En el año 1994 reuní con este título una especie de antología o más bien una selección de los boleros de mi preferencia. Le agregué una serie de artículos que había publicado en la Tarde Alegre del desaparecido vespertino Última Hora, especialmente trabajos sobre artes plásticas y comentarios sobre algunos espectáculos y experiencias personales. Fue un libro de 235 páginas, un verdadero padre de familia que, por sus ventas, satisfizo mis necesidades vitales durante largos meses. Pero fue también un relámpago de tremendismo.
Años y meses hermosos. Vivía entonces de la casa al piano bar cobijado por la madrugada y con muy fieles amigos. El cigarrillo humeante, la guitarra en bandolera, el poema olvidado, la novia, el pañuelo, una piel perdida, un aliento, búsqueda de algo perdido en la prosa y en la poesía, el cara de gato de Bermúdez blanco con hielo y rodaja de limón en vaso corto, un hallazgo feliz en la antigua Marisol de la María Montez frente a un vaporoso cocido de pata de vaca con garbanzos, arroz blanco o fritos verdes con gloriosas tajadas de aguacate como en imperturbable regreso al barrio donde fui muchacho y empecé a descubrir los enigmas de la vida, las primeras pasiones y los primeros besos, la piel que perdí o el nombre amado.
Quienes me conocen saben que viví en Villa Juana (no ésta sino la otra, la Villa Juana de entonces) hasta los diecisiete años, cuando ya ejercía como locutor en la siempre memorable Radio Reloj Emisoras Unidas, en un desolado segundo piso de la arzobispo Meriño número 30, frente a la Catedral Primada de América, en la misma ciudad colonial.
Me refiero a Villa Juana porque fue allí donde nació mi afición por el bolero como poema cantado. Lo primero que se escuchaba en mi casa era el poema 20 en voz de Lisette Álvarez, la inolvidable Serenata del Siglo de Marco Antonio Muñíz con la Rondalla Tapatía y las canciones de Lucho Gatica y Roberto Yanés, dos grandes del canto popular. A pocas casas de la mía estaba (y aún sigue allí) la llamada Cochera, un caserón como de veinte cuartos que antes había sido lugar de guardar coches, cuando aquellos eran los postreros de Venturita (padre del eminente historiador y hombre público Manuel Arturo Peña Batlle, y que todavía es habitado por las mismas personas. Murieron los padres, pero ahí siguen los hijos, los nietos, los biznietos, y cuidado. Fue la Cochera el lugar indiscutible donde nació la bachata y era normal que por allí desfilaran, buscando a los hermanos Luis y Enriquito Pimentel, maestros del arte de tocar la guitarra desde siempre, José Manuel Calderón, Cuco Valoy, Miguelito Cuevas y nuestros vecinos Luis Segura y Rafael Encarnación, quien vivió hasta su muerte en la calle profesor Amiama Gómez, contiguo al entonces joven humorista en busca de oportunidades Roberto Salcedo, tan flaco como yo, con su andar siempre de prisa y su incesante parpadear, próximo a mi calle, la 23, que después pasó a llamarse Osvaldo García de la Concha. Una calle muy corta que empieza en la avenida San Martín y termina en la Américo Lugo, junto al cementerio nacional.
Desde muchacho, a todos estos los vi y los escuché cantar, pero la bachata no concitó mi simpatía. Era ya un joven alto y delgado con afro, pantalones de poliéster y camisa de naylon que recién había publicado un opúsculo de poesía lujosamente prologado por René del Risco Bermúdez y presentado por Pedro Mir, recién llegado de su largo exilio, en lo que se llamó Primera Exposición Mundial del Libro, donde hoy está el Huacal. Mi carrera en la literatura y mi preferencia por el género poesía nació de las audiciones de poemas de José Ángel Buesa en la radio y nunca me llamó la atención ni me la ha llamado ese tipo de música. Como tengo el dudoso orgullo de ser el único dominicano que no sabe bailar lo hago constar.
Con cierta frecuencia pienso que mi generación tiene deudas de gratitud con Radio Radio, la emisora de los éxitos, porque era la estación donde se difundía la música de la nueva ola, el club del clan y los memorables clubes de amigos de Felipe Pirela, Roberto Ledesma, Marco Antonio Muñiz y algún otro que por el momento no recuerdo. La voz bien timbrada y educada de Jesús Rivera y la hábil de César Peguero (epd) ponían la nota a estos programas que siempre disfrutaron de gran audiencia. En la noche, en La inconfundible Onda Musical, una hora de música del ayer con el locutor Lorenzo Hernández (epd), Por la ruta del Recuerdo, decía, Amontonando vidas para que la muerte duela menos, verso del poeta argentino Arturo Capdevila. El Romántico de la París, La viuda de los ojos grises, etc., eran los pseudónimos de quienes enviaban sus poemas y pedían canciones muchas veces con dedicatorias especiales. Hace algunos años que tengo en aire una emisora de radio online que solo toca música del club del clan, la vieja nueva ola y el rock and roll de aquellos tiempos, con algunos boleros.
Al mediodía César Medina en La Voz del Trópico eran una sola bocina, De fiesta con la Sonora y Cita con el viajero mundial, que no era más que Daniel Santos entonces El Inquieto Anacobero de Borinquen, quien dejó en el país cuentos verdaderamente antológicos durante sus largas estadías en nuestro país. En las mañanas el 9 a 12 con las novelas de HIZ, la broadcasting nacional y en las noches, después de las nueve Radio Sensacional, ubicada en la fábrica de blocks Solano en la calle Yolanda Guzmán casi esquina 13.
Jojó Pérez (José Joaquín Pérez) en su Alta Tensión en la Radio ABC del Episcopado ubicada en la Aníbal de Espinosa en las cercanías del mercado nuevo y Jesús Sánchez, el Loco-loco, desde esa estación difundían la música disco. El fabuloso e histórico programa El Sonido de la Música de Ricardo Luna perdió audiencia cuando salió al aire la entonces moderna Radio HIJB entregando las noches a Escala en Hi-Fi con mi queridísimo amigo Pedro Julio Santana hijo (epd).
Pero fue Radio Radio la que más influyó en el repertorio espiritual de muchos de mi generación. En la casa contigua a la mía los clubes de esta emisora eran una sola bocina, igual que los Bailables navideños de Onda Musical. La memorable Radio Guarachita nunca fue opción en la zona donde vivía, allí, casi frente a la casa del ahora Añoñaíto Luis Segura y la de Julio Saldaña, desde hace años Julio Sabala.
En el barrio existían los fanáticos de Johnny Ventura (también de Villa Juana con posada en la Tunti Cáceres entre la 23 y la 21) y los de Félix del Rosario y sus Magos del Ritmo. Muchos de mis amigos eran y son fanáticos de canciones como Resumen, de Ventura, merengues extraordinarios como Los Algodones o María Tomasa la Resbalosa. A Rafael Solano y su orquesta no le faltaron fanáticos, sobre todo cuando cantaba El Songo, Francis Santana. La era de la mangulina y el carabiné, el perico ripiao, la bachata, la que entonces era la penetración cultural, el rock and roll, el club del clan, la nueva ola, la hermosa música de Navidad de Félix del Rosario y un tema que siempre me he preguntado por qué solo lo tocan en Navidad: El Martiniqueño, junto a baladas memorables de Lucho Gatica, Muñiz, Pirela, Ledesma, La Lupe, Blanca Rosa Gil, Olga Guillot, Charles Aznavour y Armando Manzanero, entre muchos, fueron edificando mi personal gusto musical y mi preferencia por el bolero que tanta demanda y consumo tiene aún.
Sabor de engaño, Camino del puente me iré, Esta tarde vi llover, Cuando tú te hayas ido, Bésame mucho, Somos novios, Si nadie amara, Magia, Pecado, Lágrimas del alma, Las muchachas de la plaza España, Reloj, no marques las horas, etc., son canciones, son boleros que viven y perduran porque solo cuando muera la poesía podrá morir el bolero. Y la poesía nunca ha de morir.