Atenas fue un modelo de Estado en la antigüedad, situada en la región de Ática, la cual estaba poblada por cuatro tribus emparentadas que cosechaban aceite, vino y trigo, y cuyos cosecheros debían contribuir para proporcionar, cada cierto tiempo, una nave o barco de guerra a la flota ateniense.

Conforme explica Juan Bosch, autor de la obra, para fijar la cuantía de esas contribuciones se dividió a los cosecheros en cuatro grupos. Los que cosechaban 500 medidas, que eran los pentacosiomedimnos, que participaban en la guerra, si la había, aportando armas, caballos y comida; los que cosechaban 300 medidas, que eran los caballeros y que debían prestar servicio de caballería en caso de guerra; los zeugitas, cuyas cosechas eran de 200 medidas, a los cuales les correspondía servir en la infantería de equipo pesado y los tetes, que podían aportar armas livianas y servirían en la infantería ligera y en la flota.  

A esos cosecheros la reforma de Solón le otorgó categoría política ya que los pentacosiomedimno y los caballeros pasaron a ser elegibles y electores para cualquier cargo, los zeugitas podían elegir y ser elegidos, pero no hasta el nivel de arcontes, y los tetes podían hacerse oír en la asamblea popular y participar en las elecciones, pero no podían ser elegidos para ningún cargo. Dicha reforma también abolió la esclavitud de los que eran sometidos a ella por no poder pagar sus deudas, y creó un consejo de cuatrocientas personas cuya función era preparar proyectos de leyes que debía ser aprobadas, enmendadas o rechazadas por la asamblea popular.

Las reformas de Solón se llevaron a cabo hasta el año 507 antes de Cristo, cuando se adoptaron otras propuestas de Clístenes, siendo las más importantes en el orden político la de extender la ciudadanía ateniense a todas las personas que vivieran en cualquier lugar de Ática, la de aumentar de cuatro tribus a diez la población y que cada tribu pudiera enviar 500 delegados suyos a la asamblea popular, así como la de reconocer a todos los atenienses el derecho de desempeñar cargos públicos.

Luego de estas reformas, la asamblea popular se reunía semanalmente a oír las propuestas que se le hacían al pueblo y a votar a favor o en contra de ellas, algo que, afirma el autor, no puede hacer ninguna de las llamadas democracias occidentales en la segunda mitad del siglo, y yo le agregaría, todavía en la actualidad, donde pocas democracias en el mundo implementan regularmente la figura del referéndum para procurar la aprobación del pueblo a las reformas y leyes más importantes, o el plebiscito, a pesar de encontrarse dichas figuras consagradas en una buena parte de las constituciones de los Estados del mundo.

Pero bien, a diferencia de Atenas, la otra cara del Estado griego era Esparta, que era dirigida a promover actitudes racistas, así como para procurar el poder muscular para obtener victorias militares en aquellos tiempos en que las guerras se hacían con armas manuales como la espada, la lanza, la jabalina y el escudo.

Mientras en Atenas hubo cambios sustanciales en todos los órdenes, como lo demuestra la existencia de grandes personajes de la filosofía, las matemáticas, la literatura, la escultura y la política, en Esparta no se produjo nada parecido, ya que, entre otras cosas, apenas 1,000 espartanos tenían derechos políticos y ninguno de ellos se dedicó a las ciencias, al comercio, a la navegación o a la artesanía, ya que eran guerreros y nada más.

Por su parte, de los Estados fundados en la antigüedad en territorios europeos, Roma fue el que alcanzó mayor poder y el que tuvo más larga influencia política en la llamada civilización occidental.

Ese poder e influencia se alcanzó mediante la utilización de grandes ejércitos, y porque al tiempo de sus victorias y conquistas militares, aplicaron la enseñanza de su lengua – el latín –, de sus leyes, de sus conceptos sobre el Derecho y el estudio de las vías de transporte – carreteras y puentes –, entre otros factores, a los pueblos que conquistaban.

Sin embargo, afirma Bosch que sobre la fundación de ese Estado tan importante se sabe menos que sobre otros Estados que fueron pasajeros y no dejaron huellas prolongadas en la historia política, en tanto sus orígenes son oscuros y hasta el momento en que se publicó la obra “no había pruebas de que Rómulo y Remo hayan siquiera existido y mucho menos que tuvieran algo que ver con el origen de Roma y de su Estado”.

Roma llegó a ser un imperio enorme, que alcanzó los territorios de lo que hoy son los Estados de Italia, Suiza, Francia, Bélgica, Holanda, Inglaterra, España, Portugal, Grecia, Turquía, Albania, partes de Alemania, Austria, Hungría, Rumanía, la antigua Yugoeslavia y grandes territorios de África del Norte, parte importante de Egipto y del Cercano Oriente.

Y no solo fue vasto en términos territoriales, sino que perduró por muchos siglos con los nombres de Imperio de Occidente (Roma) e Imperio de Oriente, cuya capital en este último caso lo fue Constantinopla – en honor al emperador Constantino -, llamada anteriormente Bizancio, y en la historia contemporánea Estambul.

En la obra se explica que los siglos de dominio del Imperio de Occidente iniciaron en el año 264 antes de Cristo con la conquista de toda la península de Italia, y el Imperio de Oriente con la muerte de Teodosio, ocurrida a fines del siglo IV después de Cristo, específicamente en el año 395.  El de Occidente perduró hasta la caída de Roma en el año 476, en manos de atacantes germanos dirigidos por Odoacro, a quienes los romanos les llamaban pueblos bárbaros, y el de Oriente duró mil años más, hasta el 1453, cuando Constantinopla cayó en poder de los turcos comandados por Mahomet II.

El Estado romano, antes del año 509, es decir, a mitad del primer Milenio antes de Cristo, estaba regido por una monarquía, pero además había un Senado integrado por 300 miembros, uno de los cuales era el rey. No obstante, las atribuciones del Senado aumentaban a medida que el Estado romano se extendía, terminando por ser la autoridad superior en política exterior, que era la que se aplicaba más allá de Roma, el que fijaba el monto que debían recibir los magistrados – nombre que se le daba a los altos funcionarios -, y el que determinaba cuando un general victorioso tenía derecho a que se celebrara un desfile en su honor y con él la ceremonia que se conocía con la palabra triunfo.

De 300 miembros que componían el Senado romano, luego serían aumentados por Sila a 600 y por Julio César a 900, aumentos que se debieron al incremento del número de cuestores, que eran los que trataban los asuntos financieros del Estado, siendo un requisito para ser senador ser primero cuestor.

En la página 48 del libro se cita la obra de André Aymard y Joannine Auboyer Roma y su Imperio (Ediciones Destino, Barcelona, 1980), que en la página 152 dice que en el año 209 antes de Cristo se celebró uno de esos desfiles sin la aprobación del Senado y los soldados que aclamaban a su jefe le llamaron emperador, precisándose que esa era la primera vez que se oyó esa palabra, destinada a calificar no sólo a los generales victoriosos, sino también al Estado que había comenzado a organizarse 400 años antes dentro de los límites de la ciudad de Roma.

De hecho, la palabra emperador, que quería significar “que impera sobre hombres y acontecimientos”, acabó siendo el título del jefe supremo del Estado a partir del año 27 (a.C.), cuando se le otorgó a Augusto, heredero de Julio César, quien transformó de arriba a abajo la organización del Estado romano cambiando hasta su nombre, que pasó de llamarse “República” a denominarse “Imperio”.

De los 740 años que perduró el Imperio Romano de Occidente, durante unos 500 años las legiones romanas – ejércitos conquistadores -, y con ellas los cónsules y otros jefes militares y civiles, eran las autoridades que gobernaban en la península llamaba Ibérica, ocupada en su mayor parte por España –llamada Hispania por los romanos – y el resto en los territorios de lo que hoy es Portugal.

Los nacidos en esos territorios tenían los mismos derechos que los romanos, y fueron varios los romanos nacidos en España que ocuparon puestos de relieve en la vida pública del Imperio, como Trajano, Adriano y Teodosio, mientras otros fueron grandes figuras de la vida cultural romana como los dos Séneca.

Con el paso del tiempo se formarían en esos territorios los Estados de España y Portugal, y en el caso del primero “llegaría a ser un imperio de dimensiones comparables con el de Roma”.

Señala el autor que en los primeros Estados que se formaron en los países europeos tuvo lugar un nuevo modelo de producción y un nuevo tipo de organización social, el feudal, y, por tanto, un nuevo tipo de Estado, el monárquico feudal, que inicia con los reyes feudales cuyos gobiernos funcionaban a través de nobles terratenientes.

Por razones de espacio no nos referiremos al análisis que se desarrolla en la obra sobre el sistema feudal y su organización social y política, sobre el origen del Estado francés, del Estado visigodo y el Estado musulmán en España, los califas en el Estado musulmán, la importancia de Córdoba como centro de poder de los califas omeyas, la compleja organización del Al-Andalus, la división de España en los reinos Castilla y Aragón, la Inquisición en España como elemento importante del Estado, ni sobre la penetrante exégesis de la organización del pueblo Maya en ciudades Estado, del Imperio Azteca y los reinos que conformaban, así como del Estado incaico, el más poderoso de la América Prehispánica en opinión del autor, o al origen y características del Estado Vaticano, entre otros temas no menos interesantes.

Sin embargo, nos resulta importante reseñar, así sea brevemente, varios acontecimientos y procesos cruciales en la evolución del Estado analizados en el libro comentado, por su relevancia e influencia en el curso de la historia de la humanidad en su etapa contemporánea y moderna.

Uno de ellos es el surgimiento del Estado norteamericano, de los Estados Unidos de Norteamérica, cuyos colonos ingleses, que habían migrado en el buque Mayflower y habían fundado trece colonias en territorios de América del Norte, produjeron la revolución en que lograron independizarse de Inglaterra un año después de iniciarse la guerra, proclamándose el 4 de julio de 1776 en el Segundo Congreso Continental de Filadelfia, originándose lo que el escritor de la obra llama “el primer Estado libre de influencias feudales” y “el primer Estado capitalista de la historia”.

Efectivamente, refiriéndose a ese nuevo Estado, en la página 164 del libro reflexiona de la manera siguiente: “Efectivamente, la sociedad norteamericana se organizó desde sus orígenes como comunidad ideológicamente unida en propósitos capitalistas y por esa razón no padeció el rigor de los Estados absolutistas que prevalecieron en Europa, el modelo de los cuales fue el que encabezó en Francia Luis XIV, nacido en el año 1638, quien “El 7 de septiembre de 1645…cuando cumplía ocho años, presidió un acto solemne del Parlamento”, se cuenta en el Prólogo de Luis XIV y Europa,  (obra de Louis André, publicación de Unión Tipográfica Editorial Hispano-americana, México, 1957, págs.. VIII y IX), y “Avanzando con mucha dignidad y llevando a su madre de la mano, fue a sentarse en su trono…saludó a la concurrencia con un gesto en la cabeza, y pronunció con voz firme la fórmula ritual: Señores, las necesidades de mi Estado me han traído a mi Parlamento para hablar de mis asuntos. Mi canciller os comunicará mi voluntad sobre ellos”.

Precisamente, siendo ya un rey adulto, Luis XIV de Francia acabaría proclamando la conocida frase que retrata de cuerpo entero la concepción de un Estado absolutista: “¡El Estado soy yo!”.

Ahora bien, la organización del Estado norteamericano tardaría varios años antes de conformarse jurídica e institucionalmente y proclamar a sus primeros gobernantes.

El ensayista explica ese proceso, en síntesis, con estas palabras: “El llamado Pacto de Confederación y Unión Perpetua no iba a ser la Constitución de Estados Unidos. La Convención Constitucional se reunió el 25 de mayo de 1787, cinco años y medio después de la derrota de Yorktowm, y lo hizo en el mismo salón de Filadelfia en que se había hecho el 4 de julio de 1776 la Declaración de Independencia, la primera de su tipo conocida en la historia. La Convención Constitucional trabajó hasta el 17 de marzo de 1787, día en que quedó terminada la redacción de ese importante documento, pero para ser proclamada como descripción legal y única del apartado del poder llamado gobierno de los Estados Unidos, la Constitución tuvo que esperar hasta el 4 de marzo de 1789. Un mes y veinte días después, esto es, el 30 de abril, en un acto solemne celebrado en la ciudad de Nueva York, George Washington y John Adams tomaron posesión de la presidencia y la vicepresidencia, respectivamente, de Estados Unidos, y al hacerlo se inauguraba en la historia el primer Estado organizado como república cuyos más altos funcionarios fueron elegidos por el pueblo”.

A seguidas indica que dos meses y medio después, el 14 de julio de 1789, comenzaría entonces la Revolución Francesa con la toma de la Bastilla, una antigua prisión de París para encerrar a los enemigos políticos de los reyes.

A ese dato nos permitimos agregar que la Revolución Francesa implicaría el final del sistema feudal en Francia, así como el establecimiento de un Estado liberal de derecho. En efecto, la proclamación de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano el 26 de agosto de 1789, aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente, cuya autoría o co-autoría se atribuye a Lafayette, general francés que luchó en la Guerra de Independencia de Estados Unidos y en la Revolución Francesa, constituyó el documento que planteaba la ruptura histórica del modelo social, económico y político que imponía el Estado absolutista en Francia, cuando estableció, entre otras proclamas, en su artículo 1: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden fundarse en la utilidad común.” 

También es preciso indicar que dicha Declaración estuvo inspirada en los principios de la Ilustración y fue incluida en el preámbulo a la Constitución francesa de 1791, pero el convulso proceso político que inició con la Revolución Francesa dio lugar a que la misma fuese modificada varias veces, primero para adaptarla a la Constitución de 1793 y de nuevo para la Constitución de 1795.  No obstante, la versión más relevante en términos históricos sigue siendo la de 1789.

Aunque la primera Constitución escrita en la historia de Francia, la de 1791, estableció una “monarquía constitucional”, al tiempo que dividía en tres los poderes del Estado conforme a la teoría de Montesquieu, la filosofía del nuevo Estado estimamos que se comprueba en su Capítulo II, Sección I, artículo 3 del referido texto, el cual dispuso: “No hay en Francia autoridad superior a la de la ley; el rey tan sólo reina por ella, y tan sólo en nombre de la ley puede exigir obediencia”.

Ahora bien, retomando esta especie de extracto de El Estado, sus orígenes y desarrollo, es preciso destacar el surgimiento de un Estado sui generis, el que resultó de la Revolución Rusa de 1917, que fue, en los términos del autor, “la primera en la historia de la humanidad que se hizo para crear un nuevo Estado de acuerdo con las ideas que habían sido expuestas por dos hombres (Carlos Marx y Federico Engels), y habían sido llevadas a la práctica por un partido político organizado con ese fin. El partido fue el Obrero Social Demócrata Ruso (bolchevique), que se hallada bajo el liderazgo de un pensador y escritor que era a la vez un hombre de acción, Vladimir Ilich Ulianov (Lenín). La Revolución Rusa fue además la única hasta ese momento que se hacía en el mundo de manera confesa y pública para poner el poder del Estado en manos de una clase social, que era el proletariado”.  

El nuevo Estado estuvo conformado bajo la Constitución de 1918, que fue sustituida por la de 1936, que creó la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (UR.S.S.), cuyo órgano superior de poder lo fue el Soviet Supremo.

Otros Estados cuyos orígenes y características esenciales se analizan en este ensayo fascinante lo es el Estado fascista italiano, obra del socialista Benito Mussolini, fundador del Partido Fascista en 1919, el cual se consolidó al terminar la llamada Marcha sobre Roma en 1922 que movilizó en toda Italia a las escuadras paramilitares fascistas.

Para describir este régimen, el autor cita a Luigi Preti, quien, en su obra El desafío entre democracia y totalitarismo, Ediciones Península, Barcelona, 1983, en las págs. 23 y siguientes lo describe de la manera siguiente:“El fascismo, como régimen, concretó en Italia una forma nueva de Estado jamás experimentada precedentemente (y de hecho no podía concretarse porque faltaban las modernas tecnologías de comunicación), o sea El Estado totalitario.”

El también autor de Composición Social Dominicana, La Guerra de la Restauración y Las dictaduras dominicanas, entre otras obras de análisis histórico sobre temas nacionales e internacionales, sostiene que desde el punto de vista ideológico puede decirse que la Segunda Guerra Mundial tuvo su origen, además de las causas económicas, en la creación del fascismo.

Y ciertamente, a esta conclusión se llega lógicamente cuando en la explicación que se hace en la obra sobre el origen del Estado nazi en Alemania, se observa que su líder, Adolf Hitler, tomó los elementos esenciales del Estado fascista para crear “El Estado más brutal, prácticamente demencial, que ha conocido la humanidad, por lo menos desde que el capitalismo comenzó, en el siglo XVI, a conquistar el poder político desplazando de él a los Estados feudales”.

Por supuesto, en esta obra magnífica del escritor, cuentista, ensayista, estadista e intelectual dominicano, el profesor Juan Bosch, el lector conocerá en detalle el origen y las características de los Estados citados, y de otros más, como el de Haití, la primera república negra de la historia y el segundo Estado del Nuevo Mundo, y que fue imperio, monarquía y república, así como el de Brasil, que antes de ser fundado fue la sede de la monarquía portuguesa.

De igual manera, en otros capítulos el lector se encontrará con una brillante explicación de las causas y consecuencias de los dos episodios históricos que marcaron el siglo XX: la Primera y la Segunda Guerra Mundial.