“Aprovecho para anunciar que en las próximas semanas estaremos enviando al Congreso la propuesta de reforma de esa ley (Código Procesal Penal). No puede ser que queramos ser más garantistas que los países nórdicos”. Fue la expresión del presidente Abinader, que arrancó un gran aplauso entre los miembros de la Policía Nacional, los miembros del Ministerio Público y otras instituciones de seguridad del Estado, en el marco la reunión semanal de la “Fuerza de Tarea”, en la que dichas instituciones evalúan los índices de criminalidad del país y cuando se daban explicaciones de varios casos de “criminales reincidentes” y que de manera simultánea enfrentan hasta tres cargos graves sin que se les haya dictado prisión como medida de coerción por ninguno de los casos.

Si, como ciertamente las cifras oficiales demuestran una disminución significativa de los hechos delictivos, no acierto a entender la posición presidencial, sobre todo cuando con sus declaraciones se ve que, probablemente, los consejeros lo han llevado a afirmar algo que contradice el Estado de derecho en el que vivimos. Es la Constitución y los instrumentos internacionales de derechos humanos que ponen y activan, al servicio del ciudadano perseguido por el Estado, las garantías de un debido proceso, como sombrilla de otras, como la tutela judicial efectiva, el derecho de defensa y la presunción de inocencia. En cuanto a este principio, consagrado en el artículo 69.3 de la Constitución, basta recordar que mientras no se haya declarado la culpabilidad por sentencia irrevocable la persona incursa en un proceso penal goza del estado de inocencia.

 

Si el problema es la reincidencia, lo primero que debe tenerse presente es que este instituto penal es una agravante de la responsabilidad penal. Esto quiere decir que, si el Ministerio Público logra una condena contra un “delincuente” tiene las puertas abiertas para lograr una condena con el máximo de la pena, conforme a la cuantía prevista para los tipos penales configurados en el caso ocurrente.

 

Además, si ya el artículo 229.6 del Código Procesal Penal (CPP) prevé que, para decidir acerca del peligro de fuga e imponer la medida de coerción procedente, el juez debe tomar en cuenta, entre otros elementos, “la existencia de procesos pendientes (otros casos que se están conociendo) o condenas anteriores graves”, esto es, si el individuo es reincidente, no entiendo la reacción del presidente y tampoco la necesidad de modificar el código para incorporar lo que ya es derecho positivo, esto es, regla de obligatorio acatamiento y cumplimiento.

 

Creo que quien debe, en todo caso, hacer la labor que permita a los jueces convencerse de la medida de coerción solicitada, es al Ministerio Público. Para ello debe aportar los elementos de prueba que, como las certificaciones de los procesos penales en curso o de sentencias condenatorias firmes contra la persona de cuya medida de coerción se trate, son necesarios. Quien tiene que investigar, perseguir y lograr que quienes impartan justicia valoren las pruebas presentadas y acojan las acusaciones por su fortaleza es el Ministerio Público.

 

No es por ausencia de herramientas legales, para lograr medidas de coerción o condenas, que hay sujetos en la calle con varios procesos “abiertos”. La ineficiencia del sistema, particularmente la del Ministerio Público y de la policía no es culpa de un Código Procesal Penal que tiene las respuestas adecuadas para la criminalidad de todo tipo. La fiebre no está en la sabana, presidente.

 

Es una combinación de la labor policial de investigación y del Ministerio Público que hace eficiente o inefectiva la labor de persecución y sanción del delito. Podremos no estar de acuerdo con decisiones de muchos jueces. Quizás y sin quizás muchos jueces se equivocan; pero el Código Procesal Penal es un excelente instrumento procesal para lograr los propósitos de política criminal deseados, pero, sobre todo, sin ser perfecto, con herramientas para una persecución del delito eficiente, al tiempo de responder en su contenido al mandato constitucional y convencional de guardar las debidas garantías procesales y de los derechos fundamentales en juego de los ciudadanos investigados, perseguidos y condenados.

 

Estas expresiones del presidente, debo decirlo con sincero reconocimiento, concurren con su compromiso y trabajo sinceros con y en la persecución del crimen y del delito en todas sus manifestaciones y con mejorar los niveles de inseguridad ciudadana, los cuales han disminuido por la labor liderada por él, por el ministro de interior y policía, el director de la Policía Nacional y los demás organismos de seguridad y defensa del Estado.

 

Ahora bien, presidente, usted debe estar por encima de las reacciones y pronunciamientos grandilocuentes e inmediatistas. A eso estamos acostumbrados hace décadas. Ocurre un hecho delictivo y los políticos responden con la necesidad de incrementar las penas como parte de la política criminal para atacar el crimen o para restar garantías procesales.

 

No creo que haya dudas en afirmar que las conductas consideradas delictivas son definidas por el orden político, en una determinada sociedad y en cierto momento. De suerte que el crimen se estructura atendiendo a diversos criterios y según cada sociedad. Por las reacciones de algunos sectores frente a acontecimientos que, sin dudas, dejan sangre, luto y dolor a las familias y al cuerpo social y ponen en juego el sistema económico y democrático y la seguridad, se advierte que el camino más corto para resolver la problemática delictiva aparenta ser el de castigar mucho más severamente a quienes pudieran estar comprometiendo su responsabilidad con los hechos criminales y el de disminuir, restringir y hasta eliminar derechos o “pudrir” preventivamente a los imputados y botar la llave.

 

A mi juicio, la respuesta del cuerpo social de organizar los instrumentos represivos y de persecución para enfrentar la lucha contra el crimen denota, muchas veces, la falta de políticas para encarar los problemas que están en la base. Es usual que, frente al auge e incremento o la percepción de la persistencia de las más diversas formas de delincuencia, se extienda el reclamo de la población para que el Estado frene y disminuya los índices de criminalidad y hasta los elimine.

 

Es costumbre atribuir al Código Penal y al procesal penal ser los responsables del aumento o existencia de dichos males. Sin embargo, es una forma de esconder las debilidades de los operadores del sistema judicial, pero, sobre todo, de los órganos encargados de elaborar las políticas públicas para prevenir la criminalidad, detectarla, investigarla y perseguirla.

 

No son las normas las que producen la delincuencia. El Código Procesal Penal, el Código Penal y el Código de Niños, Niñas y Adolescentes son sólo instrumentos de la política criminal para investigar, perseguir y sancionar a quienes con sus conductas alteran el orden establecido por la sociedad. En el caso del Código Procesal Penal ha sido, desde su aprobación el instrumento más idóneo para obtener sanciones prontas de quienes delinquen, con las debidas garantías para los procesados.

 

El que una parte de los miembros del Ministerio Público, de la Policía Nacional, de otros organismos de investigación y seguridad del Estado y de los jueces no asuman con presteza, eficiencia y capacidad el rol que les toca, conforme lo dispone el Código Procesal Penal, tampoco es responsabilidad de este digesto procesal. La petición, convertida en norma, mediante la ley 10-15, de mayor plazo para la investigación, el incremento del tiempo de la prisión preventiva, entre otros temas, no son más que escapes de los actores del sistema judicial de la real situación que los aqueja, pues encuentran en el Código Procesal Penal todas las respuestas: tenían tiempo más que suficiente para investigar, de 3 a 6 meses, ahora hasta ocho y doce meses, prorrogable por cuatro meses más, según el caso y el juez puede fijar prisión preventiva hasta de un año y medio, la que puede prorrogarse hasta por seis meses más, en los casos declarados complejos, tiempo más que suficiente para que un proceso haya culminado.

 

La ineficiencia y las distorsiones de los actores del sistema judicial no son responsabilidad del Código Procesal Penal. Las tribulaciones, las carencias, la miseria y la pobreza material, educativa, los problemas de salud y de falta de techo no tienen su causa en el Código Penal, ni en el Código Procesal Penal, ni en el Código para la protección de Niños, Niñas y Adolescentes, sino en las inadecuadas e insuficientes inversiones en el ámbito social por parte del Estado.

 

Se de los esfuerzos que hace el propio presidente, con logros visibles, para que este estado de cosas cambie.  Pero, presidente, como dice el antiquísimo refrán, la fiebre es en el cuerpo que está, no en la sábana que lo cubre y lo calienta.

 

Si, como ciertamente ocurre, hay menores en conflicto con la ley, el problema no es del Código, sino de políticas públicas dirigidas a proteger los derechos e intereses de los menores, que son su educación, la práctica del deporte sano, la promoción de fuentes de empleos dignos y estables para los padres. No es reprimiendo más a la población, ni sumando inconstitucionalidades e inconvencionalidades al Código Procesal Penal como se le gana la guerra a la delincuencia en todos sus niveles y edades.

 

Para garantizar el que las malas conductas de unos afecten a otros y a la sociedad, en procura de lograr la pacífica convivencia, no basta, es más, es impropio, responder reactivamente con discursos de emergencia. Se precisa atacar, sobre todo, sin dejar de traducir a los tribunales a quienes comprometan su responsabilidad, las causas que generan la criminalidad.

 

Los discursos de reforma al Código Procesal Penal y a otros, aun cuando puedan ameritar cambios, son bien vistos por la sociedad que reclama respuestas. Evidentemente, lo que espera el pueblo dominicano son respuestas institucionales para gestionar la conflictividad violenta, jamás la perversión del Estado de derecho.

 

Aunque algunos pidan el aumento de las penas y la reforma de los códigos, de manera especial el Código Procesal Penal, lo que el pueblo en realidad desea es que el Estado concentre sus fuerzas en la seguridad ciudadana, como de hecho ya se viene haciendo con más ahínco y profesionalidad, cabe reconocerlo, y en las causas que generan la delincuencia, no necesariamente en la modificación legislativa.

 

Las soluciones a los problemas de violencia y de delincuencia, incluida la criminalidad organizada de todo tipo, no dependen de los códigos, pues el Estado está llamado a implementar políticas y medidas preventivas, teniendo en cuenta los diferentes tipos de crímenes y delitos para su implementación. Para tratar el narcotráfico y el crimen organizado no se pueden emplear las mismas técnicas y herramientas que la que es generada por la pobreza material y espiritual, es decir la de conocimientos, educación y conciencia. Como tampoco es lo mismo la criminalidad producto de la debilidad de nuestras instituciones.

 

El reto es para que el Estado, con la colaboración de la ciudadanía, diseñe, elabore e implemente políticas públicas de seguridad y de prevención del delito que se correspondan con el estado democrático de derecho, al tiempo de aumentar la eficacia de las instituciones que lo integran, sin disminuir las garantías de los ciudadanos. La meta del Estado, pues, debe ser la de evitar que existan víctimas de hechos lamentables, realizando una labor preventiva, más que pretender resolver el problema con medidas posteriores al hecho, como sería el aumento de las penas y reducir, limitar y hasta eliminar los derechos y garantías constitucionales y convencionales, que no resuelve el problema fundamental.

 

A esto se debe unir el trabajo con el sistema carcelario y las casas o reformatorios para menores en conflicto con la ley. Estos centros deben servir para lo que han sido creados, para educar y resocializar al individuo, para lo cual hay que apostar recursos humanos, técnicos y estructurales, de toda naturaleza, que contribuyan con los propósitos que persigue la sociedad, en cuyo caso disminuye la reincidencia delictiva, como de hecho se ha demostrado con una buena gestión del sistema carcelario.

 

Presidente, siga enfocado en el trabajo que viene realizando, pero no se desvíe del cauce de nuestro consagrado constitucionalmente Estado Social y Democrático de Derecho, fundado en el respeto de la dignidad humana, los derechos fundamentales, el trabajo, la soberanía popular y la separación e independencia de los poderes públicos (art. 7 Constitución).