Estados Unidos de América, con sus altas y bajas, es un referente en la robusticidad de la cultura democrática y política. Esto es cierto incluso cuando comenzó la polarización de la política de arriba hacia abajo a finales de los años ochenta, en los noventa y la primera década del año 2000 con Larry Reid a la cabeza. Quizá lo sabemos ahora, pero, no vimos que en ese momento comenzó la lenta muerte de la oposición leal.
En la actualidad, se celebran elecciones de medio término en Estados Unidos para la elección, o reelección, para una parte del senado y de la cámara de representantes. También a nivel estatal se observa esto, donde hay elecciones en todos los niveles de elección estatal, gobernadores, alcaldes, miembros de juntas distritales escolares, secretarios de estado, oficiales de elecciones. En las elecciones contemporáneas de los EEUU esto es relativamente normal, sea republicano o demócrata.
El problema, no obstante, es cuando los tratamientos paliativos a la democracia terminaron el 2016 con la elección de Donald J. Trump como el 45to presidente. La elección desató y propulsó una serie de reacciones dentro del partido republicano, el partido demócrata y votantes independientes. La sociedad civil por igual, una serie de medidas adoptadas tan pronto se asumió el cargo de caos, incompetencia y demás. Las medidas de este que pueden considerarse, quizás, interesantes y beneficiosas, pasaron – lamentablemente – desapercibidas por los continuos tropiezos de su administración.
¿Qué quedaba? Pues, nuevas elecciones y campañas electorales para volcar la voluntad electoral hacia otro rumbo o, como es normal en democracia, la reelección de las autoridades incumbentes. Ahora, para las elecciones del 2020 surgió algo que lo cambio todo. Despertó aquello que es el cuestionamiento de la integridad electoral antes de las elecciones, durante y después, que ya había dado señales de vida en la contienda presidencial del 2016. Como le corresponde a todo candidato, se presentaron demandas y documentos, pero, hasta juez estatales y federales, sucesivamente, rechazaron las demandas, incluso jueces nominados a la judicatura federal por el presidente Trump.
¿Consecuencias? La primer de ellas es que esto dio pie a que entrasen al congreso federal, a las gobernaciones y otras posiciones estatales negacionistas, es decir, personas que niegan que realmente la elección fue íntegra y que el actual 46 presidente Joe Biden es el presidente legítimo, por ejemplo la representante Taylor Greene. No era el simple pataleo propio en una democracia, es que se planteó tras medio de comunicación y las cámaras de eco (Twitter, Facebook, Instagram) que las elecciones fueron “robadas”, cuestionando también – aunque no lo creamos – las reglas electorales que autoridades afiliadas al partido republicano adoptaron para sus estados para las elecciones.
La segunda consecuencia, es que estas personas, lamentablemente, tuvieron un pódium para compartir las teorías de la conspiración sobre las elecciones y otras teorías de la conspiración. Como contra reacción a esto, otros políticos emergieron como siguiendo la tercera ley de Newton como respuesta, los medios de comunicación tampoco contribuyeron, en particular Fox News y CNN. Entonces, ello llevó a movilizar más y más personas respecto a que las elecciones fueron robadas y que la “libertad” estaba en peligro.
La tercera consecuencia es de las más peligrosas es que los puestos para ser oficiales en las elecciones federales son sujetos a elecciones estatales. Bien reporta FiveThirtyEight, el 60% de los estadounidenses tendrán en sus boletas electorales candidatos y candidatas que son negacionistas de los resultados electorales del 2020 que dio la victoria al presidente Biden. En efecto, muchos de estos candidatos asistieron al mitin del asedio al Capitolio.
A esto se suma la cantidad de personas que resultaron electas a puestos de control de elecciones que son negacionistas de las elecciones del 2020 es preocupante. En vez de utilizar un poder político para propugnar reformas electorales entre las cuales se encuentra el John Lewis Voting Rights Act y demás ofertas, se procura poner en cargos claves a negacionistas y desconfiados de la integridad de la elección.
Una cuarta consecuencia, sumado a lo anterior es un oscuro fantasma de “parapolicías” para vigilar “el voto” que tenían como misión intimidar y desincentivar el voto afroamericano. Ahora, tenemos para-grupos electorales que “vigilan” las cajas donde se puede votar anticipadamente o por correo, en los estados que así lo permiten. Esto ha causado graves incidentes que no hace más que crear un ambiente de miedo o intimidación, sobre todo de grupos extremistas como los Proud Boys y los Oath Keepers han llevado se han desenvuelto violentamente con usuarios de las cajas. Bajo la Ley de Derechos Electorales de 1965, el Departamento de Justicia tiene competencia para perseguir, penalmente, a las personas que intimiden a otras en tal modo que afecte el ejercicio de su derecho al voto.
La quinta, muy importante, es el empuje que tuvo todo como factor en el empoderamiento ilegal de una serie de personas para asediar o atacar el capitolio. Si hay un símbolo de la violencia política es esta, donde el proceso democrático se desenvuelve y el vicepresidente Pence recibía presiones de esferas altas de la administración saliente y de las personas que violaron el perímetro. Asimismo, la violencia política se vio recientemente en el asalto a la residencia de la presidenta de la Cámara de Representante Nancy Pelosi, donde su esposo resultó seriamente herido y el detenido preguntaba constantemente por Nancy Pelosi para golpear sus piernas. Como bien argumenta Matthew Dallek, hasta que no tenga un costo o consecuencias el uso del lenguaje violento o las conductas de violencia política, o al menos se les paren los pies, solo terminará fortaleciendo y disipando esta línea entre la retórica extrema y la violencia política, aplicando esto tanto a demócratas como a republicanos.
A donde quiero llegar es que, la democracia que en términos de práctica y cultura política parecería ser robusta, se está jugando la integridad de su sistema democrático frente a los ojos del mundo. El próximo 8 de noviembre, ojalá no pase a peor y así lo espero, es uno de los momentos más inciertos de la política contemporánea en Estados Unidos. Lo peor es que el avance de las extremas o ultras en Europa y Latinoamérica podrían aprender de estos horribles sucesos, ya vimos como Jair Bolsonaro quiso imitar lo mismo, incluso dejar libre a sus seguidores para que estos procuren la intervención militar, cuando el pasado brasilero tiene malos precedentes de la intervención política de los militares.
En República Dominicana debemos aprender de esto de cara a las elecciones del 2024, evitar que el uso político que partidos, precandidatos y grupos parapolíticos están utilizando como arma política sea la norma. Una retórica fuerte es distinta a una retórica que es combustible para la violencia, la ira y el resentimiento, para no aceptar las elecciones o sembrar la duda institucional para el caos. Lo vimos con la tardía intervención de Bolsonaro tras las elecciones y el silencio en dirigirse a sus votantes para cortar la tensión del ambiente político que amenaza con desembocar en violencia.
Aprendamos de los errores de otros para que no sea muy tarde para nosotros. No podemos tener democracia y violencia política a la vez. Tanto la derecha como la izquierda que creen en la democracia liberal, así como en un estado constitucional, debemos tomar las medidas de lugar contra grupos en República Dominicana que se valen de la violencia política, así como de movimientos y partidos políticos que no les importa ver el país arder, antes de bajar el tono y detener el acelerador hacia la autocracia.
Estamos a tiempo.