era de la inteligencia artificial también se fue la utopía y nos hemos quedados huérfanos de sueños, de personalidad y transformación revolucionarias, porque también se evaporó el iluminismo de las ideas para dar paso en cierto modo a la anarquía del discurso totalitario.
Esta es una era lúgubre, insidiosa, deformada y tenazmente oscura en su estructura orgánica que ha instaurado el fracaso y aniquilado la filosofía del positivismo, cuyos ejes fundamentales se basaban en los modos de ser del hombre centrado en el conocimiento y en sus afanes de emancipación social, cultural y económica.
Hay sociólogos que le han dado categoría plurinominal a esta era de la inteligencia artificial, llamándola mundonovista, liquidando con ello la posmodernidad, la aureola que explica la magnitud de la imaginación en su multiplicidad creativa.
También la historia, en sus aspectos de memoria colectiva y que almacena y registra la narrativa de los acontecimientos desde el hombre del Paleolítico Superior hasta nuestros días, ha disminuido su marco referencial, el valor autónomo e intrínseco que irradia el estudio de la intelligentsia antropológica. Algo similar sucede con los grupos políticos que ya no son vehículo o correa de transmisión para para mantener un discurso coherente y ser sujetos de credibilidad por sus inconductas cuando llegan al poder.
En consecuencia, con la llegada perniciosa de la era de la inteligencia artificial, la materia prima del ser humano se ha visto menguada en sus valores esenciales como son los casos de los valores éticos y morales y la supremacía de un nacionalismo como fiel reflejo de la realidad social y racional.
Con ello se advierte que el prestigio, la moral y la capacidad de cualquier individuo por poderoso que sea, pueden ser atacados sin el mayor pudor porque los medios de información ya no gozan de limitaciones en cuanto a fundamentos y propósitos; porque cualquier sujeto, por insignificante que sea, puede convertirse en juez y, en nombre de la libertad informativa sin frontera, dictaminar sobre la conducta y los sentimientos de aquellas personas que de una manera u otra juegan un rol importante en el poder o en la sociedad.
Debemos aceptar que vivimos una ahistoricidad que espanta y apunta hacia la suplantación de los mitos y dogmas. La relación entre el sujeto profesional y aquellos que pueden opinar, incluso lo más vulgar, es una quimera; nos hemos dado cuenta de que no se puede contextualizar con aquellos que no quieren o no pueden estructurar un lenguaje ceñido a la buena educación y a un sistema ideológico. Además, la era de la inteligencia artificial adolece, para citar solo un caso, del respeto a la dignidad humana. Y esto ya es grave.