Más allá de los problemas rutinarios de la justicia dominicana, como la pérdida y extravío de documentos o expedientes, la demora en la entrega de los originales en los procesos de desglose, o la deficiencia o negligencia en la atención de trámites de cualquier tipo, con la implementación de la tecnología el sistema de justicia, está pasando por muy mal momento.
No me opongo al uso de la tecnología en el sistema de justicia. Todo lo contrario. Soy abanderado sempiterno de todo cuanto contribuya con el acceso real y gratuito a la justicia para los ciudadanos que somos los que deberíamos tener garantizados, por disposición constitucional y convencional, ese derecho. Lo que dejo ver aquí son las grandes dificultades que ha traído consigo al sistema de justicia con la puesta en marcha de la modernización, que tanto ha preocupado y ocupado a la Suprema Corte de Justicia y de manera particular a su presidente, el Lic. Luis Henry Molina.
Es común en estos días ver las quejas de colegas en redes sociales sobre la lentitud o ineficacia de los procesos, aún de aquellos sencillos que antes de la tecnología se tomaban horas y hoy se toman días o semanas y hasta meses, como una designación de sala o una fijación de audiencia. Pareciera como si la tecnología, en lugar de traer beneficios, como la agilización de los trámites ordinarios, lo que provoca es su ralentización a un punto que raya en lo absurdo.
Un simple ejemplo, pero que demuestra el nivel demencial de lo que ocurre, es que ya no se puede tener acceso a los expedientes físicos en la mayoría de los tribunales. Resulta un acto de fe -cual dogma decimonónico- ejercer la abogacía (tenía razón el gran maestro de maestros, mi tan recordado y admirado Dr. Juan Manuel Pellerano Gómez cuando afirmaba que el abogado es aprendiz de brujo y, añado yo, que el abogado debe ser prestidigitador y mago), porque dependemos de lo que nos informan los servidores que es lo que “dice el sistema”, llevándonos con sobrada frecuencia sorpresas desagradables con la aparición de depósitos de documentos que no nos fueron comunicados, así como decisiones ya emitidas, a pesar de los incansables esfuerzos, idas y venidas interminables, por hacer la labor para la que somos contratados.
Otro ejemplo es la dificultad de acceder a las secretarías para el seguimiento y gestión de los casos. Estas no reciben documentos si no es a través del servicio judicial, que se demora días en completar el trámite interno para llegar al expediente físico, por más plazos o situaciones de premura o urgencia que existan, con todo lo que eso entraña para el abogado y su cliente.
Es común notar que muchas veces los servidores que atienden en Servicio Judicial, no tienen conocimiento sobre los procesos judiciales de que se trata y exigen documentos innecesarios o ponen trabas para recibir solicitudes, constituyéndose en jueces del fondo del caso más que responsables de la tramitación correspondiente.
También suele ocurrir que se reciben informaciones a medias o desactualizadas, solo porque el expediente no se encuentra digitalizado en su totalidad o el sistema no está actualizado y las secretarías despachan al abogado con una información incorrecta, con un simple “así lo dice el sistema”. Muchas veces es tan grave la desactualización que llegan al punto de certificar, con fe pública, hechos inciertos, como decir que hay expedientes incompletos, en los que faltan completar trámites, a pesar de haberse completado con más de 6 meses de antelación a la emisión de la certificación. Esto es gravísimo y es tan común en la propia Secretaría General de la Suprema Corte de Justicia, que debe ser el ejemplo de lo que el Servicio Judicial pretende ser. Es un panorama realmente desalentador, preocupante y desmoralizante.
Este estado de cosas ha generado un cúmulo de trabajo administrativo y de gestión de los expedientes que no se subsana dirigiéndose personalmente a los tribunales. En particular, la Secretaría General de la Suprema Corte de Justicia, por medio de una decisión interna, fijó un límite en la cantidad de gestiones que se pueden hacer con un turno (diez en total), negándose a suministrar informaciones de más expedientes, aunque hayas esperado por horas y tomado varios turnos para ser atendido por diferentes servidores, solo porque son “diez tareas” diarias por persona, sin excepción. Y hay que reírse. Si usted tiene que ver cuatrocientos documentos, sin hablar de las páginas que tenga cada uno, póngale, como ejemplo dos a cada uno, usted tendría que acceder durante 80 días, es decir durante casi tres meses, para enterarse, ver y analizar la documentación de su interés.
Entonces, imaginen este escenario, el sistema judicial sufre a menudo de caídas que imposibilitan tomar conocimiento del estatus de los expedientes. Si en una jornada se pretende conocer el estatus de 6 expedientes y no se puede obtener información porque se cayó el sistema, al regresar al otro día con los 5 expedientes que corresponderían a ese día, se han sumado los 6 del día anterior, provocando que haya una duplicidad en el traslado, lo cual se traduce en tiempo y recursos adicionales. Sin embargo, ante la limitación en la cantidad de expedientes a revisar, también nos encontramos con la imposibilidad de resolver los trámites en una segunda visita, lo que provoca que deba realizarse una tercera visita para concluir respecto de los 11 expedientes del ejemplo. Y así se convierte en una bola de nieve. Pero seguimos con la ilusión y el cinismo de una justicia gratuita. No se para quien es gratuito el acceso, que debe ser permanente, porque para los casos que conozco no es cara, sino carísima.
Si no resultara suficiente lo que ocurre en el Poder Judicial, lo que sucede en las Procuradurías Fiscales es equivalente a lo indicado. Además de muchos fiscales, sirviéndose de cualquier mínimo argumento o más bien, excusas, poner a pretendidas víctimas o imputados a coger lucha, poniendo la bola -los casos- a rodar de una unidad a otra, cuando es incluso clara su competencia, muchos incluidos fiscalizadores, que reciben querellas, se han erigido en verdaderos obstáculos para que estas puedan ser tramitadas, requiriendo de las víctimas y querellantes que realicen ajustes, cambios y modificaciones que desbordan sus competencias, conforme lo dispone el artículo 269 del Código Procesal Penal. Estamos en una situación que bien podría establecerse un formulario de querellas y que, para presentar una querella, se exija el llenado, cual si fuera un contrato de adhesión, pasando a ser los abogados simples tramitólogos. Y no hablo de las querellas mal instrumentadas, en forma y fondo, que las hay y muchas, lo que debe ser objeto de verificación por parte de los fiscales; sino de las que elaboran abogados que tienen las competencias suficientes para realizar las querellas como manda la norma.
Lo anterior sin contar con que nos ha tocado presenciar como a ciudadanos nacionales y extranjeros que se presentan a denunciar hechos calificados como robo, abuso de confianza o violencia, se le remite a otra jurisdicción (comúnmente civil), desmeritando su caso o diciéndole que “esos son problemas de marido y mujer”, “eso es un cobro de pesos, no una estafa” o hasta un “eso es de tal jurisdicción”, aplicando, no el cedazo de forma y fondo para lo cual están facultados, sino la ley de “quitarse eso de encima”, por pura holgazanería, arbitrariedad e irresponsabilidad.
No andemos con rodeos, el momento de la justicia no es el mejor en cuanto al acceso, de entrada inicial y para mantenerse en ella. No tapemos el sol con un dedo: la justicia es cosa de ricos. Con este berenjenal nos preparamos para la Celebración de la Conferencia del Poder Judicial 2024. Pero, se precisan medidas urgentes. El diagnóstico y la realidad nos están dando en la cara, nos acogotan. Se precisa de soluciones ahora. Solo falta más voluntad, firmeza y solidaridad de propósitos por parte de todos los jueces, comenzando por los de la Suprema Corte de Justicia y el Consejo del Poder Judicial como del Consejo Superior del Ministerio Público, de la Procuraduría General de la República y todos los servidores del sector justicia.