Transportarse en una “voladora” es toda una odisea. Recuerdo aquel día en que quería ir a Sabana Perdida, sector de Santo Domingo Norte. Generalmente mis hijos me llevan pues no les gusta verme rututiando sola o me voy en taxi.

Como vivo en la zona, mi punto de partida fue “los bomberos”, allí estaba la parada que me llevaría a mi destino. Llegué a buena hora por lo que escogí el mejor asiento, uno solo y que estaba en la misma puerta. Pensé era el mejor porque, como no tenía mucho conocimiento “de a pie” de la zona a la que iba, podía ir viendo y saber en dónde me tenía que quedar.

Cuando tomamos la México, ahí la cosa se puso dura. Se fue llenando la guagua y ya no podía ver en dónde estaba.

Al pasar el puente ya no sabía de mí. Era tanta la gente que quedé enterrada en medio de todos. Iba preguntando dónde estábamos. Todos muy amables me iban orientando. Solo sé que pasamos por el mercado de Los Mina. Mi ansiedad era grande, no se me fuera a pasar la parada.

Cuando vieron mi inquietud me preguntaron a dónde me dirigía, les dije que la calle tenía un paseo en medio, que quedaba el PLD y una iglesia cristiana en la esquina. Todos contestaron a una que eso era “Salomé”. Al llegar ahí no terminó mi aventura. Tenía que cruzar una avenida ancha en que las voladoras iban como “jonda pal diablo”, los motores en caravana y los carros de concho, que más rápido no podían ir rifándose los pasajeros.

Al fin pude cruzar, so pena de que me atropellaran, y llegué a mi destino final. Allí fue todo alegría, pues mi amiga tiene un patio hermoso lleno de árboles frutales: coco de agua, aguacate, mango, guanábana, guayaba, granada, cerezas, cranberry; además, una colección de orquídeas florecidas que son una maravilla y una mata de trinitaria al frente que llama la atención de todo el que pasa.

Mi mañana estuvo de lo más buena, pues ella me había invitado a comer un locrito de arenque con tostones. ¡Qué cosa más rica!

Nos pusimos al día en todo, ya que pocas veces nos vemos personalmente. Cada seis meses ella me visita o yo voy a su casa.

Luego de tomarnos el cafecito, consideré prudente regresar a mi casa. Estaba un poco nublado, me dijo que mejor tomara un taxi, pero quise regresar en otra voladora porque la experiencia había sido muy enriquecedora escuchando el parecer y protestas de los pasajeros.

Si mi viaje de ida fue tan pintoresco, el de regreso no fue menos, es más, lo superó.

Comenzó a lloviznar mientras estaba en la parada. No pasaba nada, ni carro, ni guagua. Cuando al fin apareció una me monté. El aguacero estaba ya en sus buenas, no iba mucha gente por lo que pude escoger nuevamente un buen asiento, pero resulta que no tenía ventana y me mojaba demasiado. Decidí moverme hasta el medio. Los asientos estaban mojados y preferí estar de pie; tremendo error, ahí llovía más que afuera, el techo estaba tan deteriorado que caía el agua a borbotones. Cuando al fin llegue a mi parada final estaba tan empapada que tenía toda la ropa pegada al cuerpo.

Mi experiencia fue única, aunque no la cambiaría por nada en el mundo.