José Ramos (Chimú), vive en Catanga desde hace ya varios años, eterno chiripero, nunca tuvo trabajo fijo ni en Las Charcas de Azua, su pueblo natal, ni en la capital, hasta que decidió comprar un triciclo e ir todos los días bien temprano al mercado de la Duarte para comprar frutas y revenderlas en la calle José Martí. Nunca más ha estado en paro.

María Fernández (La Prieta), nació en Higuey, pero se crió en La Cienega, donde aún reside. Hace cuatro años que se gana la vida vendiendo chicharrones en los alrededores del parque Enrriquillo.

Manuel Rodríguez (Manolo), vive en Herrera. Durante años trabajó en una empresa textil de su barrio, pero su salario no le daba para cubrir sus necesidades esenciales. Hace dos años, logró comprar una vieja camioneta Datsun. Desde entonces, se desplaza por los barrios residenciales de la parte oeste de la ciudad vendiendo frutas y vegetales.

Paul Grégoire (Ti-Paul), nació en Belladère, gracioso pueblito montañoso próximo a Elías Piña. Ti-Paul no recuerda ni la primera ni la última vez que cruzó la frontera. En Belladère y Elías Piña es tan normal que la gente se pase de un lado para otro que la frontera es casi una ficción. Ti-Paul inició sus actividades laborales en el país en las fincas cafetaleras de Elías Piña. En la capital, donde reside desde hace ya nueve años, trabajó primero en la construcción. Luego, como sereno, hasta convertirse en el próspero comerciante que es hoy. Como muchos otros de sus compatriotas, participa de un negocio transnacional: cada dos semanas viaja a Elías Piña para comprar pacas (paquetes de ropa) que vienen de Miami, vía Port-au-Prince. Son los famosos PP (siglas de Port-au-Prince), donde vienen camisas hasta de las reconocidas marcas Pierre Garden e Yves Saint-Laurent que él vende al módico precio de 150 pesos, en su “Boutique” debajo del elevado de la 27 de Febrero, próximo a la avenida Duarte.

Chimú, La Prieta, Manolo, Ti-Paul, son personas que ilustran la respuesta de la gente del pueblo a la carencia de empleos en el país. Como ellos, cientos de miles de otros hombres y mujeres se lanzan diariamente a la calle en busca de su sustento, invadiendo espacios públicos (calles, aceras, parques) y terrenos privados, en franca violación a las leyes y a los reglamentos municipales.

Estos hombres y mujeres están dispuestos a todo, menos a dejarse morir de hambre. Con sus chimichurris, frituras, fondas, venta de jugo de caña, yaniqueques, frutas, vegetales, ropa de medio uso y muchas otras varatijas, toman a diario por asalto las calles de la ciudad.

La acumulación de basura, deterioro del entorno y arrabalización que esto provoca hace que Santo Domingo siga conservando el aspecto de ciudad del Tercer Mundo, pese a la enorme inversión en túneles y avenividas que se ha hecho en el curso de las últimas décadas y una proliferación de torres de lujo que nadie se explica de dónde ha salido tanto dinero.

Además de arrabalizar, el indetenible crecimiento de este comercio informal convierte la circulación de vehículos y de peatones en un verdadero caos y crea un enorme problema al comercio formal, porque la clientela se desplaza hacia otras zonas de la ciudad más limpias, confortables y seguras.

¿Qué hacer con esta gente? ¿Meterlos presos? Imposible. Parafraseando a Celia Cruz, “No hay cárceles para tanta gente”. Y aunque decidamos construirlas, no tardaría mucho en que otros vengan a tomar su relevo, porque nuestra estructura productiva no genera suficientes empleos formales, ni los generará por ahora, para absorber a la mayor parte de la fuerza laboral, como ocurre en los países desarrollados.

Cientos de miles de hombres y mujeres sin empleo, no tienen otro remedio que creárcelos ellos mismos. Y el buen juicio nos dice que, lejos de reprimir, estas son estrategias de supervivencias, iniciativas populares, que debemos apoyar. Pero también ordenar, reglamentar.

La reciente intervención de la avenida Duarte con París es una buena iniciativa, un paso en la dorrecta dirección. ¡Ojalá sea el inicio de muchas otras intervenciones en otras zonas arrabalizadas de la ciudad!

Además de estas intervenciones, pondría evaluarse la posiblidad de dispersar en diferentes puntos de la ciudad la insostenible cantidad de comercios callejeros que se concentra en algunas zonas, como son los alrededores de los mercados públicos y otros.

Correspondería al ayuntamento, en concertación con los comerciantes informales, establecer los lugares convenientes para el establecimientos de los mismos, el tipo de kioscos, el monto de alquiler a pagar, el manejo de los desechos, etc.

Los comercios caallejeros no tienen por qué ser eternmente sinónimo de desorden, sucio y arrabalización; pueden ser, además de una salida a la carencia de empleo, parte de un ordenamiento que dé a la ciudad un cachet pintóresco y acogedor, y haga de ella un espacio cómodo, vivible, donde la gente tenga una variedad de bienes y servivios a proximidad.

Respetar el derecho de la gente al pataleo por la supervivencia sin permitir la desordenada utilizacion de los espacios públicos y la arrabalización de la ciudad, he aquí el desafío.

*Este artículo, aparecido originalmente en el períodico Hoy (04-08-2000), lo reproduzco, con pequeñas variaciones, porque creo que todavía conserva actualidad.