Karl Jasper afirmó que en todo niño hay un filósofo. Solo que al crecer y hacerse adulto el filósofo que lleva dentro se muere. Decía que las preguntas que los niños hacen son preguntas metafísicas. Cuando preguntan por qué se mueren las personas, cómo llueve, a dónde desembocan los ríos, cómo se producen la noche y el día, cómo pasa el tiempo o envejecemos…, están haciendo preguntas filosóficas –o metafísicas. Lo que les ocurre a ellos es que los padres y los adultos les matan la metafísica interior. Afirmó este filósofo existencialista alemán que en el loco, en el salvaje y en el niño hay un filósofo o un sabio, pues sus preguntas, desde el reino de la fantasía, la irracionalidad, el absurdo o la sinrazón, tienen un sustrato filosófico. Solo que no podemos comprobarlo o saberlo, ya que vemos la locura, la inocencia y el pensamiento salvaje desde la razón, la lógica y el orden. Nos preguntamos cómo es la locura desde la racionalidad, pero no cómo es la razón desde la locura (“Siempre hay algo de razón en la locura”, dijo Nietzsche). También buscamos una lógica al juego infantil, a la fantasía del niño, desde la razón adulta, pero nunca lo hacemos en vía contraria (para los niños, el juego es trabajo). Los niños siempre preguntan, pocas veces responden y, por tanto, son como los sabios y como los filósofos; de ahí que la filosofía nos enseña a preguntar, y a hacernos preguntas de las cosas, los fenómenos y sus causas. El filósofo pregunta, como el niño, y el científico responde. La historia de la filosofía es pues la historia de las preguntas, de las mismas preguntas que han deslumbrado al hombre y que en el niño, por su inocencia, se vuelven mágicas y sabias. A esa pregunta inicial, primigenia, sobre el origen de todo lo existente, al que los antepasados griegos llamaban argé (arché, arqué, arjé o arkhé), no era más que el principio de las cosas, el origen del universo o primer elemento (agua, en Tales; átomo, en Demócrito; número, en Pitágoras; aire, en Anaxímenes; fuego, en Heráclito o ápeiron, en Anaximandro).
Quizás el filósofo más original sea el niño porque es inocente, pues este penetra en las profundidades de las cosas, en el sentido del mundo y de la vida, no sin inocencia. Los niños tocan el fondo de las certezas, en los orígenes de las cosas, sin conciencia. No tienen conciencia de su yo ni conciencia de su ser (y acaso por eso temen tanto a la muerte), y por esa razón tal vez sean más originales. También porque se asombran como los filósofos. Es decir, nunca pierden el sentido del asombro, esencia y origen de la filosofía misma.
Los niños solo creen en lo que ven y son capaces de preguntar qué había antes del principio de la vida y del mundo. Hay pues una filosofía de los niños. O, más bien, ellos tienen una filosofía de vida: filosofan siempre. Buscan la verdad y dudan siempre, por tanto, entran en la esencia de los problemas fundamentales de la filosofía, que anidan en la duda. La genialidad filosófica la pierden al crecer. Con la pérdida de su ingenuidad, caen en convicciones, opiniones, certezas, miedos y ocultaciones de las cosas por las represiones sociales y religiosas. Ya adultos, dejan de preguntar y olvidan todas sus preguntas, y ahí mueren sus ingenuas inquietudes, lo cual es una lástima. Los niños nunca mienten, y siempre dicen la pura verdad. El espíritu infantil produce ideas creadoras que corresponden, sin saberlo, a las grandes ideas filosóficas y a los grandes temas y sistemas del pensamiento filosófico.
Para Jean Jacques Rousseau –quien le dio dignidad al niño y le dio categoría de persona–, lo lúdico, el juego, es el origen del arte. Para Huizinga, el homo ludens creó la cultura, por tanto, el hombre es un ser jugador, que inventó la cultura, y que saltó del salvajismo a la barbarie, y de esta a la civilización, gracias al ocio creativo, al juego creador.
Azorín escribió Las confesiones de un pequeño filósofo para poner al niño en la dimensión del pensador. Y el inglés, William Wordsworth, uno de los padres de la poesía romántica moderna, dijo: “El niño es padre del hombre”, con lo que quiso decir –o significar– que los padres aprendemos de los hijos, y los adultos de los niños. Hace unos años leí que mientras los padres les enseñan a los hijos ciencias, los hijos les enseñan a los padres tecnologías. Ello así pues los niños son el presente (lo nuevo) y los padres, el pasado (lo viejo), o, más bien, los padres son la memoria y los hijos el futuro: experiencia e inocencia, la semilla y el árbol, la raíz y las ramas, el fruto y las hojas. Cuando aparece un nuevo celular, de última generación, son los hijos los que les explican a sus padres su funcionamiento. Pero son los padres los que deben decirles a sus hijos cómo leer, qué leer y cómo descifrar signos verbales, y relatarles los usos y símbolos del pasado. Es decir: mientras los hijos son más hábiles con las imágenes, los padres son más hábiles con las palabras.
Las preguntas de los niños no son retóricas: tienen más sabiduría porque provienen de la inocencia y no de la experiencia, ya que no están contaminadas –o permeados– por la razón. El centro de gravedad de la filosofía, desde su origen, son las preguntas. La curiosidad, el asombro, la pasión, están en la génesis del saber, del conocimiento: de la poesía y de la filosofía. Las preguntas de los niños no pueden ser respondidas por los filósofos ni por los adultos porque siembran un halo de dudas, misterio, perplejidad y ambigüedad. Esas preguntas son las mismas, las eternas preguntas que nos hacen los hijos, que hacen los niños a los adultos y los niños-alumnos a los maestros, y que también han sido las que nos hicimos cuando éramos niños. ¿Cuándo dejamos de hacernos esas preguntas? Nadie lo sabe. Acaso ahí reside la delgada línea que separa la niñez de la adultez, el mundo infantil del mundo adulto. En ese proceso se produce el gran aprendizaje cognoscitivo, el salto del pensamiento mítico (o salvaje) al pensamiento racional. Aprendemos de los niños y estos de los adultos: esa es la lógica de la vida. Los filósofos y los niños preguntan; las máquinas son incapaces de preguntar, pues solo saben responder. El hombre, al nacer, es un niño arrojado al mundo, a un mundo desconocido e incomprendido, en el que el adulto tiene que enseñarle a guiarse: en un mundo nuevo, en una realidad abierta, sensible y compleja. Al nacer y crecer, el niño aprende una lengua, asimila una cultura, hereda un lenguaje, aprende a vivir en sociedad, en comunión, en familia, y en diálogo con la naturaleza.
Nacemos solos y moriremos solos. Nos enamoramos para matar la soledad, disfrutar de la sexualidad y para perpetuar la especie. Pero, aun sabiendo que moriremos, no nos queremos morir nunca: queremos tener hijos, ver nacer a los nietos y bisnietos, verlos crecer, pero sabemos que, así como nacemos, de igual modo, moriremos. Al morir nuestros padres, nos aferramos a nuestros hijos como una forma de atarnos a su memoria: a la tierra, a la vida y al mundo. De ese diálogo, de esa dialéctica padre-hijo, brota el intercambio simbólico de la educación, la transferencia de valores, normas y mensajes para que encarnen en la posteridad de nuestros descendientes.
Todos los niños son pequeños filósofos. ¡Cuánta filosofía, sabiduría y enseñanza hay en El Principito de Antoine Saint Exupery! Es una obra maestra a la vez para los niños y los adultos. Sin ser una obra filosófica, sino una obra literaria, contiene enorme sabiduría. Se puede leer como un relato o cuento filosófico o metafísico, y acaso ahí reside su éxito, perdurabilidad, aceptación, celebración, trascendencia y aplauso como experiencia de lectura. Después de la Biblia, es el libro más traducido y leído del mundo, quizás por las lecciones de sabiduría y mensajes de vida que nos postula y nos presenta. Y acaso, también, porque es una obra para todas las edades, como Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll. Ambos libros son, a la vez, obras de filosofía y de literatura. El danés Hans Christian Andersen –uno de los padres de la literatura infantil–, al escribir sus cuentos infantiles y folclóricos, se convertía en niño: escribía desde la asunción de un personaje narrador infantil. Es decir: se desdoblaba y se transformaba en niño, hasta asumir la psicología, la sensibilidad y la imaginación del infante. Por eso afirman los especialistas en literatura infantil, que alcanzó tal maestría, profundidad y perfección, en sus relatos. De ahí la gracia, la magia y la sabiduría de sus textos, cuya explicación reside en que captó y percibió la fantasía y el mundo de los niños. Otros autores infantiles han escrito y escribieron formidables cuentos, pero no alcanzaron la ternura y la inocencia de Andersen. Por esa razón su carácter imperecedero, su universalidad y su trascendencia, más allá de la idiosincrasia, la identidad, la lengua y la cultura danesas, como en La sirenita, El patito feo, El soldadito de plomo o Pulgarcita.
Los niños son, en síntesis, nuestros padres –como lo dijo Wordsworth (“The child is father of the man”) — porque son los primeros filósofos y porque inventaron el juego, semilla o germen de la cultura humana.