Una activista tuvo que recibir asistencia psicológica y psiquiátrica porque grupos extremistas la acosaron en sus redes sociales, le enviaron mensajes de odio y sacaron a relucir información privada de su familia. Ahora debe lidiar con un trastorno de ansiedad.
A otra activista le dijeron que recibiría golpizas y violaciones. Lógicamente, las amenazas tuvieron un gran impacto en su vida. Se vio obligada a tomar medidas de seguridad como cambiar sus rutas habituales.
En el informe “La Situación de los Derechos Humanos. Discursos y acciones que niegan derechos”, del Centro Montalvo (en el que trabajé junto con el equipo de la institución) se resalta que el odio ya no se queda solo en palabras.
Los fanáticos han dado un paso más y han agredido a migrantes y a gente de la comunidad LGBTQ y a defensores de sus derechos. Otros grupos, como las mujeres, las feministas, los colectivos culturales que trabajan con manifestaciones relacionadas con la afrodescendencia también reciben insultos y palabras de odio.
Estos discursos y acciones no solo dañan la salud física y mental de individuos y de diversos grupos, también lastiman el tejido social, dificultan la vida en comunidad y crean un ambiente de crispación. ¿Queremos vivir así?
Como era de esperarse y ya se había advertido, la impunidad con la que se le ha permitido actuar a estos grupos extremistas, los envalentonó para amenazar y tratar de intimidar a cada vez más personas. Ahora los intentos de intimidación empiezan a tocar la puerta de medios de comunicación tan bien establecidos como Diario Libre, no solo a periodistas de manera individual.
Si renunciamos a las músicas, los bailes, las maneras de hablar, cocinar, resistir la opresión y vincularnos que nos dejaron el cimarronaje y la herencia africana, perderemos la dominicanidad que tanto dice defender gente que utiliza la violencia como argumento.
¿Qué más tiene que pasar para que las autoridades utilicen mecanismos democráticos e institucionales para frenar a gente que claramente pone en peligro la convivencia pacífica y violenta la ley?
Y no se trata solo de fomentar acciones punitivas. El hecho de que un grupo de fanáticos, aunque sea pequeño, de distintas partes del país, se presten a realizar o a apoyar llamados a la violencia, a sacar a gente de la comunidad LGBTQI del espacio público, y a rechazar manifestaciones culturales relacionadas con la afrodominicanidad, debe hacernos reflexionar.
El rechazo a una parte central de nuestra cultura nos indica los niveles de enajenación e ignorancia a los que han llegado ciertos grupos. Si renunciamos a las músicas, los bailes, las maneras de hablar, cocinar, resistir la opresión y vincularnos que nos dejaron el cimarronaje y la herencia africana, perderemos la dominicanidad que tanto dice defender gente que utiliza la violencia como argumento. Por fortuna, la cultura no es algo que un pajarito pueda quitarnos en la noche mientras dormimos. A pesar de nosotros mismos, estas manifestaciones se quedarán entre nosotras y nosotros y mutarán con los cambios sociales.
Se necesitan acciones educativas desde distintos espacios: medios de comunicación, organizaciones sociales, escuelas y universidades públicas y privadas para promover los derechos humanos, y los mecanismos de convivencia pacífica en una sociedad plural. Las personas podemos reflexionar, modificar creencias y aprender a dialogar. Hasta los más fanatizados pueden salir de su burbuja: la educación y la ayuda profesional ha logrado salvar hasta a gente que formaba parte de sectas peligrosas.
No tenemos que pensar de la misma forma. Pero debemos debatir y dialogar sin que nadie sienta que no puede ir, de forma segura, al parque Duarte de la zona colonial o a cualquier otro espacio de la ciudad o del país.
Y, por supuesto, nadie tiene derecho a propiciar, con mentiras, noticias falsas y discursos estigmatizantes, un ambiente de desprecio, miedo y deshumanización contra ningún colectivo.
Ya sabemos a donde nos puede llevar una narrativa de miedo, odio o de deshumanización contra un grupo. La historia está ahí. Quizás antes de cada “noche de los cristales rotos”, antes de cada día de machetes desenfrenados hubo un momento o varios en el que mucha gente pudo hacer algo para detener la tragedia sin asumir grandes riesgos. Y mucha gente no hizo nada porque minimizó el alcance del problema, tuvo miedo de ser llamada traidora o era más cómodo actuar desde una falsa imparcialidad, con discursos sobre una paz que se asienta en dinamita.
No hay paz sin ciertos niveles de justicia y no hay paz sin normas básicas de convivencia. El momento de fomentar y mantener la paz es ahora, con la ley en una mano, y la educación y la creación de espacios de convivencia en la otra. Después de nada servirán las lágrimas de cocodrilo.