El escritor, para llevar a cabo su labor creativa, necesita inevitablemente , aislarse de su otro tú (es decir: de sus semejantes); respirar la frescura del silencio y adentrarse, poco a poco y no de golpe, en la espesura angosta de la soledad. Habría de ser así y no de otro modo, ya que el oficio de escritor, por su naturaleza, es de carácter solitario.
Gabriel García Márquez, nunca ocultó, ni si quiera por un instante, algo tan evidente. Al contrario: lo exteriorizó con impecable claridad:
“Creo, en realidad, que en el trabajo literario uno siempre está solo. Como un náufrago en medio del mar. Sí, es el oficio más solitario del mundo”.
En la fría y nada tierna soledad, el escritor es dueño de sí, en tanto dialoga consigo mismo y se constituye en propio juez al valorar contenidos de la conciencia a través de la autoconciencia (la cual no sería otra que la conciencia reflexionándose así misma para descifrar la lógica legitimadora de su existencia, sola en “sí” y por “sí”), que vislumbra, con la luz de la razón, la esencia del inconsciente, que habría de sentir, tal vez involuntariamente, la desolación lóbrega de instantes fugaces de agonía y desesperación.
Además de eso, el escritor, gracia a su conciencia inteligente, aprehende la relación intrínseca que seda entre el “sí” del espíritu y el mundo concreto, del cual abstrae visiones difusas, que, tal vez, de tanto en tanto, les permitirían, además de forjar conceptos claros en el espejo de la imaginación, desvelar (mediante constante relámpago de lucidez mental) los enigmas más recónditos e intrincados de las pasiones del alma.
De ese modo, justamente, sería psicólogo de sí y los demás. De ahí que tuviese la posibilidad de olvidar temores y dudas infundadas que, a lo mejor, pudiesen sesgar el ojo escrutador de su entendimiento, lo cual, quizás, les impediría afrontar críticas incisivas, que, de una u otra manera, serían referentes claves para que pudiese, sin sobresalto alguno, perfeccionarse cada vez más.
Por eso y ninguna otra cosa, es sujeto de sí, que piensa y repiensa su interioridad. Los resultados, si se quiere, de tan tormentosa actividad intelectiva cobran vida en el sistema de signos lingüísticos, el cual, con claridad seductora, refleja sus emociones y agudeza perceptiva, así como la concepción epistémica que afianza su modo particular de interpretar y ver la realidad.
La gran poetisa chilena Gabriela Mistral, con ansias frustradas de maternidad y la tristeza marchita de un amor desdichado, sentiría en carne viva las punzadas zahirientes de la soledad. Con palabras suaves y sin quejidos nostálgicos, escribiría, con admirable sinceridad, a uno de sus biógrafos:
“Entre la avalancha de tributos que usted me regala, en esa terrible cadena de virtudes, no reconozco sino una pieza verídica: la energía para la formación solitaria del carácter y de la cultura. He vivido tremendamente sola, de infancia a madurez, en una soledad que ha sabido darme vértigos”.
Edgar Allan Poe, fustigado por el dolor, la miseria, el desprecio y rencor de sus detractores, tuvo que soportar, se dirá, los rigores de la más espantosa soledad. La misma se debió, en gran medida, a su incomparable ingenio creativo. Charles Baudelaire al respecto diría:
“Poe, deslumbrando con su medida, a su joven e informe país -los Estados Unidos-, inquietando con sus costumbres a hombres que se creían sus iguales, se convierte fatalmente en uno de los escritores más desgraciados. Los rencores se amontonaron, la soledad se hizo en torno de él”.
En la soledad, Poe sufriría las nostálgicas y desgarrantes experiencias de heridas emocionales y sentiría, además, sin temblor ni temor , los zarpazos exacerbados de la furia sórdida e inmisericorde del odio y la más salvaje indiferencia.
Su pensamiento, atemorizado en los pasadizos fúnebres de la nada y los alaridos quejumbrosos de voces enigmáticas y descocidas, jamás se ofuscaría y, mantendría, en todo momento, la lucidez y cordura racional.
El poeta Abel Fernández Mejía, fallecido hace un tiempo, nos legó un interesante poema: ‘El solitario’, el cual es claro testimonio de su soledad:
“Oíme todos porqué yo soy el solitario pero digo que nunca he buscado la soledad: está conmigo, sí, esta bella e inmensa soledad mía. Esta mi soledad, es tan soledad por mía”.
Ahora bien: cada escritor vive y concibe la soledad de manera muy distinta.. Así, el filósofo racionalista René Descartes– creador de la célebre frase: “pienso, luego existo”–, nos dices que para tener conciencia de la existencia es indispensable ensimismarse en el sí de la razón y dejar que el pensamiento vuele hacia el infinito.
Según Martín Heidegger, todo lo existente va camino a la nada, porque que el ser se traduce en no ser. Esa y no otra, sería la causa nodal de su hondo vacío existencial. Semejante valoración, se justificaría, quizás, porque dicho pensador tuvo la penosa experiencia de sentir en lo más profundo de ser el peso de la solitud.
Federico Nietzsche, notable nihilista, habría dicho, no sin razón, que todo ser humano pareciese destinado a los intensos sufrimientos de la soledad. Dicho concepto, cabría recordar, no fue sino producto de la tortuosa y trágica soledad que vivió. Sobre él Stephan Sweig habría dicho:
“El aislamiento rotundo, de estar siempre consigo mismo, es toda la profundidad y toda la tragedia de la existencia de Nietzsche, el cual en cada uno de los actos-rápidos como un alud-está como un luchador solitario bajo el firmamento tormentoso de su destino; nadie hay en su lado; nadie frente a él; ninguna mujer presente en ternura, suaviza su tensión atmosférica”.
Según el solipsismo, la soledad implica una negación total de la realidad. Para el escritor inglés John Berkeley, considerado el padre de esa concepción filosófica, el mundo es una ilusión de la conciencia. La razón: solamente existe el sujeto cognoscente con su universo interno. Este planteamiento, sin más, es una clara manifestación de subjetivismo absoluto y vaciedad de sentido.
Para nuestro poeta Franklin Mieses Burgos, la soledad es agonía ligada al acto de pensar. Eso nos lo hace saber cuando expresa:
“Todo pensamiento es una soledad y un aislamiento; toda soledad es una renunciación y una constante agonía”.
Además de lo anterior, diría que la soledad implica dos condiciones: la de ser libre y prisionero a la vez. Ello lo evidencia, con claridad deslumbrante, cuando enfatiza:
“Sólo se está libre cuando se está solo. Y también somos únicamente prisioneros de la soledad, de esa terrible soledad en que lo oculto de la sangre bate, de nuestro más íntimo, sus olas…”
El renombrado escritor español, Camilo José Cela -premio Nobel de Literatura- aceptaría con absoluta sinceridad la terrible experiencia de vivir la soledad. De ahí que dijese, sin el menor asomo de duda:
“Me reconforta la idea de que no he buscado, sino encontrado, la soledad y desde ella pienso, trabajo y vivo, escribo y hablo, creo que con sosiego y con una resignación, casi infinita, me acompaña siempre en mi soledad el supuesto de Picasso, mi también viejo amigo y maestro, de que sin una gran soledad no puede hacerse una obra duradera. Porque voy por la vida disfrazado de beligerante, puedo hablar de la soledad sin empacho e incluso con cierta agradecida y dolorosa ilusión”.
Así que la soledad es una condición inherente al oficio de escribir y, por más que lo quisiese, ningún escritor podría evitarla: tal pretensión, al menos, no pasaría de ser una simple utopía. Por eso, tal vez, solamente tendría una opción: reflexionarla para conocerla cada vez más e impedir, dentro de lo razonable, que se convierta en enfermedad, puesto que ello habría de ser sumamente trágico. Y no es para menos: la soledad enfermiza (como si fuese incurable) melancoliza el alma, quiebra el espíritu, mutila la voluntad de vivir y nos sumerge en las telaraña del pesimismo y peor aún: nos transforma en seres vacíos y desprovistos identidad.
O, tal vez, en sujetos embriagados, por decirlo de algún modo , con el aroma fétido de los presagios inciertos y la incertidumbre perpetua. Para evitar tan terrible experiencia, se hace más que necesario asumir la soledad (con espíritu crítico) más allá de cualquier extraña presunción que pudiese abrumar el pensamiento y entumecer nuestra frágil corporalidad.