Resulta imposible en un modesto artículo de divulgación histórica intentar siquiera aproximarse a uno de los temas más apasionantes de los últimos siglos, tanto en Europa como en América en lo que respecta al complejo quehacer de la investigación y el debate de historia moderna y contemporánea: el referido a los restos del Almirante Cristóbal Colón, ese personaje tan genial como controvertido, a quien muchos nunca le han perdonado, y aún no le perdonan, que, adelantándose a sus coetáneos, en singular hazaña, completara inesperadamente la redondez del orbe conocido.
En días recientes, el jalonado tema de los restos de Colón ha resurgido con renovado ímpetu tras hacerse público en España un anunciado documental con el cual se pretendía fijar criterio definitivo- al menos así fue motivada su importancia- en torno a los despojos del insigne navegante. La diferencia que haya entre las expectativas generadas y el resultado de tan sensacional anuncio no es el motivo de este artículo aunque todo parece indicar que la misma es mucha, especialmente en atención a las opiniones de colombinistas renombrados.
En lo que a la República Dominicana concierne, este tema no debe ser indiferente para ningún estudioso de nuestra historia moderna y con y a todo quien aspire a conocerla y comprenderla, por lo que creo resulta saludable y oportuno volver sobre el mismo con atención meticulosa, porque si bien es cierto que en las décadas recientes los estudios colombinos en nuestro país, a diferencia de otras épocas, brillan por su ausencia- no es este el espacio para analizar ahora las razones- es lo cierto que en nuestra tradición historiográfica existe una prolífica tradición de notables aportes gracias a la sapiencia y la pluma de eminentes estudiosos para quienes el tema fue objeto de atención reposada, metódica y profunda.
Quien se proponga encontrar algún asidero para lo antes afirmado sólo precisa revisar la interesante bibliografía del Dr. Frank Moya Pons sobre Cristóbal Colón, publicada hace unos años por la Academia Dominicana Dominicana de la Historia, bibliografía, desde luego, que no se limita a los aportes de los autores dominicanos sino a cuantos en su búsqueda incansable de fuentes históricas sobre nuestro pasado pudo encontrar.
Basta, sin pretensión alguna de exhaustividad, recordar, entre otros notables historiadores y estudiosos , nombres como los de Emiliano Tejera y su hermano Apolinar, Américo Lugo, Cayetano Armando Rodríguez, Fernando Arturo Garrido, Félix María Sánchez, Fray Cipriano de Utrera, Emilio Rodríguez Demorizi y esto sin enumerar los muchos compendios sistemáticos de historia dominicana donde nuestra historia colonial ha recibido significativa atención.
1.- Orígenes de una secular confusión
Desde que en 1536, Doña María de Toledo, entonces viuda de Diego Colón y nuera del Almirante, tras obtener la debida autorización real, decidió trasladar sus restos a Santo Domingo- versiones sugieren que estuvieron en el Convento de San Francisco hasta la terminación de la catedral en 1540- prácticamente nadie se ocupó de los restos de Colón hasta que no se produjo la cesión a Francia de la parte española de la isla a finales de 1795.
Los restos de Colón y su hijo Diego fueron trasladados e inhumados en La Catedral, colocados uno junto al otro, cerca del trono arzobispal, detalle no menor para comprender los orígenes de la controversia. Unos dos siglos después, las cajas de madera traídas de España fueron sustituídas por dos urnas de plomo y se colocaron a la izquierda del Altar Mayor.
2.- El Tratado de Basilea y el supuesto traslado de los restos del Almirante a Cuba. No fueron los del Almirante
Salvo que se pretenda negar que los restos traídos por Doña María de Toledo a Santo Domingo eran los verdaderos, el origen de la confusión se generó a partir de 1795 tras consumarse la decisión de España de entregar a Francia sus posesiones coloniales en la isla.
Es entonces, cuando comienza a ventilarse el posible destino de los restos del Almirante. ¿ Sólo por el interés familiar del Duque de Veragua y las autoridades peninsulares como de Ultramar temerosas de que los mismos fueran objeto de profanación?
No parece ser este el interés fundamental o al menos no fue el único, a juzgar por los criterios defendidos y sostenidos por el erudito historiador Fray Cipriano de Utrera, quien en 1957 a raíz del tema que nos ocupa sostuvo una álgida polémica con el historiador español Manuel Ballesteros Gaibrois, quien contrariando lo sostenido por Utrera tanto en 1953 como en 1956 sostuvo que los restos auténticos de Colón eran los que reposaban en la catedral de Sevilla, argumentando que en la caja de plomo que guarda los mismos existe “una placa de plata” con el nombre del descubridor.
Fray Cipriano de Utrera plasmó sus agudas ponderaciones del tema en la semblanza que dedica al entonces Arzobispo de Santo Domingo Fray Fernando Portillo y Torres en una interesante obra sobre los obispos y Arzobispos que han ocupado la sede primada, destacando que fueron, fundamentalmente, las pretensiones personales del referido Arzobispo y las presiones del Capitán General de Cuba y su enviado a Santo Domingo para entonces, el Jefe de escuadra don Gabriel de Aristizabal, las que contribuyeron a propagar la veracidad de que los restos trasladados a Cuba fueron los de Colón.
A este respecto expresó Fray Cipriano:
“Por el Tratado de Basilea de 22 de julio de 1795 España cedió a la República Francesa todo el territorio de la Isla cuyos términos habían sido fijados por el Tratado de Aranjuez del 3 de junio de 1777. Lo que para todos los españoles nativos y peninsulares era realmente una verdadera catástrofe, para este prelado fue la obra cumbre de la sabia política del Príncipe de la Paz Don Manuel Godoy, a quien felicitó por tanto acierto a la vez que le ofreció cooperar con todas sus fuerzas para hacer la evacuación de la Isla y que quedase tal que en lo adelante no fuese La Española ni de nombre, cuanto menos en la estimación del mundo.
Y agrega: “al paso que multiplicaba autos para concentrar en la capital de la isla archivos, alhajas, reliquias, escrituras de capellanías y eclesiásticas; al par que embestía denodado contra las dificultades y las renuencias en el clero que así resistía a tanta intrepidez puesta al servicio de ejecutorias personales para cimentar un mérito que fuese causal de su traslado a silla arzobispal de pingues rentas; visto que también se multiplicaban los tropiezos y lo que conseguía no quedaba al nivel de sus aspiraciones, como arbitrista que era, al fin dio en lo que supuso era la clave del éxito de las mismas: el traslado a La Habana de los Restos mortales del Gran Almirante Colón.
Pero de los restos que corrían ser tales el Arzobispo no podía sostener con prueba de ninguna clase que fueran los mismos del Descubridor, ni en Santo Domingo había quien pudiese probar en grado igual de conocimiento que fuesen, ni menos afirmar que no fuesen.
En el hecho, ya en 1783 se reconocieron los que aquel año aparecieron con motivo de unas obras en el Presbiterio de la Catedral, y no solamente no había en aquella sepultura signo ninguno apropiado por fuera ni por dentro de ella, sino que en ningún archivo se halló noticia proporcionada para establecerse su identificación; la investigación se repitió algunos años después con igual consecuencia negativa.
La primera tentativa para lograr su propósito cerca del cabildo eclesiástico le salió fallida, pues asombrados los señores prebendados de tanto interés por la suerte de unos restos conocidos pero no identificados con suficiencia de medios para ello, cuando ya sabían que el prelado no tenía ánimo ninguno para recomendarlos al Rey a fin de que les señalara destino en otra catedrales, le dieron una respuesta de esas que se denominan de pie de banco.
El Ilustrísimo Portillo acudió al Rey, y cuando aquel su oficio iba camino de España, llegó a Santo Domingo el Jefe de escuadra don Gabriel de Aristizabal para ocupar sus navíos en la evacuación progresiva de la Isla; puesto de acuerdo el Arzobispo con él, el marino asumió el papel de patriota insigne para conseguir del Gobernador el permiso y hacer el traslado de aquellos restos a la Habana en la primera ocasión de despacho de navío con emigrantes de la isla.
Sino que por haber expresado dicho Gobernador que para el acierto en ello se hiciese intervenir al Duque de Veragua a quien correspondía el asunto, (y a quien históricamente tocaban hacer la verificación de que tales restos eran los de su glorioso antepasado el Primer Almirante de Las Indias), empeñado Aristizabal en salir con su intento lo más pronto posible sin esperar respuesta real a la propuesta hecha por el Arzobispo.
De esta manera, continuó argumentando Fray Cipriano, se “logró la licencia por presión moral y unos huesos que sin comprobación alguna fuesen los del Primer Almirante salieron de Santo Domingo el 21 de diciembre de 1795”.
Salvó, sin embargo, Fray Cipriano, al analizar aquel controvertido episodio, el honor de Don Joaquín García Moreno, Gobernador y Capitán General de Santo Domingo, el cual, a su criterio, preservó entonces el honor de España “al eludir en un documento solemne la mención de que aquellos huesos fuesen los de Don Cristóbal Colon, pues no constatando que fuesen, la certificación gráfica de que fuesen habría hecho irreparable su falta de concepto de la verdad que en sus días estaba oscurecida por insuficiencia de elementos de juicio lo mismo para él que para los autores de aquel traslado”.
Y esto se debió a que la declaración notarial levantada al efecto no presentaba ningún dato de autenticación. Sencillamente fueron depositados en una urna metálica en la nave Descubridor y trasladados a La Habana.
Y como sostuvo el Profesor Félix María Sánchez: “ Es el caso, sin embargo, que nadie reparó en su día en que los despojos que se trasladaron a España eran los de Don Diego y no los de su padre, el Gran Almirante, que se encontraba en el sepulcro siguiente separado por una estrecha pared”.
3.- El hallazgo de los restos de Cristóbal Colón en Santo Domingo en 1877, origen de una impugnación que no cesa
Varias décadas transcurrieron tras el supuesto traslado a Cuba y posteriormente a España de los restos de Colón para que tema el volviera a resurgir. Realizando reparaciones en la catedral, el Padre Billini y su sacristán mayor Jesús María Troncoso, por cierto el padre del intelectual y político Manuel de Jesús Troncoso de la Concha, descubrieron de forma accidental los restos de Colón tras abrir el segundo sepulcro al lado del Altar Mayor. Repárese también en este no menor detalle “el segundo sepulcro”, pues los restos de Diego que se exhumaron y se llevaron a Cuba fueron los del primero.
¿Quiso realmente España, entonces, que se datara la fidelidad o no del hallazgo de los restos en Santo Domingo? No pareció ser esa la pretensión a juzgar por las incidencias que entonces se suscitaron y que quedaron consignadas en documentos importantes. Repasemos las principales.
1.- Cuando los restos fueron encontrados el Cónsul de España en Santo Domingo lo era Don José Manuel Echeverri. En tal calidad fue invitado para que fungiera, junto a otros destacados miembros del Cuerpo Consular de entonces, como firmante del acta de exhumación. Pocos tiempo después fue destituido de sus funciones y en 1878, tras regresar a España, se quejó amargamente de la forma que entendió injusta y desconsiderada como se había procedido con él, queja que plasmó en un folleto titulado “ Do existen depositadas las cenizas de Cristóbal Colón” publicado en Santander el 17 de octubre del referido año.
Para ese mismo año de 1878, cabe significarlo, escribió nuestro notable historiador y diplomático Don Emiliano Tejera su obra insuperada sobre los restos de Colón en Santo Domingo.
En el texto citado, entre otras cosas, afirmaría el ya ex. Cónsul Echeverri:
“Siendo cual es una verdad que los grandes ingenios son glorias pertenecientes a la humanidad en general, puesto que a nadie le está prohibido disfrutar una parte de los beneficios que la luz de su inteligencia esparce sobre la superficie de la tierra, fundado en igual razón me atrevo a apreciar como muy lógico el derecho que a todos asiste para saber de una manera indudable el lugar do reposan sus preciosos restos mortales con el fin, con el fin de dirigirles los tributos de consideración y respeto de que son tan dignos acreedores.
Declarado cesante del honroso cargo de Cónsul de España en aquella República y en consecuencia desnudo del carácter oficial que me prohibía a la prensa para con su auxilio defenderme de las calumnias, duros ataques y crudas censuras de que he sido víctima por la parte que como ineludible deber, tomé en el acto efectuado, cumple a mi honra, me lo exige la conciencia, tratar de obtener que los hombres sensatos y justicieros aprecien mi conducta.
Y refiriéndose al hallazgo de los restos del 10 de Septiembre de 1877, de la que fue ocular testigo, señaló:
Para creer, ver!, dijo Santo Tomás. Y aquel día vi, toqué y examiné sobre el terreno, datos que, comparados con los suministrados por el acta levantada en año 1795, fueron y son tan poderosos como cuanto se hace suficiente para atreverse a considerar nulos los que provenidos de la ejecución del crimen, o de una falta de previsión y celo, existen en las páginas de la historia antigua, consistente en, permitírseme la repetición: Unos trozos de planchas de plomo, sin ninguna inscripción, y unos huesos de canillas y otras partes de algún difunto, etc., mientras que la caja últimamente hallada, así interior como interiormente, cual ya dije y repito, se encuentra revestida de datos que identifican su contenido, según mi pobre opinión y la de otros muchos”.
La caja últimamente hallada era, por supuesto, la de 1877. El entonces Capitán General de Cuba, Jovellar, dispuso el envío de un emisario para que sobre el terreno pudiera levantar su versión sobre el hallazgo, designación que recayó sobre el coronel Sebastián González de la Fuente, perteneciente al Cuerpo de Milicias, al servicio del Gobernador General de la Isla de Cuba. Recibió órdenes mediante comunicación del 2 de noviembre de 1877, apenas veintidós días después de la fecha en que fueron encontrados los restos.
Permaneció en el país hasta inicios de diciembre del precitado año, se relacionó y buscó información con todo aquel que entendió oportuno y de regreso a Cuba el 7 de diciembre de 1877 preparó un bien detallado y documentado informe, en el cual, entre otras conclusiones no menos importantes, destacó:
“Las relaciones íntimas que había creado con los hombres más importantes de este país; con los Cónsules de Francia, Inglaterra y Alemania y especialmente con los ilustrados señores don Manuel de Js. Galván, ex. secretario del Gobierno; general y ex. Jefe económico de la Isla de Puerto Rico, D. Gerardo Bobadilla, y don Carlos Nouel, me han permitido discutir en el terreno amistoso y confidencial sobre el reciente acontecimiento del hallazgo de los restos que contiene el féretro con las inscripciones de Don Cristóbal Colón, enterándome de los hechos acaecidos y de la exactitud que en la esencia de los mismos existe, teniendo a la vista las obras que tratan del acta del 20 de diciembre del año 1795 y de la conducción a esta ciudad de la de Sevilla, en 1536, de los restos de Don Cristóbal Colón y de su hijo Don Diego”.
Con lo narrado Excmo. Señor, creo haber terminado mi cometido. Deficiente aparecerá a los ojos de personas más competentes que yo por sus conocimientos; pero amante de la verdad y en fuerza de mi deber, puedo asegurar a V.E que a falta de documentos y archivos he consultado los monumentos y ellos supliendo a la historia, revelan la verdad de que los restos hallados en la Catedral de Santo Domingo el 10 de septiembre último, son los verdaderos del Gran Almirante Don Cristóbal Colón.”
Al Capitán General de Cuba no le satisfizo dicho informe ¿acaso porque el contenido no fue de su agrado? y procedió entonces a enviar otro emisario, esta vez a Antonio López Prieto, miembro de la “Real Sociedad Económica de La Habana”. Pasó de incógnito y levantó informe favorable a que los restos llevados desde Santo Domingo eran los del Almirante.
Y así, se sucedieron, unos a favor y otros en contra, los informes del historiador Manuel Colmeiro, de L.T. Belgrano, miembro de la Sociedad Ligurense de Historia Patria de Génova; y Mr. Henry Harrisse, autor de la Biblioteca Americana Vetustísima lo mismo que Manuel Llorens Asensio, quien en 1881 publicó un folleto a favor de España.
Por nuestra parte, levantaron su voz en aquellos primeros días, ante que todos, Monseñor Roque Cocchia, Delegado Apostólico de la Santa Sede, en funciones de Vicario de la Arquidiócesis, con su elocuente Carta Pastoral, y Don Emiliano Tejera, ilustre historiador dominicano, ya citado, con la publicación en 1878 de sus trabajos pioneros, los cuales han sido objeto de varias ediciones posteriores, siendo la más reciente que recordemos la de 1992 por la Sociedad Dominicana de Bibliófilos en ocasión del V centenario.
Pero el tema de los restos de Colón volvería a surgir con fuerza en el siglo XX a raíz de la iniciativa panamericana del Faro a su memoria. Prueba de ello es que cuando al despuntar el 1950 se inició la publicación de una importante revista, titulada precisamente “ El Faro a Colón”, concebida como órgano de difusión del Comité Ejecutivo Permanente del Faro a Colón, publicó en ella un interesante trabajo Fernando Arturo Garrido, quien fungía como Secretario del Comité, titulado “ Peregrinaje y descanso del muerto inmortal”,.
No bien fue publicado el referido trabajo cuando recibió la impugnación del sacerdote e historiador español Dr. Baltasar Cuartero y Huerta, quien pronunció al efecto sendas conferencias en la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Madrid en las cuales sostuvo que había encontrado documentos demostrativos de los restos de Colón en los archivos del Duque de Veragua.
En fin, por lo poco que alcanzamos a reseñar en los párrafos precitados, puede advertirse cuán debatido e impugnado ha sido el tema de los restos de Colón y su destino definitivo, especialmente tras el hallazgo en nuestra catedral de los que reposan en nuestra tierra, los cuales, con base en los aportes de nuestros consagrados eruditos, comenzando por Don Emiliano Tejera, se reputan auténticos.
Otro tema es la tesis de la supuesta existencia de una parte de los restos en Sevilla y otra en Santo Domingo, pero ¿sobre cuáles evidencias contrastadas y sustentadas se sostiene tal cosa?