Soy de pueblo, conozco el chisme y sus diferentes modalidades, rompía el tedio escuchando algunos y supe cosas de la gente que no debí saber; porque la intimidad del otro debe respetarse. Soy de un país subdesarrollado, terreno fértil donde florecen murmuradores de todo tipo, muchos habitando rincones de la política y del gobierno.
En las ciudades pequeñas, murmurar es un entretenimiento usualmente inocuo, aunque a veces degenera y va contra el prójimo. En el más pequeño de los pueblos y en las mayores ciudades, la envidia y las afrentas personales paren habladores alteros y perversos, que no reparan en venganzas.
El “rumor público “no es chisme, casi siempre lleva verdades y asiste en la identificación de personajes y hechos que trasgreden leyes y buenas costumbres; flota en la comunidad como humo de vertedero en llamas. Pero cuando un rumor pasa a ser un bulo vertebrado, compuesto de falsedades y mentiras, adquiere perversidad y escoge víctimas. Sus autores llevan cuchillo en la boca, dispuestos a destripar al blanco de su inquina para aniquilarlo.
Ahora bien, cuando malicia, envidia o enojo, preceden la elaboración de un chisme, los bellacos que se ocupan de infiltrarlo pasan a ser charlatanes alevosos, surgidos de las sentinas de los celos, rivalidades, rencillas personales o luchas de poder; resentidos rabiosos que no combaten cuerpo a cuerpo, sino que traicionan sirviéndose de la hipocresía.
El “Foro Publico”- temida columna del periódico El Caribe durante la dictadura trujillista- fue un repugnante ejemplo de la murmuración institucionalizada. Los escritos denigraban a enemigos o caídos en desgracia del régimen, avergonzándolos y humillándolos públicamente. Firmaban seudónimos o plumíferos al servicio del gobierno. Eran sentencias llenas de calumnias que aterrorizaron a muchas familias y ciudadanos.
El sencillo cotilleo pueblerino, pierde benignidad entre funcionarios, políticos y militares luchando por cargos e influencias de poder. Entre ellos no es divertimento, sino una aberración soez que alcanza categoría del peor de los pecados. De ahí, que el genial poeta y filosofo medieval Dante Alighieri, en su fascinante descripción de la arquitectura del infierno, colocara a los chismosos en las profundidades del octavo círculo infernal, cercanos a Lucifer. Allí, junto a farsantes, hipócritas, aduladores, simoniacos, y malversadores, los describe recibiendo castigos hundidos en excrementos.
El chisme retorcido, el que diseñan “jabladores” de vocación, intentando zaherir contrincantes y enemigos, llega a producir daños irreparables; a los que esos hombres y mujeres pérfidos que lo fabrican son indiferentes. Años atrás, en Colombia, a causa de un chismoteo, fueron desplazadas 60 familia de su municipio quedándose en la calle. Todo sucedió porque dejaron caer la especie de que mantenían vinculaciones con grupos armados. Una mentira. Tal fue el daño, que el alcalde decidió prohibir por decreto el chisme en su jurisdicción, castigándolo con multas y penas de cárcel.
Un chismoteo no debe tomarse a la ligera, mucho menos creérselo a la primera. A quien llega un chisme corresponde aplicar el primer filtro socrático y preguntar: ¿Estás absolutamente seguro de que aquello que me vas a decir de mi amigo es verdad? Si no se filtran, terminamos implicándonos con el chismoso. Sócrates sabia filtrar chismes, pero apenas unos cuantos aprendieron sus lecciones.
Creer irresponsablemente a cualquier “lengua viperina” es falta grave. El autor de la Divina Comedia, padre de la lengua italiana y enjundioso conocedor de pecadores, así lo consideraba: encerró en el noveno circulo del infierno, el más profundo, a aquellos que actuaron sobre un chisme.
No debo terminar esta peculiar disquisición sin señalar una curiosa paradoja: entre cristianos, besas- sotanas y amigos de pastores, encontramos gran número de “lenguas largas” que, olvidadizos o malos creyentes, ignoran las opiniones del Santo Padre cuando afirma:” los chismosos son peor que un terrorista”. Y su certera definición del chisme: “una peste más fea que el coronavirus”.