Tras ubicar mi asiento, el 26C, guardé mi equipaje y me senté; saqué el libro de mi bolso, marcado donde lo venía leyendo, y sumergí mis narices en su lectura. Era mi propósito permanecer así por horas. Antes, ofrecí unas buenas tardes de cortesía a la dama a mi lado en el asiento 26B.
Ella respondió con un gesto amable, y devolvió la cortesía pasándome el cinturón de seguridad, antes de continuar en lo suyo, esto es, su plática alegre con el pasajero en el asiento de la ventanilla, el 26A, al que no miré para reservarles cierta privacidad.
El autor de mi libro comentaba “Memorias de Adriano” de Margarite Youcenar diciendo: “Adriano se asombra al considerar su vida como un informe, que nunca estuvo dirigida rectamente a la vida como un héroe homérico. La masa de sus proyectos le parece “tan nebulosa como fatídica”.
Deseos de continuar la lectura no me faltaban, pero el cansancio físico me gobernó y por más de una hora quedé entre la vigilia y el sueño. La noción de disciplina augusta, o disciplina del gobierno de sí mismo, del que trataba la lectura, se entrecruzaba en mi mente adormecida.
Mientras, escuchaba con los ojos cerrados al pasajero de la ventanilla gritar con “júbilo niño” tan pronto el aeroplano despegó sus ruedas del suelo español, en una lengua que supuse era la de Goethe: Mama, voy a la República Dominicana. Papa, voy a la República Dominicana.
En mi duermevela descubrí que había quedado al centro de una familia entusiasta. Desde el asiento 26D, al cruzar el pasillo al lado mío, una voz masculina contestaba cuando el chico entonaba preguntas a papa, sobre la Domininkanishe Republik, en esa lengua que no domino.
Antes leí en el libro en mis manos: “Un diálogo es una colisión de vidas donde brotan chispas, que iluminan las almas de los otros, abriéndolas a nuestras miradas”. El diálogo de estos felices pasajeros emparentados, hablando en idioma extranjero, coronaban de chispas mi sueño.
Supe que había quedado totalmente dormida, cuando sutilmente mama me despertó y me pidió permiso en español, porque su hijo necesitaba ir al baño. Fue cuando le vi el rostro lozano y púber por vez primera. Me decía inocente, algo que presumo era perdone usted, por favor.
Me puse de pie soñolienta para darme cuenta de que el muchacho era un altísimo atleta de cerca de siete pies, portador de un hermoso cruce biológico caribeño y germano; iba vestido de pies a cabeza de cuanto signo alusivo al béisbol dominicano puede haber.
Mama, una dama dulce, de rasgos sajones se puso de pie conmigo, me dio las gracias y en lo que el chico iba y venía, continuó la plática con papa, un caballero a todas luces dominicano de pura cepa, también ataviado con motivos del béisbol nacional a mi diestra. Papa era un fornido mulato que conversaba con fluidez la lengua de mama.
Así fue como conocí a Kelvin Alber, un joven promesa del béisbol, que a sus dieciséis años ya es reconocido en las ligas europeas juveniles. Mama se llama Petra Alber y papa es Anelio Merante. A la fecha no son pareja, pero viajaban juntos para traer a su hijo, por primera vez, al país del que su vástago se considera nacional. Soy dominicano, me repetía el muchacho en austríaco, su dialecto, pero este es mi primer viaje a casa, me traducía la progenitora.
Kelvin, como Petra, nació en Kufstein, Austria. Anelio es oriundo de San Juan de la Maguana, y actualmente es sous-chef en el hotel Saint Michel de Schönau, un destino de deportes invernales.
Siendo miembro de la Policía Nacional dominicana, Anelio pasó a Politur, y, como Jorge Luis Borges, se enseñó a si mismo a hablar el alemán. De la investigación y apresamiento del ladrón de unas prendas pertenecientes a una ciudadana austríaca, turista en Puerto Plata, nació una relación de amor y un pasaje de ida, hace varias décadas.
San Juan de la Maguana sería la primera parada de Kelvin en la República Dominicana, me dijo en el dialecto austríaco, como un niño que cree que todos lo entienden. La madre servía de intérprete, hasta que descubrimos que podíamos seguir la conversación en inglés los tres.
La turista austríaca en Puerto Plata no era Petra, Anelio la conocería años después en clases de salsa, que para entonces dominaba el español, gracias a la escuela y las telenovelas mexicanas, me contó ella con su acento de gorrión.
Cuando mama supo que soy abogada me hizo preguntas sobre derecho migratorio en directa consulta con papa, mientras Kelvin me mostraba en una galería de fotos su teléfono móvil, la historia de su vida y el béisbol, asegurándome que nunca quiso hacer nada más y agregando ahora en inglés, para no dejar dudas, I am Dominican, although this will be my first time there.
Papa y mama me presentaron a Sonia, la dama en el asiento 26D, dominicana y actual esposa de Anelio, quien también apoya la carrera del joven atleta, el protagonista de su travesía a la isla y el único hijo de Petra. Mama ha sido quien ha llevado a Kelvin cuatro veces a la semana, por un viaje de tres horas de camino hasta Munich, Alemania, atravesando la frontera, a la salida de la escuela, para que asistiera a una liga de béisbol. En las noches regresaban Kelvin y Petra juntos a Austria, para concluir el día ayudando al muchacho con sus deberes escolares.
Esto último me lo contó en español Anelio, dándole justo crédito a Petra, quien asimismo fue que le inculcó al muchacho, desde que era un niño, el amor por el deporte nacional. A Kelvin lo han visto jugar cazatalentos europeos y grandes beisbolistas internacionales. Sus padres decidieron traerlo al país, para que antes de la mayoría de edad lo firmen por aquí.
Mi único lamento es que Anelio es fanático del Escogido, por lo que no veré a Kelvin jugar en mi equipo, el Licey. Kelvin, todavía no sabe español, pero no habla ni piensa en otra cosa que no sea este deporte y su necesidad de afirmarse como dominicano, dicen sus padres. Anelio quería que su hijo me regalara una pelota firmada. Preferí ser yo quien le hiciera un regalo, el presenta artículo, para escribirles: ¡Bienvenidos a la República Dominicana!
El autor que leía aconseja que debemos mantener “tareas hercúleas como los atletas”, tener “primero vocación, luego entrenamiento, preparación, ejercicio y disciplina”. La “voluntad de hierro”, de Kelvin practicando bajo la nieve y el “sentimiento misional” de Petra y Anelio, son la viva expresión de los “cuidados del alma”.
Todo lo citado entre comillas en el presente artículo se extrae del libro “Empollar huevos históricos” de Federico Henríquez Gratereaux (1937-2024), un regalo que recibí hace unos meses del intelectual, que descansa en paz. La voz de trueno de don Federico, como la describe Basilio Belliard se siente viva. Parecía describir a Kelvin Alber para mí. El espíritu del joven atleta evoca su memoria. Ambos acumulan jubilosa disciplina augusta en la masa de sus proyectos vitales.