En el verano de 1962 llevaba cuatro años en la República Dominicana y disfrutaba de semanas de vacaciones antes de comenzar otro año de dos grados todos los días en la escuela primaria Fray Pedro de Córdoba. Una carta inesperada de la Casa Madre de nuestra Congregación en Pembroke cambió mi vida en una dirección diferente y retadora. Desde hacía varios años, los padres de los escolares de Yamasá habían estado suplicando a las Hermanas que fundaran una escuela secundaria en su pueblo para que la educación de sus hijos e hijas no terminara con el Octavo grado. El párroco, padre Patricio McAullife, se unió a los padres para presionar a la Congregación para que accediera a su pedido. Hasta entonces, las Hermanas, aunque simpatizantes de la causa, no tenían el personal para asumir otro trabajo docente de tiempo completo.

Finalmente, una declaración de una madre desesperada debe haber inclinado la balanza. Si su hija no tenía la oportunidad de avanzar a la escuela secundaria, se lamentaba, permanecería tan muda como una pata de buey. Ese día de verano de 1962 me tocó a mí evitar tal calamidad. Por supuesto, cualquiera que haya sido responsable de iniciar una nueva institución o un proyecto en curso sabe que una persona no lo hace sola. Ciertamente no en Yamasá. Recibí el apoyo de padres, alumnos, autoridades municipales y de mis propias Hermanas, desde el principio.

Inmediatamente me puse a correr la voz en Yamasá y en los pueblos de los alrededores. La noticia fue recibida con alegría y alivio. Había algunos jóvenes que habían estado pasando el tiempo en sus casas durante dos o tres años, frustrados porque sus vidas parecían estancarse, sin educación y sin trabajo. Por fin aprovecharon la oportunidad.

Siempre me ha maravillado el afán de los niños de Yamasá por tener una educación. En países donde la educación es un hecho, "tómalo o déjalo", a menudo lo dejamos o lo tomamos de la manera más desganada. No es así en Yamasá: recordaba que los estudiantes de Sexto grado en adelante parecían absorber todo lo que pudieran aprender. También me maravillaba de que nuestros graduados de secundaria, después de encontrar trabajos de enseñanza u otros trabajos, tomaran el autobús a la Capital los sábados por la mañana para asistir a la universidad todo el día, en un esfuerzo heroico por tener éxito en las profesiones que habían elegido.

El nuevo comienzo para los estudiantes de Yamasá se presentó ante ellos en septiembre de 1962.

Mi lista estaba casi completa, cuando descubrí que Servando Hernández, un joven brillante y talentoso, no se había registrado. Como Servando contó la historia muchos años después — unos meses antes de que muriera prematuramente de una afección cardíaca — hice al menos tres visitas a su casa, rogándole que aprovechara esta oportunidad que no creía necesitar. Finalmente cedió y se dijo a sí mismo: “Iré para complacer a la monja”. No era ningún secreto que la monja estaba complacida.

Mientras preparaba el terreno para sembrar las semillas de esta nueva y emocionante aventura, la Hermana St. Henry, nuestra Superiora y directora de la primaria San Pedro de Córdoba, regresaba de sus vacaciones en Canadá. Se había enterado de que se había nombrado un nuevo santo, el primer santo de color en América Latina. Era un monje de la Orden de Santo Domingo, un peruano llamado Martín de Porres. Inmediatamente decidió que el nuevo santo podría ser el patrón de la nueva escuela. La casa, las seis de nosotras estuvimos de acuerdo. Me gustó especialmente la descripción de Martín de Porres en los periódicos católicos. Era un humilde portero, que saludaba a los que llegaban a la puerta del monasterio, pidiendo comida u otras necesidades. Fue descrito como singularmente amable y generoso, especialmente con los mas pobres y necesitados. Este era el modelo que esperaba que imitaran los estudiantes, el carácter por el cual la escuela sería conocida.

El primer año, con veinte estudiantes ansiosos, fue mejor de lo que esperaba. La clase se reunía en la tarde, porque aún me necesitaban para dar un curso matutino en la San Pedro de Córdoba. La mejor parte de la tarde fue que los estudiantes no necesitaron estímulo. Estaban decididos a demostrar que ellos, los pioneros en este liceo, se superarían a sí mismos. Estaban aún más motivados para terminar el año con notas sobresalientes, porque ellos (y yo) aprendimos que, como la escuela necesitaba al menos dos años de clases ininterrumpidas para convertirse en una escuela pública, los estudiantes estaban obligados a ir a una escuela secundaria pública en funcionamiento para tomar sus exámenes finales. Resultó que tendrían que ir a la ciudad de San Cristóbal en junio, y tomar sus exámenes entre extraños. Hicieron eso y todos aprobaron, y pasaron el verano disfrutando de la gloria de ser los primeros yamasenses en la escuela secundaria.

Pasé el verano de 1963 buscando un maestro para compartir conmigo las materias de los grados nueve y diez. Corrí la voz por todas partes y encontré oro cuando el Padre Hymus, un sacerdote canadiense que trabajaba en Azua, recomendó a un joven recién graduado como maestro, y que buscaba empleo.

Julio Victor fue una joya. Un joven tranquilo, de voz suave, completamente dedicado a su profesión, siempre diligente, siempre presente y a tiempo, siempre respetuoso con los adultos y con los estudiantes por igual. En la primavera de 1970 Julio Víctor me confió que tenía la intención de buscar un puesto de profesor en Santo Domingo, donde pudiera continuar con más facilidad sus estudios universitarios. Fue contratado por Las Altagracianas, y enseñó en su escuela secundaria hasta que se jubiló. En mis visitas de regreso al amado país, nunca dejé de visitar a Julio Víctor y a su esposa e hijas. Su salud no era buena. Sufrió de insuficiencia renal durante muchos años, pero fue estoico y soporto su condición con valentía. Todos los años veíamos cuánto se consumía físicamente nuestro amigo, y la última vez que lo vi, se parecía extrañamente a Gandhi: Delgado, cabello fino y escaso, espejuelos con montura plateada posados en la nariz, y tranquilamente en paz y listo para el viaje que tenía por delante.

En el verano de 1964 César se unió a nuestro personal. Él también era del área de Azua y estaba bien preparado. Era amigable y era el favorito de los estudiantes. No pasó mucho tiempo después de su llegada cuando se unió a sus juegos de voleibol y baloncesto. Me dio mucho gusto ver cuán absortos se volvían los estudiantes en los quince o veinte minutos de receso en el que soltaban la energía acumulada durante la clase. Poco a poco hicimos una cancha lo suficientemente grande en nuestra pequeña propiedad para tener un espacio que pudieran disfrutar todos los días y los fines de semana, acompañados frecuentemente por César en su tiempo libre.

En Yamasá nada nos preparo para la primavera de 1965. Un caluroso día a prima tarde, todo el pueblo estaba alineado a ambos lados de la carretera, esperando la llegada del entonces Presidente, Donald Reid, quien iba a accionar el interruptor que nos daría electricidad. No más dependencia de ‘la planta’, como se llamaba al generador que nos daba luz durante unas horas diarias. Era un evento largamente esperado que mejoraría considerablemente la vida de todos los yamasenses: radio constante, televisión, refrigeradores, estufas interiores… etc. Sin embargo, si hubiera tenido elección, habría elegido agua constante en lugar de electricidad. Siendo el acarreo de agua un trabajo de mujeres, había épocas de sequía o de una “planta” que requería reparación, cuando las niñas faltaban a la escuela porque las necesitaban para buscar y acarrear agua para que la vida pudiera continuar con un mínimo de urbanidad.

Cuando habíamos esperado más de una hora y no había señal del Presidente, las autoridades de Yamasá se pusieron en contacto con el capitolio y luego anunciaron a la multitud que esperaba pacientemente bajo el sol abrasador que había algún tipo de motín en Santo Domingo y la visita presidencial sería pospuesta para otro día. Nos despertamos el 25 de abril con la palabra 'guerra'. Una de las primeras respuestas a esa ominosa palabra fue anunciar el cierre de todas las escuelas. Mi interés en nuestra nueva aventura me hizo cegarme ante el panorama general de combates, bombas, muertes… todo parecía imposible a medida que las historias llegaban a nuestro aparentemente seguro y soleado pueblo. Lamenté que este disturbio retrasara el plan de convertir la escuela en un liceo público con maestros pagados por el Ministerio de Educación. A medida que la guerra avanzaba en mayo y luego en junio, se hizo real y presente en nuestras mentes, a pesar de que solo estábamos involucrados en los márgenes del conflicto. Luego, el 22 de junio sucedió lo increíble, y nos enfrentamos al asesinato del Padre Arturo McKinnon, un sacerdote canadiense. Esta tragedia cambió mi propia percepción de mi lugar físico en este país, así como mi lugar cultural y profesional. Me volví menos una "forastera" y más una con la gente que antes. Ninguna de mis compañeras pidió regresar a lo que algunos considerarían la seguridad de nuestra patria. No tuvimos tal conversación entre nosotras. Me imagino que las otras Hermanas, como yo, se sintieron un poco más dominicanas, dispuestas a afrontar las circunstancias de la vida dominicana en tiempos de paz y en graves tribulaciones.

Cuando las escuelas abrieron nuevamente en septiembre de 1965, se nos unió nuestro nuevo cuarto maestro. Corides fue un maestro brillante y también un declamador de largos poemas épicos. Nadie lo disfrutaba más que yo cuando ofrecía un poema al final de una reunión de todos los estudiantes. Por lo general, sus historias eran divertidas y todos volvíamos a nuestro trabajo con una sonrisa en la cara.

En el otoño de 1967 celebramos la primera graduación en la escuela. Me sorprendió y me sentí agradecida de que el Ministro de Educación viniera a estar con nosotros. Había seis graduados; dos no asistieron al evento. A pesar de que fue una ceremonia sencilla y humilde, el ministro habló con amabilidad y aliento a quienes habían perseverado durante cuatro años largos y tumultuosos. No tuve más que elogios para esos adolescentes resistentes y decididos, cada uno de los cuales sabía que tenía un único e importante papel que desempeñar en un país que acababa de salir de años históricos de agitación, violencia y cambio.

Mis últimos tres años en Yamasá estuvieron llenos del deleite de ver al Liceo San Martín de Porres crecer en número y en solidaridad como una institución que era de todos: alumnos, profesores, personal de apoyo, todos dedicados a convertirlo en lo mejor que pudiera ser. A través de los Hermanos Cristianos, de Cuba, que llegaron a nuestro país tras la revolución en su isla, los colegios secundarios conocieron la existencia de la Juventud Estudiantil Católica, (JEC), una organización fundada en Bélgica en la que los estudiantes relacionaban su mundo actual y sus situaciones con los Evangelios del Nuevo Testamento. Un buen número de estudiantes del liceo San Martín de Porres se sumaron a la JEC, que se convirtió en un vibrante movimiento de reflexión y obras de caridad. Al mismo tiempo, los horizontes sociales y físicos de los miembros se ampliaron con muchos viajes a otros pueblos y ciudades para las reuniones de la JEC, y luego a Santo Domingo para películas especiales y debates grupales. Siempre me maravilló que los padres de estos muchachos fueran tan generosos y confiaran en poner el cuidado de sus hijos adolescentes en mis manos mientras viajábamos en las cuatro direcciones en una camioneta repleta, cada uno de nosotros descubriendo nuevos lugares y nuevos amigos en nuestra hermosa tierra.

Dedicada como estaba a la escuela secundaria en ciernes, otro asunto me seguía atrayendo en una dirección diferente. Fue la reunión de cuatro años de los obispos de la Iglesia Católica, convocada por el Papa Juan XXIII para reformar y renovar esta antigua institución mundial.

La característica que me llamó la atención como consecuencia del Concilio Vaticano II fue la reunión del Papa Pablo VI con los obispos de América Latina. El documento resultante dio amplio espacio al lugar y el trabajo de los llamados misioneros extranjeros enviados a los países de América Latina para fortalecer la fe. Me hizo examinar nuestra forma de vida en Yamasá, y llegar a la conclusión de que solo podía ser fiel a mí misma si hacía algunos esfuerzos reales para vivir mi vida diaria más en armonía con las personas a las que había venido a servir. Además, finalmente vi que estaba ganando más de lo que estaba dando. La amistad abierta, el afecto, la generosidad y el compartir que me rodearon diariamente durante los doce años que había estado en Yamasá, me estaban llamando a dar los pasos que pudiera para simplificar mi vida. En consecuencia, Mary Tiner, que compartía mis sentimientos, y yo dimos los pasos para dejar nuestra Congregación y comenzar una vida sin la seguridad y sin las garantías que ofrecía la vida de una monja.

El primer paso fue despedirme de mi amado Yamasá, un pueblo que me había abierto los brazos de par en par y me había abrazado desde la tarde en que llegué y bajé del auto hacia la oscuridad total y los brazos extendidos de bienvenida. Me sabía acogida y amada en el pueblo y en la escuela, y me había entregado a cambio. Era hora de dar un salto de fe hacia el futuro desconocido.

Ahora, sesenta años después del día que caminé por el pueblo con la grata noticia de que pronto tendríamos un liceo en Yamasá, ¿qué les puedo decir a los alumnos que hoy se sientan en los pupitres del Liceo San Martín de Porres?

La vida de un adolescente en Yamasá ha cambiado radicalmente. En 1962, este pueblo no tenía electricidad constante, ni una fuente segura de agua, muy pocos automóviles, ni teléfonos, ni autobuses, ni hospitales, ni escuelas secundarias. Para la mayoría de sus abuelos y sus bisabuelos, la vida se detenía después del Octavo grado. Hoy, en 2022, todas esas comodidades están disponibles, y un regalo más preciado que el dinero está disponible para ustedes: una educación. Si bien es posible que tengan que sacrificar tiempo, televisión, diversión con amigos, la educación que tienen es suya para siempre, y nadie se la puede quitar. Les abrirá las puertas a oportunidades que nunca soñaron.

Alabo a los primeros alumnos del Liceo San Martín de Porres por su fidelidad al ejemplo del mismo San Martín. Desde el principio, los estudiantes tuvieron la práctica de la generosidad y de la compasión hacia los pobres entre nosotros. Fue lo que hizo de Martín de Porres una persona santa, estar cerca de los que sufren y tenderles la mano, siendo la mejor manera de estar cerca de Dios.

Muchos de los pioneros todavía están con nosotros hoy, aunque varios de nuestros amigos de esos días de aventura han muerto. Los extrañamos. Cuando me detengo a nombrarlos, puedo ver cada rostro e incluso recordar sus voces.

Los felicito a todos ustedes y su continuo trabajo para hacer de Yamasá una comunidad aún más amorosa, y del Liceo San Martín de Porres un excelente lugar de aprendizaje. Los amo y los admiro a todos.

Finalmente, debo reconocer públicamente la eterna gratitud que las Hermanas reciben constantemente de parte de Yamasá. Debido a que Mary Tiner y yo regresamos anualmente para visitar, hemos sido las destinatarias de la profunda e interminable gratitud de la gente, jóvenes y mayores, de Yamasá.

Estoy profundamente conmovida y honrada de ser hija del pueblo donde realmente crecí. Nunca lo olvidaré.