“Qué fenómenos extraños encontramos en una gran ciudad, solo necesitamos dar un paseo con los ojos abiertos. La vida revolotea con monstruos inocentes“ – Charles Baudelaire
Como todos los sábados en la mañana, José Ernesto Oviedo Landestoy se dirige a la Cafetería El Conde para reunirse con sus contertulios en la peña a la que asiste desde hace más de seis años. Con su acostumbrada disciplina para el gozo, el Gordo Oviedo no se pierde ni uno de estos encuentros porque una de las cosas que ha aprendido en la vida es que las peñas son “un remedio infalible contra la depresión, los estados de ánimo pesimistas y las rabias largas” y la Cafetería El Conde es uno de los mejores lugares de la ciudad para tenerlas.
El atractivo de la Cafetería El Conde para estos intercambios de afectos y de ideas se debe no solo a la sombra del árbol centenario que la protege ni a su ubicación como terraza al aire libre en una de las esquinas del parque Colón sino también a la diversidad de personajes que la visita día tras día. Desde sus inicios en 1978 y bajo la constante supervisión de la familia Aybar Dorrejo, el lugar se ha hecho símbolo del caleidoscopio que es la Zona Colonial. Su alias, El Palacio de la Esquizofrenia, proviene de las generaciones de artistas e intelectuales que la han convertido en refugio breve pero imprescindible. El Palacio ha recibido a figuras como Manuel del Cabral, Chito Henríquez, Elsa Núñez y Roberto Cassá para mencionar solo unas cuantas huellas ilustres. Pero no se confundan, la Cafetería El Conde no es un espacio de élites sino de diversidad. Sentarse en ella nos recuerda que la razón de ser de las ciudades es el poder estar al lado de la gente a nuestro alrededor y, a la vez, disfrutar estar en nuestro propio espacio usando las líneas invisibles del respeto mutuo. Las mesas prácticamente se tocan, la gente interrumpe sus conversaciones para saludar a gente en otras mesas y, sin embargo, cada quien está en su propia islita de libertad de 4 sillas.
Sea Mayí hablando de su vida en Francia, el Chino Bujosa con su cámara al hombro o mi madre pidiéndole su club sándwich favorito al Chino, las generaciones de mediados del siglo pasado dicen presente. Pero el Palacio crece y se rejuvenece con las familias con sus bicicletas y cochecitos de rigor, la juventud de hipsters yendo o viniendo de las cuchucientas exposiciones y bares de la Ciudad Colonial, los grupos de estudiantes haciendo tours educativos y las y los hijos y nietos que continúan la tradición de desayunar los domingos en este lugar mágico. Como dice el Gordo Oviedo, hay un “cordón umbilical de cariño” que hace regresar a la cafetería a las familias que dejaron el área después de la Revolución del ‘65 y así mantienen vivo su vínculo con la Zona.
La Cafetería El Conde da su bienvenida democráticamente a todo el mundo y democráticamente muda la piel con cada oleada de habitantes temporales. Los domingos en la mañana podemos ver los hombres maduros, puro en mano, resolviendo todos los problemas de la realidad nacional e internacional. Los días de semana el espacio se satura con los colores intensos y las palmeras perseverantes de turistas sonrientes en sus recorridos de la Ciudad Primada de América (primada europea porque hay que ver lo impresionante que era Tenochtitlán). En las noches artistas de la pintura, el teatro o la literatura se hacen los incógnitos y se sientan al lado de las parejas en chulería y las amistades haciendo un receso para coordinar el próximo paso de la salida (¿Parada o La Resistencia? ¿El Canario o Plaza España? El ser o no ser de la nocturnidad está en juego).
La democracia del Palacio de la Esquizofrenia acoge también a sus representantes: ministros esperando el inicio del Te Deum o funcionarios municipales que pasan antes o después de ir al Palacio Consistorial. Incluso presidentes y expresidentes como Nicolás Maduro, Álvaro Colom y Fernando Henrique Cardoso lo han visitado para saludar a la tertulia favorita del Gordo Oviedo. Esta democracia también es una “oficina” en la que cada habitué puede sentarse y “despachar” con las amistades que van llegando. No se sabe quién llegará ni a qué hora, pero es seguro que verás a gente conocida y querida y así se mezclan el placer de la sorpresa con el de la familiaridad.
Este ícono urbano también es perfecto para una de las actividades favoritas del género humano: observar a nuestros semejantes. En la Cafetería el Conde somos flâneurs a la Walter Benjamín, observando la ciudad en detalle, pero con la ventaja de que ella y su gente vienen a nuestro encuentro. Ese día puede ser el perico ripiao que en vano intenta tocar más de tres canciones, el mariachi ocasional o la chica disfrazada de indígena, caminando con aplomo, maquillaje rojo en todo el cuerpo y una corona de plumas en la cabeza que las indígenas nuestras nunca vieron ni usaron. Así que ya sabe, dese ese placer y salúdeme al Chino, a Elvira, a Alfredo y a Abreu o al mismísimo Gordo Oviedo si lo sorprende en su ritual sabatino para la alegría.
Este artículo fue publicado originalmente a finales del 2016 en la desaparecida revista Zoneo editada por Miguel Piccini y lo reproduzco hoy casi sin cambios como fue mi primera crónica urbana y en homenaje al Gordo Oviedo.