La crisis institucional de Perú es tan perturbadora que, a decir de Gustavo Petro, “hay un presidente elegido popularmente, preso preventivamente”.

 

Al margen de las valoraciones ideológicas, esta frase lapidaria del presidente Petro es un espejo que refracta los fantasmas que empiezan a salir de la caja de Pandora peruana.

 

Las últimas noticias del país andino dan cuenta de que el Congreso rehusó una salida a corto plazo de la crisis política mediante una convocatoria a elecciones para 2023.

 

Con la decisión política, el mandato de las actuales autoridades y de los congresistas se prolongaría hasta abril de 2024.

 

La noticia se sirve con tintes distintos, dependiendo del cristal con que se mira. Unos publican que se adelantan las elecciones que se debieron celebrar en 2026. Otros, como El País de España, titulan “el Congreso de Perú evita adelantar las elecciones a 2023”.

 

Mientras tanto, el número de víctimas en las calles se incrementa casi a una treintena.

 

En un escenario así, Perú tendrá que ir a una reforma constitucional que modifique el período de duración del mandato de la actual presidenta Dina Boluarte y así disponer que, en vez de en 2026, concluya el 28 de julio de 2024, dos días antes que los congresistas que defenestraron a Pedro Castillo.

 

En medio del marasmo, la atomizada clase política peruana se entrampa en un debate sobre la necesidad de una Constituyente como mecanismo revalidar el proceso actual de relevación del poder transitorio.

 

Como telón de fondo, la sombra del autogolpe del expresidente Pedro Castillo revivió tres décadas después aquel nefasto precedente del fujimorazo de 1990.

 

Mejor conocido en la fenomenología constitucional como “golpe de facto”, esta clase de “asonadas palaciegas” no son nuevas.

 

Alemania, en 1933, fue el laboratorio de ensayo en la historia reciente, cuando Adolfo Hitler, sin violar la Constitución de Weimar, controló la Justicia y el Parlamento e instauró una dictadura.

 

En nuestro vecindario, lo han consumado Nicolás Maduro, en Venezuela, y Daniel Ortega, en Nicaragua, ambas naciones gobernadas por cíclopes mesiánicos que parecen personajes  salidos de la novela de Augusto Roa Basto “Yo el Supremo”, al mejor estilo del Doctor Francia.

 

A pesar de los problemas estructurales del constitucionalismo peruano, de su sistema presidencial “minado” por el Congreso y de las insalvables pugnacidades de su clase política, el “golpe de facto” no debió haber sido una vía constitucional.

 

Ahora, la única manera de salir del laberinto en que está atrapado el gran país de Ciro Alegría es el consenso para retomar el camino de la institucionalidad.

 

Las democracias latinoamericanas deben verse en el espejo peruano y entender que la política se sustenta en el diálogo como fórmula de cohabitación de ideas confrontadas.