"Vemos el mundo una vez, en la infancia, el resto es memoria", escribió la poeta neoyorquina Louis Gluck, ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2020. Estos versos, bien pudieran ser un tratado de filosofía, pues, en pocas palabras, resumen el hallazgo máximo de la experiencia vital de la autora, con el que probablemente intentó descifrar y explicarse el misterio de la vida. Más allá de su valor poético o filosófico, creo que conviene detenerse y considerar el alcance actualísimo de tales versos.
No hay duda que los recuerdos más inolvidables que nuestra memoria registra y aquellos que mantenemos más vívidamente a lo largo de nuestras vidas, suelen ser los de la infancia. Es en la infancia donde atrapamos el mundo y recibimos la materia con la que nuestra conciencia dará forma al espectro de la realidad. La índole y estatura de nuestras vidas, de ordinario, se juegan y deciden sobre el tablero de las vivencias que acumulamos de niños. Es por ello que, a menudo, de la calidad de estos recuerdos depende, en gran medida, el periplo de nuestra existencia y, sobre todo, que como sociedad no retornemos a la barbarie.
No sé cuándo ocurrirá el estallido o si ya ocurrió, pero lo cierto es que una luz oscura se yergue sobre el horizonte de lo que llamamos sociedad: ¿qué recuerdos, vivencias o experiencias podrá atesorar un niño frente a una pantalla, embelesado y atrapado en la telaraña de la ficción virtual? Sin duda no está aprendiendo una lengua distinta a la materna ni a tocar un instrumento musical, para lo cual tendría necesidad, en principio, de estar en compañía de otros niños, esforzándose intelectualmente y expuesto a la tutela de un maestro.
De esa relación inhumana con la tecnología, nacerán el ostracismo y ensimismamiento que conducirán al niño a preferir una perniciosa soledad que más tarde lo incapacitará para relacionarse con el mundo real; además, es muy improbable que, en este ámbito, el niño pueda desarrollar vínculos familiares sólidos o sentir la necesidad de trabar amistades reales. No hay que graduarse de psicología para constatar el criadero de misántropos y potenciales monstruos que está incubándose en el seno de la sociedad actual. En los hogares, las rabietas de los niños son desproporcionadas y espantosas cuando se les quita o niega el uso de los aparatos electrónicos, sin mencionar los graves daños para la salud mental y física que, a la larga, padecerán a causa de la renuncia a los juegos de mesa, actividades recreativas o deportes en grupo. Es evidente que hoy día, o se ignora o se olvida que la suma de la educación helénica consistía en el estudio de la música y la práctica de la gimnasia.
En un futuro cercano, concretamente, el día que los niños de esta generación despierten siendo adolescentes, en el espejo encontrarán un rostro desfigurado, es decir, verán la imagen de un rostro familiar, pero desgraciadamente ajeno, un rostro o más bien una máscara que no les pertenece; y todo porque habrán crecido, despojados del indispensable viaje lúdico que debió ser su infancia. Para entonces, la tramposa tecnología les habrá sustraído el bagaje de memorias que sólo puede acumularse en contacto perenne con familiares y amigos, deformado la raíz primigenia de sus personalidades y ocasionado ese vacío, donde muy probablemente, haciéndose adultos, sucumbirán.
Porque son los otros, nuestros semejantes, quienes, con su negatividad y otredad, nos fuerzan a salir del pequeño reino egoísta que es nuestra mismidad. Todos necesitamos de los otros para aprender y saber estar en el mundo. Son, en definitiva, los defectos ajenos los que construyen nuestras virtudes, y es la tolerancia de la imperfección de los otros, la que nos conduce a la utopía y convivencia ideales.
Finalmente, hay que decir que es triste constatar que esta malsana afición a la tecnología que está adueñándose del espíritu de la infancia, producto de la perezosa capitulación de padres y tutores, está cerrando las puertas, no sólo al desarrollo integral de toda una generación sino a los bellos misterios del arte. Con nuestros niños sometidos y esclavizados por una estúpida pantalla, ¿es siquiera lícito pensar que alguien concebirá y escribirá en el futuro clásicos de la talla de “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust, o “Funes, el memorioso”, de Jorge Luis Borges (por citar sólo dos de los casos más memorables), relatos en los cuales el vasto pozo de la memoria de los escritores, recrea en la vida de los personajes la construcción del tiempo presente a partir de una abundancia prodigiosa de detalles y recuerdos pretéritos… recuerdos hechos de momentos y personas reales, y no de apariencias e ilusiones virtuales?
Ante este panorama desolador, donde pareciera que se ha abandonado a toda una generación en manos de la nociva tecnología, prefiero y quiero ser optimista, y espero o sueño que prontamente un alba incandescente se alce y despierte con su sol de mediodía las conciencias de millones de padres y tutores, y les obligue a devolver a sus hijos la infancia que necesitan y merecen, a saber, una infancia lúdica, pletórica de parientes, amigos, risas, juegos, libros y, tal vez, la música inmarcesible de los sempiternos Bach, Händel y Mozart; un alba como la que ahora asoma en mi balcón y abre ante mí el paisaje como una flor antigua, en fin, un alba como la que ahora mi poema canta:
EL ALBA
La lágrima del día lame
las hojas de los árboles.
El colibrí ahonda en el aire
su milagro trémulo.
En la mano de la luz,
el sol reúne su flor quieta.
Como un desierto azul,
el cielo inmutable crece.
A pesar del paisaje,
una mujer sola
puebla toda la calle.