Despertar, mirar bajo la cama y confirmar que el amor te envolvía, que tu conducta había sido la adecuada, que habías sacado buena nota . Era como abrir un portal hacia un mundo donde la magia respiraba en cada rincón, un cosmos habitado por seres invisibles, voladores, magos, telepatías, viajeros de estrellas. Ellos, en su sabiduría ancestral, habían recibido mi carta.
Al trazar esas palabras, mis dedos parecían tejer hilos de sueños e ilusiones, entrelazando un lazo de inocencia que capturaba la esperanza de un niño aún creyente en lo imposible. Cada letra era un susurro, cada palabra un deseo, lanzados al cielo en un papel impregnado de anhelos puros y sinceros.
Era un mundo que se abría paso a un reino de posibilidades ilimitadas, donde las rendijas de las puertas se convertían en portales mágicos, los reyes se transformaban en figuras diminutas, los juguetes cobraban vida y las estrellas, agrupadas en tríos en el firmamento, parecían guiñar un ojo, cómplices de un secreto milenario. Los Reyes Magos, esos venerables guardianes de los sueños infantiles, se convertían en héroes silenciosos de mi universo, navegantes de la noche, esparciendo alegría con cada amanecer.
La emoción de buscar la yerba para los camellos, los zapatos alineados, leche y miel para continuar su viaje. Al escribir esa carta, no solo pedía juguetes o dulces; pedía momentos, pedía recuerdos, pedía esa magia que solo se siente en la niñez, cuando el mundo es un lienzo de infinitas posibilidades. Era una carta escrita con la tinta de la ilusión, sellada con la cera del asombro, enviada a través del viento que susurra secretos a la luna.
Ahora, al recordar en blanco y negro , quisiera poder volver a escribir esa carta, una de agradecimiento . Agradecer por esos instantes de pura felicidad, por la emoción de la espera, por la fe en lo maravilloso. Decirle a los Reyes Magos que, aunque los años han pasado y la inocencia se ha desvanecido como la niebla al amanecer, la memoria de aquellos días mágicos permanece, como tesoro guardado en la parte frágil de mi corazón. Con la promesa de que otros niños puedan disfrutar de este legado, manteniendo viva la ilusión, lejos de las sombras de latidos viejos que amenazan con apagarla.