En el corazón de la cotidianidad de nuestro residencial Marfil se erigía la figura entrañable de doña Ángela, una mujer cuyo legado perdurará más allá de las puertas de su hogar. La conocí teniendo yo menos de un año de edad cuando mis padres se mudaron en el residencial en el que ella ya vivía junto a su familia. Doña Ángela fue un referente de amor y buen ánimo, un pilar amoroso que iluminó a todas las generaciones que le sucedieron.
El tiempo demostró que no por coincidencia su casa era la más alta de todas. Cuando abuela Ángela se paraba al borde de la verja de su galería, marcaba el paisaje de nuestra comunidad al tiempo que irradiaba amor y una magnanimidad equiparable a una diosa del Olimpo. Con su partida he concluido que la suya es la pose más icónica en más de 40 años de historia de nuestra comunidad.
Hasta la última vez que fui a visitarla, ya incapaz de saber quién la besaba, a sus 92 años prodigaba amor a borbotones, pedía besos y piropeaba por doquier. Hasta hace poco conservaba la capacidad de transformar las conversaciones de pasillo en pequeñas cápsulas de optimismo y agradecimiento por el solo hecho de estar vivo. Se ocupó de que su hogar fuera un refugio acogedor: su sonrisa, las tardes en su galería y los abrazos se enmarañan en nuestra memoria colectiva.
Fuente de bondad y sabiduría, abuela Ángela alimentó nuestras vidas con ternura y generosidad. Y también con comida. En el marco de esas cualidades se produjo lo que con alguna frecuencia se producía: mis padres salían de casa, me dejaban en casa de abuela Ángela y en ocasiones tenía la suerte de cenar allí. Por alguna razón cuando uno es chico la comida le sabe más rico en casa ajena, pero esto era diferente. Una de esas noches me tocó cenar un sándwich de queso. Debía haber tenido 7 años y nunca lo he olvidado. Abuela Ángela, faro de amor y comprensión, era dueña de las manos que prepararon el más rico derretido de queso que jamás haya probado. Un sándwich simple, como ella: dos rebanadas de pan blanco con mantequilla rodeando una que otra lonja de queso danés, pero con el ingrediente que hace que todo sepa mejor: amor.
Hoy quiero tributar un reconocimiento a ese derretido de amor. Hasta siempre, querida abuela Ángela. Tu legado vivirá en la casa número 4, en los corazones de quienes tuvimos la suerte de conocerte y en los derretidos de amor que nos quedan por comer.