Hace poco tuve la oportunidad de presentar un breve artículo que sale en la tercera edición de la revista Justicia Electoral, brillantemente coordinada por el magistrado Pedro Pablo Yermenos, juez titular del Tribunal Superior Electoral, a quien reitero el agradecimiento que extendí en su momento por la cordial invitación a escribir. Por supuesto que recomiendo la lectura de todos los escritos que se publican en este nuevo número de la revista, pues todos son de una altura y una calidad inigualables. Estos párrafos solo pretenden subrayar una ecuación que abordo en el artículo, que pude rescatar en la presentación y que me parece fundamental por estos tiempos: la desconfianza ciudadana en los partidos en un contexto en el que es cada vez más profundo el “empalme” entre el Estado y las organizaciones políticas.
Mi artículo trata sobre lo que se conoce como “democracia interna”, concepto que hace suyo nuestra Constitución en su artículo 216. La conclusión que defiendo es que la democracia intrapartidaria comporta un buen remedio contra dos de los grandes problemas de la política actual: de un lado, la desconfianza ciudadana frente a la actividad partidaria; del otro, la personalización de la propia política, que tiende a ser caldo de cultivo para el autoritarismo. Mi hipótesis es que, cuando efectivamente garantizada, la democracia interna fomenta la deliberación, el pluralismo, la distribución del poder y el accountability. Al propiciar todo eso, mata el personalismo desde la raíz. Además, cuando se materializa en la práctica, la democracia interna favorece la institucionalización de los partidos, con lo cual aumenta su legitimidad tanto recíproca como de cara a los poderes públicos y, más importante aún, frente a la ciudadanía.
En ese sentido, creo que la operatividad (la “proyección garantista”) de la democracia interna es aun más relevante cuando se vuelca sobre el primero de aquellos problemas, esto es, sobre la desconfianza de la ciudadanía frente al ecosistema político-partidario. Y ello a causa de un fenómeno que se viene reforzando desde hace tiempo: la profunda interpenetración entre el sistema de partidos y el aparato estatal. En efecto, si algo ha caracterizado la dimensión institucional de la democracia contemporánea es precisamente su marcado entrelazamiento con la política partidaria, fenómeno que se hereda del totalitarismo del siglo pasado y que entre otras cosas difumina la frontera que separa la actividad partidaria de las tareas de administración y gestión pública. Lo que resulta es una especie de asimilación más o menos indisoluble entre el sistema de partidos y el sistema de gobierno.
Esto no es nuevo y, por supuesto, tiene explicación. El totalitarismo que dominó buena parte del siglo pasado tuvo la curiosa consecuencia de enaltecer la figura del partido como centro de poder y como foco único de acción. Por entonces (y salvando las diferencias y los matices de cada realidad nacional), la arquitectura institucional del poder quedó copada por el funcionariado partidario, reflejando en el poder público lo que ya se venía manifestando en el plano social, que no era más que el notable arraigo de los partidos de masas. De ello derivó lo que en otra parte se ha denominado el estatus ptolomeico del partido totalitario: todo lo que producía el poder público se ventilaba primero bajo el techo partidario, lo que convertía al partido en el verdadero núcleo del poder. El partido era el locus y el fin; era el centro de gravedad del poder público y, a la vez, brújula básica en el plano social.
Aquello fue, pues, una suerte de perversión de la naturaleza eminentemente mediadora de los partidos políticos. Y es que, siendo claro que a través de ellos la ciudadanía hace realidad la participación política sobre la cual se estructura la democracia (integrándose así al poder que, justamente, se legitima a través de los mecanismos y procesos democráticos), no parece sostenible resumir el juego democrático en la política partidaria, o pretender sintetizar en ella toda la actividad política. En cualquier caso, el empuje histórico (el “linaje soterrado”, ha dicho Piero Ignazi) de la política totalitaria propició una movilidad fluida desde el seno partidario hasta las puertas de la administración y el gobierno. Esa realidad se mantiene vigente.
El problema, con todo, no es precisamente la dinámica osmótica entre el partido y el Estado, sino el modo en que el sistema de gobierno se resiente por la creciente desconfianza que expresa la ciudadanía hacia un sistema de partidos respecto del cual deviene en gran medida indistinguible. En corto: es tal el empalme entre uno (el tren gubernamental y administrativo) y otro (el ecosistema partidario) que cabe preguntarse de qué manera la desconfianza hacia el segundo puede ser efectivamente digerida por el primero. Porque si las instituciones de gobierno quedan mayoritariamente personificadas por las organizaciones políticas, la legitimidad de estas últimas seguramente desempeña algún rol en la valoración ciudadana sobre el ejercicio del poder público. De la misma manera, la desconfianza que provoquen los partidos tendrá su correspondiente reflejo en la percepción sobre la legitimidad de la administración y el gobierno.
Asumir semejante transitividad no resulta demasiado descabellado. De hecho, algunas mediciones recientes lo justifican: el más reciente Latinobarómetro, por ejemplo, señala que, por regla general, la ciudadanía no percibe que los partidos funcionen adecuadamente. Si estos a su vez colonizan las instituciones públicas, sus deficiencias de algún modo acaban reflejadas en el sistema de gobierno que hace suyo la democracia de nuestros días. Cuando efectivamente así ocurre (cuestión que tampoco requiere demasiada imaginación), y además se proyecta en el tiempo, cuesta exigir a la ciudadanía que encuentre amparo en el poder público. De esta forma, la desconfianza ciudadana hacia los partidos es causa y consecuencia del declive en el apoyo a las instituciones democráticas. Cabe hablar, pues, del efecto sedimentación que surte la desconfianza en los partidos sobre la confianza en la democracia.
Súmese la cuestión de la corrupción administrativa –tan presente por estos tiempos y en cuyo seno suelen encontrarse prominentes figuras partidarias— y la ecuación queda planteada de tal forma que la desafección frente a la democracia misma y la desconfianza en el sistema de partidos corren en paralelo. Aquella tiene vocación de aumentar en la misma medida en que sedimente la desconfianza en el mundillo partidario. Una termina por ser directamente proporcional a la otra. Consecuentemente, quien desconfía del sistema de partidos sospechará también –y acaso con razón— del sistema democrático.
Lo que todo esto pone de manifiesto es que el fomento de la democracia interna es, hoy, una tarea inaplazable. En verdad, ambas dimensiones de nuestra democracia requieren compromiso constante, cuidados cotidianos y estímulos periódicos, so pena de morir por inactividad o inanición. Pero insistir en la inyección de la democracia a lo interno del sistema de partidos se revela, a la fecha, más imprescindible que nunca. De lo contrario, las tendencias siniestras que hoy acechan la política contemporánea terminarán por engullir al sistema de partidos y a la democracia misma. Como un hoyo negro, que arrastra todo lo que encuentra. O como el fuego, que lo quema todo a su paso.