La primera vez que escuché hablar de adicción o del uso de alucinógenos, fue en mi barrio Savica, en Barahona, cuando apenas era un adolescente. Nunca he olvidado la imagen de aquel joven delgado y alto, con rostro de buena gente. Siempre saludaba con una sonrisa, pero no se detenía hablar con nosotros en el grupo de jóvenes que, con frecuencia, nos juntábamos en las esquinas.

De seguro que aquel joven leía, a la distancia, nuestro rechazo a su persona y a su mundo. ¡No fuimos justos! Todos ignorábamos su condición de enfermo. Cosa que comprendimos luego, recorriendo el trayecto de vida. Nos enseñaron a condenar, mas no a perdonar. Nunca he olvidado su nombre. Muy pocos de nosotros conocimos sus apellidos, pues los sustituimos por el nombre del estupefaciente que suponíamos que usaba. Esta era otra forma también de condenarlo.

Con los años, fui conociendo el mundo de los jóvenes engañados, y a sus estafadores, a quienes les venden el infierno como paraíso en la tierra. Pero conocer a ese mundo sin pensar en las madres, que son las principales víctimas, se me hacho imposible. Recuerdo casos conmovedores de esa lamentable vida, la cual ya se ha convertido en materia común y universal en el mundo de las transacciones de hoy.

¡Pobre de la madre que ha perdido su principal fortuna! Ella tendrá dolores, mas no respuesta cierta. Para ella, unos versos que escribí en uno de mis libros: "En cuál punto del trayecto/ de mi largo camino/mis pies no marcaron/ las necesarias huellas/ de su sombra/. Un poema parecido a éste, escribí en Nueva York, titulado "Escalofrío del silencio", cuando subía al apartamento de un amigo, donde me hospedaba, y vi a un afroamericano, en las escaleras, inyectándole sustancia x por las venas a una joven dominicana recién llegada a la gran ciudad.

Al decir de mi amigo, ella era una bella muchacha que había llegado desde nuestro país, pero que ya reflejaba un deterioro de su belleza física. Supongo que ya antes había perdido su vida espiritual y mental.

Mencionaba algunos hechos conmovedores que he visto en el mundo de los adictos; me permito mencionar algunos casos, de los cuales no puedo escribir sin que se me conmueva el alma. He aquí algunos de ellos: viviendo en un segundo piso de un apartamento en el centro de Gazcue – o Gascue – desde el primer piso, alguien mencionaba desesperadamente, bajo la oscuridad de la noche, mi nombre desde el parqueo del edificio. Al acercarme, escuché una voz que gritaba: "Profesor Nino, estoy cercado por este infierno; hago intento por salir de él, pero no puedo…".

Se trataba de un joven, huérfano de madre y con un padre alcohólico, que vivía en una habitación en la zona universitaria, junto su hermanita. Ella terminó su carrera en la UASD y él se perdió en el mundo de la adicción. El segundo caso conmovedor se produjo recientemente en un sector de clase alta. Mi esposa, una de mis hijas y yo estábamos en unas gestiones de la empresa familiar en un sector muy residencial, en el que una casa sobrevive a las grandes torres que se construyen allí. Mi hija se enamoró de la casa y dijo: "Me gustaría comprar esta casa".

Un joven de no más de veinte años de edad que caminaba con prisa, descalzo y descamisado, escuchó la expresión de mi hija y le dijo: "Ten fe, tú puedes comprarla". E inmediatamente, yo me auto presenté, como maestro de la UASD. Y Él, sin detener su rápido paso, me respondió: "Y yo soy simplemente un vicioso que se muere en las calles…". Un minuto después, lo vimos recoger todas las hojitas secas de los árboles que caían como si fueran lluvia.

Antes de escribir este artículo, estaba realizando mis ejercicios de rutina en el parque donde camino y allí me encontré a una amiga de varias décadas. Ella hablaba con otra señora, amiga contemporánea, les puse conversación sobre el título de este trabajo que escribiría para hoy en Acento. Me llevé una gran sorpresa, pues la amiga de mi amiga, me expresó "es como si lo escribieras para mí". Mi vieja amiga no se hizo esperar, diciéndome "es para mí también".

Nadie se escapa en este mundo sin tener a alguien. relacionado o pariente, que no haya sido víctima de la adicción. Sin embargo, nadie lleva la carga tan pesada como la madre que pierde su única fortuna – su hijo – como si fuera una maldición sobre su alma.