El que camina, camina con su cuerpo, más bien: en cuerpo y alma. Se camina sin cuerpo. Se deja que solo el espíritu camine gobernado por la voluntad del deseo. El que camina reduce el espacio y controla el tiempo. Disminuye la infinitud del mundo: reduce la naturaleza a las proporciones del cuerpo. El caminante no camina para perderse: camina para encontrarse. Emprende el camino que lo conduce a sí mismo, al laberinto de la errancia, que es su filosofía de vida y su ontología espiritual. Su propósito no consiste en caminar para llegar a su meta sino para disfrutar el viaje y contemplar el paisaje en su desplazamiento temporal. Caminar es un viaje del cuerpo pensante, una catarsis corporal que implica la acción de respirar y de pensar. Involucra vencer la fatiga, el cansancio, los obstáculos del camino, la inclemencia del tiempo, la sed, el hambre y la dureza de la ruta. Asimismo, supone coraje, voluntad, intrepidez. El viajero que camina recorre un espacio abierto, en un periplo del cuerpo, de proporciones a veces agobiantes, que limpian la rutina y el hastío. El ritual de caminar deviene en modo de pensar, recordar y memorizar, en un estado de goce del espíritu. Caminar depara, en ocasiones, en método de percepción, en medio del percibir la naturaleza, y en contacto con el mundo cotidiano.
El que camina participa, a un tiempo, de una sociología y de una psicología que lo encarnan. Solo habla con el silencio, en su búsqueda de contemplación del entorno, cuando se abandona en su travesía, solo o acompañado. El abandono del habla con el otro lo define, y el silencio se convierte en el telón de fondo de su proyecto o empresa de salud física y mental. El silencio es pues su mejor compañía, su caja de resonancia, en el vagabundear solitario.
La auténtica caminata es la que se realiza en soledad, arrastrado por el deseo, ya que la libertad la alimenta: es su fundamento y su esencia. Quien camina solo habla consigo mismo: piensa y metaboliza lo pensado; quien camina acompañado, habla para disipar la distancia y el trayecto. Para caminar no se necesita más que el cuerpo y la mente. Caminar se vuelve así una invitación a pensar, y, por tanto, una invitación a la filosofía y a la creación artística, en general. Una aventura de la memoria y el recuerdo, una incitación a soñar despierto. Un estímulo a reflexionar sobre el sentido de la vida, de la muerte y del mundo; también, sobre el devenir del ser y la razón de la existencia: de su presente y su futuro.
Entre el sedentario y el nómada, es decir, entre el hombre estático, que ve el mundo correr y el hombre nómada, que deja volar sus fantasías y sus sueños en libertad, hay un abismo de vida. El caminante se distrae en su trayecto solitario, se entretiene en su deambular: canta, silba o tararea una canción para atenuar la fatiga del camino. A veces, encuentra otro caminante solitario, que grita en otra dimensión, con otro estilo de vida y, desde luego, en otra búsqueda, pues anda en otra situación y vive otra circunstancia. Ese otro acompañante, en ocasiones, anda más raudo o más lento, y lleva otro ritmo, viene con otras angustias, otros dramas de vida y otras ansiedades, y esto se convierte en un ruido para el caminante: en su demonio. El que camina diariamente busca paz, sosiego y relajación. La marcha de ambos es finita, y solo la determinan el tiempo y el espacio. “Caminar sin fin para no llegar a ninguna parte, para olvidar simplemente el paso del tiempo y el lento avance hacia la muerte, que es, a la postre, el fin de toda marcha”, afirma David Le Breton. Caminar, en efecto, se convierte en una imagen de la vida, en una visión de la existencia, que busca un equilibrio entre la salud y la enfermedad.
No se disfruta caminar en medio del ruido, el caos y el bullicio, sino en medio del silencio, el orden, la higiene, y aun con el cantar de los pájaros, la melodía del bosque, la música del silencio, la canción de una fuente de agua o el silbido del viento. El chillido de las cigarras, el grito del grillo o el canto de las tórtolas llenan de armonía y melodía la caminata, y decoran el paisaje sonoro, que ambienta el ritual de los pasos. Así pues, el caminante capta el trinar del mundo y el murmullo de la luz o el cantar de la oscuridad. La noche y el día, la mirada de la luna, la sombra del sol o la penumbra de las nubes, lo arropan o lo persiguen. “Parecería que, para comprender bien el silencio, nuestra alma necesita ver algo que se calle”, dijo el sabio Gaston Bachelard. El que trota o camina oye el sonido del silencio y escucha el pulso del espacio. La vida urbana es, por naturaleza, ruidosa. La existencia humana en la ciudad carece de silencio. La vida transcurre sin pausas, signo de la modernidad, en la que la técnica y la tecnología ejercen un imperio de lo cotidiano. La vida se traga o absorbe el silencio, el tiempo del silencio y de la calma, y donde a cada momento y lugar, corresponde el silencio corrompido por el ruido, el sonido de un celular o el escándalo del vehículo de motor. Todo el paisaje urbano está permeado por el reino del ruido, contaminado por el bullicio, en tanto el paisaje rural está nimbado por el reino del silencio, y cuyo universo vital crea una dimensión de sosiego, en el seno del espacio cósmico. El viajero quiere, como aspiración suprema, bañarse en el silencio, dejar que lo arrope, hasta retornar a la meditación, siempre para evitar caer en el ajetreo de la vida cotidiana. Su religión pagana y material reside en la búsqueda de silencio, para lograr la paz interior, en una exploración sensible que aspira a alcanzar el recogimiento espiritual para lograr, a la postre, la autorrealización del yo: un mundo apacible de armonía con la naturaleza y de comunión suprema con el cuerpo y la mente. Gracias al silencio, percibimos el sentido real de las cosas del mundo, y es la vía mediante la cual, el yo se enraíza en la persona. El silencio, más que las palabras, está en todas partes: en el bosque, en la montaña, en el desierto, en los mares y en los ríos. Todo está impregnado de silencio porque todo está lleno de aire. Solo el hombre mata el silencio: lo reemplaza por el ruido. La calma y la serenidad del espacio vacío entran en relación con el silencio del tiempo. En cambio, el ruido es el veneno del alma, el fastidio del espíritu. El ruido y el escándalo contaminan el aire: lo llenan de murmullo, de estridencia y de gritos infernales.