Hace poco, se ha desatado un nuevo enfrentamiento entre los dos Estados, por la decisión del gobierno mexicano de no invitar al acto de investidura de la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, al rey Felipe VI, jefe del Estado español. Y ello, con la excusa de no haber respondido a la petición de perdón que, en el año 2019, le solicitó el anterior presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, por los crímenes, depredaciones y exterminios cometidos por los españoles en la conquista. El acto de investidura se realizó el pasado 1 de octubre de 2024 sin la presencia de ningún miembro del gobierno español. Esto ha vuelto a azuzar la polémica en torno a cómo debemos analizar el pasado compartido entre España e Iberoamérica y, en este caso concreto, entre España y México. En este sentido existen dos grupos bien diferenciados y antagónicos: unos, que piensan que es necesario pedir disculpas, para acabar con la desmemoria de los desmanes ocurridos hace cinco siglos. Y otros, que interpretan que, aunque como en toda expansión imperial hubo excesos, no es posible pedir perdón por algo que hicieron otros hace cinco siglos.
En mi opinión todos estos debates, que siembran desazón y discordia entre dos pueblos hermanos, hay que enmarcarlos en el feroz relativismo en el que vivimos y en lo que algunos han denominado el fin de la historia. Bien es cierto que Francis Fukuyama habló en esos términos porque entendía -erróneamente- que se había logrado la plenitud, con el triunfo de los Derechos Humanos y de la libertad que había aportado el capitalismo liberal. Sin embargo, como dijo Manuel Cruz, el fin de la historia, está llegando por otro motivo bien distinto: porque la ciencia histórica ha dejado de ser esa maestra de vida que defendiera el gran filósofo madrileño José Ortega y Gasset. Ya casi nadie cree que del pasado se puedan extraer conclusiones certeras para comprender mejor nuestro presente y proyectar un futuro más esperanzador. Se interpreta que la historia ya no es ese motor de cambio de antaño, pues se identifica a ésta con el pasado y al pasado con el retraso. Y todo ello por el abismo generado por las transformaciones de nuestro mundo actual, basado en la tecnociencia. Se trata en definitiva de un postmodernismo puro y duro que ha calado hondo incluso entre los historiadores, al convencerlos de que no existe ningún compromiso social. Vivimos tiempos de posverdad, en la que todo el mundo opina, todo el mundo cree saber y todos reputan poseer la verdad, o al menos su verdad.
Pero precisamente en este mundo actual tan cambiante, la sociedad necesita más que nunca de los historiadores que tienen las herramientas y la formación metodológica necesaria para tratar de explicar el pasado y de hacerlo lo más comprensible posible. Eso sí, es necesario repensar el papel de la historia, es decir, la utilidad social del conocimiento histórico. Los historiadores debemos ser mucho más que meros transmisores de información y debemos abrirnos al diálogo y a la empatía, acortando las distancias con la ciudadanía. Es preciso pues, retomar el compromiso social de los viejos maestros, como Eric Hobsbawm, Pierre Vilar, Lucien Febvre, John Elliott, Paul Preston, Henry Kamen, Hugh Thomas, Bernard Braudel o Josep Fontana que fueron capaces de divulgar desde la investigación. Es cierto que la historia no se repite, ya que nunca se dan las condiciones exactas para que un mismo fenómeno se renueve dos veces de forma idéntica. Pero de ella sí que se pueden y se deben aprender lecciones que nos permitan construir un futuro mejor para todos. Es más, somos personas no sólo porque tenemos raciocinio sino también memoria, memoria de nuestro pasado. Sobre lo que ya sabemos y transmitimos, construimos nuestros nuevos conocimientos. Y del bagaje de nuestras experiencias y conocimientos pasados partimos siempre para mejorar nuestro presente. En realidad, el mundo actual necesita más que nunca del papel de la historia y de los historiadores. Y en estas circunstancias, la historia debe retomar el papel que se merece para reinterpretar el pasado, comprender mejor nuestro presente y estar en mejores condiciones para prever un futuro más justo y más humano. Por tanto, es obvio que hay que combatir abiertamente tanto el relativismo como la desideologización de la historia para dotarla de su secular función social. Y retornando al tema de los perdones solicitados al rey de España, quiero insistir en varias cuestiones:
Primero, que forman parte de un discurso populista con intenciones políticas, que nada tiene que ver con la historia. En la conquista de América hubo casos de violencia, pero desgraciadamente ésta ha estado presente a lo largo de toda la historia de la humanidad, al menos desde los orígenes de la civilización. Sin embargo, huelga decir que el hecho de que la población desapareciese no implica necesariamente un genocidio, porque no hubo una intencionalidad de exterminio. Y ello no solo por motivos teológicos y legales sino también porque era irracional desde el punto de vista económico.
Segundo, autores como Acnus Heller han dejado bien claro que no puede haber culpas colectivas, pues eso exculpa a los verdaderos responsables. Todas las acusaciones tienen que ser necesariamente individuales, atribuibles a personas concretas, con nombres y apellidos. Resulta obvio que uno no puede pedir perdón en nombre de otro, ni un jefe del Estado en nombre de toda una nación.
Tercero, ni los españoles de hoy, ni mucho menos los mexicanos, se corresponden con los del siglo XVI. Con frecuencia se identifica a los españoles de nuestro tiempo con los herederos de los conquistadores y a los americanos con los pueblos originarios, cuando, en realidad, la población hispanoamericana actual es fruto de la fusión de lo prehispánico, lo hispánico y lo africano.
Y cuarto, los españoles del siglo XXI no tenemos conciencia de culpa por lo que otros hicieron, con sus luces y sus sombras, hace ahora cinco siglos. Es impensable que nosotros, o el jefe del Estado en nuestro nombre, pida perdón por lo que consumaron unos conquistadores hace medio milenio, igual que no es posible que los italianos pidan perdón por lo que hicieron los romanos con los pueblos iberos hace más de dos milenios.
Lo único racional que podemos hacer es conocer la verdad histórica y aceptarla, por dura que resulte. No se les puede pedir a los conquistadores que practicasen la multiculturalidad, que es un concepto de nuestro tiempo. Los españoles actuaron exactamente igual que otros pueblos occidentales antes y después de la Conquista. La expansión española fue acorde con el modo de pensar imperante en occidente en esos momentos. Ni que decir tiene portugueses, ingleses, holandeses y alemanes, por citar solo a algunos, actuaron de forma similar, o peor, en sus respectivas colonias.
Creo que la única forma posible de restitución no es pidiendo anacrónicos perdones sino acabando con la discriminación de los más de diez millones de indígenas que sobreviven en México en la actualidad. Desgraciadamente, en el país azteca, los naturales tienen menos que los mestizos y, estos a su vez, menos que los blancos. De lo que se trata es de acabar con esa injusticia que no es de hace cinco siglos sino de ahora, y dejarse de discursos huecos, ahistóricos y extemporáneos.
- Revista La Aventura de la Historia n. 313, año 2024)