Los cambios surgidos en el fragor de la Asamblea Nacional Revisora la noche del 13 de agosto de 1994 impactaron profundamente nuestro sistema de control de constitucionalidad en al menos tres perspectivas importantes. En primer lugar, se materializó la idea de sus impulsores de crear un sistema mixto en el que conviviese el control difuso con una modalidad concentrada que permitiese la anulación absoluta de una disposición contraria a la ley fundamental y no solo su inaplicación en un caso concreto. En segundo lugar, se eliminó la posibilidad de instalar un sistema de control previo, o control de los proyectos de ley, propuesto por la comisión redactora, pero descartado en la Asamblea. En tercer lugar, y esto es tan trascendental como las dos primeras cuestiones, se dieron pasos firmes hacia una acción directa de carácter ciudadano, misma que, en palabras de Jorge E. Roa en su obra El control de constitucionalidad deliberativo, constituye “una manifestación del derecho político a controlar al poder público” y por ello, una importante herramienta en la deliberación democrática.
Respecto a la primera cuestión, es oportuno resaltar que hay razones para discutir si la creación de un sistema mixto en 1994 era realmente una completa novedad procesal entre nosotros. Y es que la Constitución de 1924 disponía en su artículo 61 que la Suprema Corte de Justicia conocería de la constitucionalidad de las leyes, tanto por la vía de excepción planteada ante cualquier tribunal (los cuales sobreseerían el asunto principal mientras la Suprema Corte fallaba la cuestión de constitucionalidad remitida por éstos), como por la vía principal “sin que sea necesario que haya controversia judicial”. De allí que hubiese una suerte de sistema mixto respecto a las vías de acceso, pero no así respecto al juez que impartía el control, ya que ambas vías llevaban a que fuese la decisión final se tomase en la misma instancia.
Así las cosas, la reforma propuesta y aprobada en 1994 promovió la creación, por vez primera, de un escenario en el que tanto el juez ordinario como el del órgano de cierre tuviesen competencias particulares en el examen de la constitucionalidad de la ley. Como es sabido, en torno a los efectos de la sentencia, más allá de la vía de acceso, la importancia de esta dualidad es trascendental, resultando de una vía la sola inaplicación de la norma afectada y de la otra su extinción.
Respecto a la segunda cuestión, esto es, la eliminación del control previo, el debate en la Asamblea Revisora hizo variar de manera importante la propuesta que –inspirada tal vez en el Derecho francés– planteaba que la Suprema Corte de Justicia conociese “de la constitucionalidad de las leyes y los proyectos de ley”. El diputado Vinicio Alfonso Tobal Ureña manifestó que esto le parecía imprudente por tres razones: “primero, porque un proyecto de ley no tiene fuerza jurídica; segundo, porque un proyecto de ley es una iniciativa tanto del legislador como del Presidente de la República, como asimismo de la Junta Central en asuntos electorales, y sería hasta cierto punto a priori someter la inconstitucionalidad de una ley; y tercero, el proyecto regularmente en términos de procedimiento debe pasar por varias fases: se incluye en agenda, el proponente lo motiva, y tiene que ir a una Comisión de estudio en la cual generalmente hay abogados, pudiéndose ahí determinar si es o no inconstitucional”. Como advertimos en el artículo anterior, esta propuesta (y otras) de Tobal Ureña recibieron el apoyo del senador Max Puig, quien argumentó la improcedencia del control previo argumentando que “parece ser que los redactores de este teto modificador pensaron en otros sistemas jurídicos en donde hay organismos que no son la Suprema Corte de Justicia y que emiten opiniones acerca de la constitucionalidad o no de los proyectos de ley, pero no es el caso nuestro”.
Este oportuno cambio de dirección respecto al alcance de los textos sujetos a control evitó posibles tensiones entre el Poder Legislativo y el Poder Judicial, que habrían exacerbado la ya compleja cuestión de la legitimidad democrática del control de constitucionalidad. Además, sorteó un posible conflicto en torno a la idea de la separación de poderes y otros que probablemente habrían surgido en relación a la ejecución de las sentencias la contradicción que implicaría, respecto a la labor normativa infraconstitucional del Estado, la existencia de un control de constitucionalidad en dos momentos distintos y, por demás, realizado por dos jurisdicciones también distintas, pues recuérdese que en la propuesta nunca se vislumbró el cese del control por la vía difusa.
La tercera y quizás más relevante cuestión fue la ampliación de los sujetos que podían reclamar el control, llevando la propuesta inicial (donde el control solo era solicitado por los máximos representantes del Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo) a la inclusión de tal facultad para toda “parte interesada”. Esta transformación creó una auténtica acción ciudadana, o popular, aunque no se le llamase así de manera expresa. Desde luego, el alcance de esta noción sería luego delimitado por la jurisprudencia de la Suprema Corte de Justicia y tendría vigor entre nosotros hasta que un giro inesperado en la jurisprudencia constitucional nos privó de esta herramienta entre 2008 y 2019.
El valor de una acción popular en un sistema de control de constitucionalidad ha sido defendido por amplia doctrina, ya que permite que los ciudadanos interactúen, al decir de Giorgio Pino, con una Constitución que pasa a ser vista como un proyecto de sociedad justa, que como tal está destinado a desplegar efectos en toda la sociedad, en las relaciones jurídicas y también en las relaciones políticas. Quizás por eso afirma José Daniel Chávez que “en el constitucionalismo latinoamericano existe una propensión por ampliar el acceso a los medios de control constitucional para otorgarle a la ciudadanía una mayor participación en la defensa de las cartas fundamentales”, lo que explica que esa naturaleza abierta de la acción, además de consagrarse en nuestro ordenamiento, Se encuentra en grado constitucional en países como Bolivia, Colombia, Honduras, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Perú, Panamá, Paraguay, Uruguay y Venezuela, si bien con sus diferentes matices y grados de accesibilidad.
Finalmente, es oportuno recordar que en aquella jornada de agosto de 1994 se intentó también adecuar el objeto del control a una compresión amplia de la juridicidad, al pedirse que no recayese solo sobre la ley, sino también para con otras expresiones normativas como los decretos, reglamentos y resoluciones. Sin embargo, la propuesta no prosperó. Afortunadamente, la jurisprudencia constitucional de la Suprema Corte abordaría eventualmente la cuestión, reformulando en unos casos y reforzando en otros, aspectos como la calidad de los sujetos y el alcance del objeto en el control concentrado. A esta evolución jurisprudencial me referiré en la próxima entrega.