Hay dos frases repetidas hasta la saturación en la pantalla y en las paredes de nuestras ciudades que no hacen más que fracturar la idea de persona democrática. “Dominicanos hasta la tambora” y “Dominicano de pura cepa” podrían ser simples frases salidas de una mente publicitaria raquítica. ¿O estamos ante los pilares de una propuesta de sujeto nacional por parte de nuestros órdenes?
Estar “hasta la tambora” es ser parte de un hartazgo. Estaríamos a punto de reventar “porque estamos hasta la tambora”. ¿Qué hacer con una tambora por la demás? ¿Cómo es que nuestro cuerpo se tamboriza? ¿Asumir golpes, generar sonidos, ser resto de un animal muerto, ser parte de una larga historia de esclavismo y trasplantes? ¿Qué hacemos siendo nuestros cuerpos “tamboras”? Una tambora: “mira tu chivo, cantando”, diría el poeta Manuel del Cabral.
Por lo demás, ¿qué es una pura cepa? ¿Un sueño ario de pureza? ¿Un remachar ese autodesprecio con el que hemos socializado, donde siempre seremos ese “otro” no deseado?
Estamos ante dos invenciones, dos propuestas de poner en evidencia eso que “somos” o “deseamos” o “deberíamos ser”.
A quien escribe, nacido y criado en Villa Francisca, en la capital dominicana, le chirriaba cuando niño el hablar cibaeño. El sureño, peor, con esas “erres” purulentas. En medio de aquella pobreza de los años 60, yo era el único niño blanco en la Escuela Uruguay. Desde temprano asumí con burla lo que fuera “Los Mina”, “Villa Consuelo”, “Villa Juana”, porque todo eso era zona de prostitución, de juegos y asaltos. Naturalmente me burlaba de todos aquellos que tenían los ojos como “clá clá”, la nariz “de frononó” y peor, los que conservaban tres gotas de sudor en la nariz.
Cuando pienso en mi infancia hasta los diez años y luego en los tres siguientes, metido de cabeza en una Iglesia Evangélica Pentecostal, me imagino encumbrado por una sensación de ser mejor que todos los demás. Diríamos, con el lenguaje de estos tiempos, que me consideraba un “dominicano de pura cepa”, con orígenes tan campesinos provenientes de Moca y San José de Ocoa.
La llegada al Liceo Estados Unidos y luego al Fabio A. Mota de Los Mina me hizo removerme en todas mis creencias infantiles. Me imagino que ese niño que fui en los Sesenta debieron haber sido los niños dominicanos, seguramente hasta ahora.
Si hay algo a lo que nunca me podía resistir era a esa verdades que pensaba a la hora de acostarme. Por razones políticas, de convivencia, de sobrevivencia, advertía cómo en el día tenía que negociar ideas, realizar acuerdos, hasta que llegaba esa dura hora de la almohada en la que me sentía culpable por esa vida de mentiras que llevaba. Sabrás que hay algo puro en ti: tu conciencia. Dirás o no dirás, pensarás o hablarás, pero al final siempre habrá un punto donde sabrás que no todos tus actos se compadecen con una convicción, con un principio de verdad.
Hubo lecturas como ese “se rompe en alas” de José Martí. Pienso en Kafka, en Nietzsche, en Foucault, entre otros. Pienso en lo efímero de todo, en el aligerarse tratando de que las verdades no sólo te las digas a la hora del sueño sino en el día entero, celebrando por otro lado la diversidad de lo que es el ser humano y el derecho de todos a respirar.
¿Qué agenda tenemos en la vida política que no sea la de asegurar el miedo como una de las estrategias para imponer e imponerse? ¿Cómo perder ese gusto por la manipulación, las mentiras como argumentos? Pienso en la lógica de la bachata como texto: el victimizarse como manera de generar afectos, atención, ¡hasta amor! Pienso en los esteroides como manera de ser gran pelotero, en las extensiones del cuerpo para lograr cuerpos perfectos, en el botox para el polvo más espectacular, en la mismísima máscara con la que podremos dejar nuestro aburrido rostro original. ¡Que vivan Las Vegas! ¡Abajo Cutupú y Rancho Arriba y La Ciénaga y todo lo que pinte marrón!
Esos “dominicanos de pura cepa” y esos “hasta la tambora” no existen en tanto tales. “Lo dominicano” es un discurso, una construcción, un traje hecho para una circunstancia, un monstruo que te crean para que asumas con pánico tu voz y tu palabra, que ella no sean expresiones de un ser sino eco de otros ecos. He preguntado en la calle qué significa eso de “hasta la tambora” y el primero que se confunde con la pregunta es el mismo ciudadano de a pie.
Los “dominicanos de pura cepa” son excluyentes. ¿Eres de “pura cepa” cuando tu abuelo era árabe o haitiano o español? ¿Te has pasado la vida comiendo yuca y comiendo peces, como los taínos? ¿Es lo dominicano sólo un menú, un listado de primicias o un fijarse a un territorio paradisiaco con una grapa? ¿Si eres tan dominicano de pura cepa, por qué consumes ajo de China, carnes de res de Argentina, espaguetis turcos con marcas italianas y vinos españoles, sobre todo los de tres por dos del Bravo? ¿Por qué tienes gatos pekineses en lugar de caimanes? ¿Qué es la “pura cepa”?
En realidad pudiera obviar el tema, por su gran inconsistencia a nivel conceptual, si no fuera por ese clima de odio, de desprecio, autodesprecio y arrogancia con el que estamos ahora socializándonos. Ahora será moneda corriente algo que con seguridad aterrizará en el diván del sicoanalista, porque, ¿cómo convivir con tantas mentiras?
Los más fieles “dominicanos de pura cepa” viven en el Polígono Central o en Bella Vista. Tendrán alguna casita en Santiago, Jarabacoa o Punta Cana, donde seguramente el plato será mangú, a pesar de que ya la palabra suena demasiado a cafre, a negro, a “jodido negro”.
Y lo más patético de esa propaganda de los de “pura cepa” es esa iconografía de los tiempos de la independencia de 1844, con dominicanos demacrados, con bigotes más grandes que los que usaba Danilo Medina, síntoma de hombría, resolución, adultez, útil naturalmente hasta el día en que te das cuenta que te pareces a tu abuelo y entonces quieres recuperar cierta prestancia. ¡Como el Danilo después del bigote!
Estamos ante una memoria de pacotilla, ante unos creativos que no pasarían un examen en la escuela creativa de la UASD, pero que aún así, no dejan de socializarnos ahora en una visión degradante del sujeto, porque lo único que destaca en él es lo peor: el miedo.
¿Cómo forjar una ciudadanía de cara al siglo XXI, con todos los retos de la modernidad, cuando en el hacer cotidiano se nos reduce al lecho de Procusto de 1844, en su peor versión, la santanista? Recordemos que Santana hasta llegó a fusilar a una mujer, María Trinidad Sánchez, a partir de una magra razón de Estado. ¿Qué tanto tendremos que matar en nosotros mismos para seguir con este vaudeville esquizo de negros metidos a blanco? ¿Hasta dónde nos llevará esa política de autodesprecio, ahora proclamada desde las mismas instituciones del Estado?
Podría enumerar la cantidad de amistades y relaciones a quienes les ha condicionado el no poder disponer de una imagen “completa” de la persona, ya sea porque son negros, pobres, nuevos ricos, les falte el carro, la yipeta, no puedan gastar todo lo necesario en Santo Domingo Tennis Club o vivan “del otro lado del río” y no puedan disponer de unos buenos Nikes o Adidas o darse un brinco al barrio de Salamanca, en Madrid.
Vivimos en un país minado, donde los negros se están comiendo a los negros con la ilusión de que en algún momentos serán tan blancos como Omega o Sammy Sosa.
Oh, nuestra clase política, todos de pura cepa, aunque algún trabajito en Photoshop no caería tan mal.