El espacio del jardín no es un paisaje para el diálogo sino para el monólogo, por tanto, es un lugar de soledad. Metafóricamente hablando, los dioses viven en el campo y los hombres, en las ciudades. Por consiguiente, Dios es un ser que habita en la paz del campo, y el hombre, como ser social, habita en la ciudad: se hace ciudadano para construir la historia. Hace la ciudad y escribe la historia, con sus hechos y sus acciones. En el relato bíblico, primero fue la luz y luego fue la palabra; en el mundo adánico, los hombres hablaban con los animales y con dios, y entre sí. Así se inician el tiempo sagrado y la narración bíblica, en un mundo mágico, donde el hombre se empoderó –y apoderó– de las palabras como imitación de la lengua de los pájaros, de los sonidos de los árboles, del rugido del viento y de los susurros del jardín y del bosque. Luego vino la imitación de la naturaleza –o mímesis, en la acepción aristotélica– para que naciera el arte, el asombro para que brotara la poesía, y de su parto alumbrara la filosofía, madre del saber de los hombres –y de todas las disciplinas que parió.

De la lengua de los pájaros, de su ritmo, de su imagen encantada, nació la posibilidad de su imitación y, por tanto, de su comunicación con el ser humano. Como Adán habló en verso, y Cristo en parábola (la prosa no se conocía ni existía), la poesía se transfiguró en un lenguaje ritmado (casi rimado), como en la Biblia, y en todos los textos sagrados y épicos de la humanidad. En la tradición judeocristiana y bíblica, la caída primordial de Adán en el pecado original se produjo en el jardín, que no es otro que el Edén. Desde el alba del tiempo y desde la aurora de los tiempos, los hombres han sentido la nostalgia de un paraíso perdido, y de ahí su tentativa por reconstruirlo desde la tierra y desde la voluntad profana, en oposición a la voluntad divina. Es decir, por crear un orden social, telúrico, una utopía humana: la sociedad como sucedáneo de un orden divino y como filial del orden celeste. El ideal humano de fundar un paraíso en la tierra es la imagen del jardín. En efecto, el jardín representa una metáfora de la eternidad. En los utopistas del Renacimiento (Moro, Campanella, Bacon) volvió a operarse y anhelarse el mismo ideal, el mismo proyecto onírico, la misma tierra prometida: el gobierno perfecto, la sociedad ideal, la comunidad gregaria, el sistema justo y armónico.

Con la caída adánica se rompe la unidad del ser humano con lo divino: el diálogo se fractura entre el Mundo de Abajo y el Mundo de Arriba, entre el Cielo y la Tierra. Esa unidad perdida ha sido el sueño de los primitivos, de las culturas ancestrales y tribales, por restaurarla, como se expresa en los mitos, las leyendas y los relatos sagrados: primero orales, luego escritos, de los pueblos primordiales. Del seno de estas culturas tribales, surgió el chamán, como mediador, entre el mundo visible y el mundo invisible, entre lo divino y lo profano. También, apareció el aeda, el vate o poeta, capaz de vaticinar el porvenir, a través del canto y de la palabra. En su viaje de inspiración, el poeta invoca, convoca y canta a la belleza del mundo, en un trance de ensoñación, en un rapto de imaginación creativa. Con una lira, apelaba al poder de las palabras, tras recibir a los mensajeros de los dioses. Pero ese mensaje es de carácter esotérico, hermético, secreto, sagrado y cifrado: proviene del inconsciente del poeta y lo transforma en palabras mágicas y encantadas.

Hablar con los árboles o los animales se aprende. San Francisco de Asís hablaba con los animales y el místico Swedenborg, con los ángeles. Son formas de intercomunicación, un ejercicio mental, que nace de una sabiduría secreta y especial, en que se alcanza el conocimiento del lenguaje de los animales o de las plantas. Son célebres, por ejemplo, las leyendas bíblicas de Antonio de Padua hablando con los peces o de San Francisco de Asís conversando con las palomas. En la tradición judeocristiana, germánica o arábiga son comunes estas leyendas sagradas, chamánicas y mágicas. Es decir, estos relatos rituales que encierran mitos ancestrales y cosmogónicos. De ese espíritu mítico, del orden del mundo, se produce el diálogo primordial entre cultura y naturaleza. Así pues, el poeta –como el chamán sagrado–, ahonda y explora en el mundo de lo desconocido: en los “jardines de la memoria”. Asociar el jardín o huerto como imagen del paraíso se remonta al Edén de la tradición hebrea. El Bosco lo vincula a las delicias, y de ahí “El jardín de las delicias”, su clásica pintura en la que representa el horror, lo pagano y lo profano del mundo medieval, y en la que reproduce –en un tríptico–, las visiones del purgatorio, el paraíso y el infierno, con sus pecados capitales.

Después de crear los cielos y la tierra, Dios plantó un jardín, y sobre el mismo, creó al hombre que lo habitó, según la leyenda bíblica del Genesis: “Hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Del Edén salía un río que regaba el jardín…”. De modo que, al hablarse del paraíso como jardín, la palabra deviene en su protagonista, que genera los significados de las cosas y en el instrumento de la creación del mundo. Por consiguiente, el jardín es el espacio donde se unen el hombre y las cosas, la naturaleza y la cultura. Promesa de salvación o lugar de expulsión de Adán del paraíso, el jardín encarna a un tiempo la idea del bien y del mal. Perder el paraíso es, entonces, perder el jardín y, por ende, perder la memoria. Vivimos en el jardín de la vida porque vivimos en el tiempo. Somos seres temporales porque estamos hechos de tiempo. Vivir es pues entrar al jardín del mundo. Salir del jardín es salir del tiempo y de la historia. Morir es, por tanto, abandonar el jardín de la vida. Para entrar a la sociedad, y para ser seres sociales, tenemos que salirnos de la naturaleza. O del jardín de la naturaleza, para entrar al orden del mundo, a la lógica de la realidad social y a las leyes del hombre. En su paso por el decurso de la historia, el hombre va plantando jardines, sembrando y cultivando plantas, como promesa de redención y nostalgia del paraíso. Pero, crear un jardín, también implica crear un laberinto del tiempo y la eternidad. La reconciliación entre el hombre y la naturaleza es uno de los grandes símbolos del jardín edénico. El espíritu del jardín dibuja el reino vegetal y el mundo de la naturaleza primigenia.

El jardín como tal ha evolucionado y se ha transformado. Desde el jardín antiguo hasta el jardín barroco y llegando al jardín moderno, el espacio que habita y la búsqueda de belleza para adornar o decorar, corresponde al arte de la jardinería, cuya filosofía moral apunta a cultivar el espíritu y la paz del alma. Así, el jardín viene a representar un espacio para el ser: le confiere sentido y significado a la vida humana, en relación con la naturaleza. Toda la historia del hombre en la sociedad ha estado matizada por el mito primordial del jardín como espacio del paraíso en la tierra, como espejo del paraíso celeste. Como dijo el poeta José Ángel Valente: “La historia del jardín es la historia del hombre”.  El ideal espiritual del hombre, en efecto, descansa en la filosofía vital de la contemplación. El jardín, como se sabe, representa el elogio de la “vida retirada”, como en los poetas, Fray Luis de León y Garcilaso, tomados del “beatus ille” de Horacio, quien en su poesía reflexiva abogó por la vida retirada para gozar el día y la juventud o “carpe diem”. De ahí que la metáfora del jardín encarna el ideal de la poética horaciana, en la búsqueda de la soledad y la paz del bosque. Es decir: la huida o retirada a la vida vegetativa y contemplativa, el retorno a la inocencia y la naturaleza primigenia.

Los poetas románticos lograron penetrar en la esencia sensual del jardín, en la naturaleza del ser. John Keats fue acaso el que llegó más lejos. “Tengo un Jardín propio” (“I have a garden of my own”). El Jardín es pues la expresión de la Inocencia del ser frente a la naturaleza: contribuye a crear la armonía entre el hombre y el tiempo, las plantas y los animales, los pájaros y las flores. Es decir, a fundar el ecosistema de la biodiversidad del mundo vegetal y animal. En efecto, el jardín representa un itinerario vital: la errancia espiritual del hombre. Antes de la existencia de las ciudades todo era un jardín. Antes de la creación del mundo y antes del hombre mismo, el universo era un infinito jardín: un mundo solo cubierto de plantas, animales, montañas, ríos, lagos y mares: un reino vegetal y luego animal, sin lenguaje. Era un laberinto circular poblado de símbolos, en estado salvaje y primitivo. Un universo originario de caos y misterios. El hombre, al nacer, al heredar un lenguaje como facultad única, descubrió que el universo era un laberinto mágico, lleno de enigmas y maravillas. Así, el hombre empezó, sobre la faz de la tierra, a construir el mundo –su mundo–, y lo hizo como un laberinto. De ahí que Borges concibiera –ya ciego– el paraíso como una biblioteca, es decir, como un libro; en esa imagen del laberinto borgeano hay una equivalencia –o analogía– entre el jardín y el libro: el jardín y la biblioteca, en el que los libros son las hojas de un árbol enciclopédico (la biblioteca-jardín). Para Borges, la biblioteca es una forma del paraíso: un “jardín de senderos que se bifurcan”. Lo que sucede que, en el escritor argentino, el laberinto es una representación del jardín. Y también el laberinto depara, en su universo de símbolos verbales, en un libro: el paraíso termina pues, en su mundo imaginario, en una biblioteca personal. En el enigma del jardín está, entonces, el laberinto.

Volvamos al canto inicial. A la idea primigenia de los orígenes, al mito adánico, al tiempo sagrado, al momento primordial del horizonte de la memoria, cuando el hombre escuchó el canto de los pájaros, el sonido del agua, el silencio de las plantas y el silbido del viento, en que abrió sus oídos para escuchar las voces de las cosas, y empezó así a conversar con los animales, en el jardín de la naturaleza.