"El sinsentido es el antídoto para la monotonía y el vacío creado por nuestra incesante búsqueda del orden, nuestro orden". Henry Miller
Cuando me inscribí en la Facultad de Psicología de la UASD tomé la firme decisión de aprender rigurosamente todo cuanto estuviera relacionado con las enfermedades mentales y para ello hice un internamiento voluntario como alumno en el hospital. La psiquiatra Cornelia Vásquez impartía en aquellos momentos la cátedra de farmacología y, al comprobar el interés que yo mostraba por adquirir conocimientos, me invitó a que la acompañara a dicho centro. Una vez allí logramos hacer una gran amistad y yo la recogía en su casa temprano por las mañanas para dirigirnos, tres veces por semana, a ese lugar.
El trabajo de Cornelia estaba enfocado en la atención y seguimiento de pacientes de carácter crónico. Uno de aquellos días me mostró a un enfermo que había matado a varios internos del centro. Se encontraba en una fase de esquizofrenia terminal. Cuando le conocí estaba tirado en el piso y acurrucado en posición fetal. Puedo recordar con enorme claridad ciertas experiencias humanas muy dolorosas que, junto a mi compañero de estudios, Ramón Martos, vivimos en aquella institución. En una ocasión, era por la tarde según tengo fijado en mi memoria, llegó un paciente y nos tocó a ambos estar presentes en su internamiento. La referencia que teníamos era que procedía de San José de Ocoa y su ingreso venía precedido de una conducta de enorme agitación y desequilibrio emocional. El paciente era una persona de elevada estatura y complexión bastante corpulenta. La enfermera procedió, al poco tiempo de llegar, a inyectarle un tranquilizante y pudimos observar, mientras ella preparaba la inyección, como aquel hombre se aferraba a la estructura de una mesa de hierro y según entraba la aguja en su cuerpo él doblaba la misma con gran facilidad.
Otro día tuvimos que entrevistar a un paciente que construía los ataúdes para los enfermos que fallecían y a los que sus familias habían abandonado. Sabíamos que había matado a varias personas y en mitad de la visita nos preguntó por su martillo. Rápidamente Ramón me alertó de que teníamos que salir de allí por lo peligroso que podría llegar a ser con una herramienta en sus manos. Mientras tratábamos de recuperarnos poco a poco del percance mi colega encendió un cigarrillo y entonces pudimos ver que en el pasillo central se estaba produciendo una gran agitación. Los internos se retiraban con rapidez apartándose de alguien que corría a lo largo del mismo y se dirigía apresuradamente hacia nuestra posición. Mi amigo me preguntó temeroso si no deberíamos correr también nosotros. Le dije muy tranquilo que no era innecesario. Uno de los hombres que ya conocemos bien, aquel tan alto y corpulento del que hablé antes, se nos aproximó y le abrazó con angelical dulzura mientras le pedía un cigarro. Éste, por supuesto y sin pensarlo dos veces, terminó por entregarle la cajetilla completa. Él y yo habíamos previsto, para esa misma tarde, concluir unos estudios que habían quedado pendientes en días anteriores, pero cuando le llamé para completarlos me confesó que no podía hacerlo porque el incidente le había provocado una fiebre enorme.
Un día de aquellos llegó al hospital un señor de Monte Plata. Cuando le preguntamos su nombre para registrarlo nos dijo con absoluta dignidad que era un toro y que ese era precisamente su nombre. Varios días después le llamamos para seguir con el tratamiento y al referirnos a él con dicho apelativo nos dijo, muy ofendido, que él era un hombre muy formal y que su nombre, desde luego, no era ese. Hubo otras veces, sobre todo en el transcurso de las sesiones de dinámica de grupo que realizábamos, que sucedían cosas divertidas y realmente jocosas. En una de las sesiones una de nuestras participantes comentó, con total naturalidad, que ella hacía pollos y un compañero sentado a su lado le preguntó, con idéntica seriedad, si les hacía también las plumas y las uñas. Muy convencida y serena, respondió que por supuesto así era, que ella siempre procuraba hacerlos completos. Las anécdotas que conservo de aquella etapa de mi vida son tantas y de naturaleza tan distinta que bien pudiera escribir un libro.
La doctora Vásquez y yo seguimos trabajando todo el tiempo que permanecí en el centro psiquiátrico con enfermos crónicos. Algunos de ellos lograron mejorar y sus familiares pudieron llevarlos de nuevo a casa. Otros, por el contrario, mantuvieron invariable su situación y su dolencia a lo largo de toda su vida, como en el caso de uno de ellos, un individuo sumamente agresivo y peligroso, que permaneció siempre en estricta reclusión en una celda.
El aprendizaje que recibí a lo largo de aquel periodo fue especialmente rico y diverso en contenido e incluyó además el conocimiento y aplicación de técnicas, que en la actualidad están en desuso o han cambiado sustancialmente de forma, como el electroshock. Lo cierto es que la experiencia adquirida en el hospital me ayudó en buena medida a comprender la importancia que supone establecer un trabajo en común entre las disciplinas de psicología y psiquiatría. Máxime cuando unos y otros podemos llegar, en algunos momentos, a un punto ciego que provoca incertidumbre y dudas a nivel profesional. En esos casos el mutuo apoyo nos permite avanzar en propuestas nuevas, que a veces pasamos por alto, y que nos ayudan a resolver esas dudas que, como en cualquier otra profesión, nos asaltan.