CAMBRIDGE – La trama de Oppenheimer, el sorpresivo éxito de taquilla de este verano, se asemeja a un episodio de La guerra de las galaxias. Un imperio malvado planea recurrir a una fuerza oscura para subyugar a la humanidad. Afortunadamente, las fuerzas del bien dominan la tecnología antes de que lo haga el enemigo, garantizando una victoria. Pero el esfuerzo es extremadamente costoso, y movilizar los recursos necesarios requiere de una inversión y de una capacidad organizacional gigantescas. En otras palabras, requiere de política.
La descripción que hace el director Christopher Nolan del Proyecto Manhattan durante la Segunda Guerra Mundial capta un momento histórico único en el que científicos, responsables de políticas y políticos estaban alineados en búsqueda de un objetivo común. Albert Einstein había informado al entonces presidente norteamericano Franklin Delano Roosevelt que la Alemania nazi estaba trabajando en una nueva arma nuclear poderosa. Roosevelt, en respuesta, reclutó a Robert Oppenheimer para liderar un equipo de científicos sumamente talentosos, muchos de los cuales eran refugiados europeos que huían de regímenes fascistas, y nombró al teniente general Leslie Groves para encabezar el esfuerzo militar de respaldo.
A pesar de sus diferentes entornos y valores, Oppenheimer y sus científicos cooperaron con Groves y sus tropas para lograr su objetivo compartido, superando inclusive las expectativas más optimistas. Al desarrollar la bomba antes que los nazis, desempeñaron un papel importante para garantizar la victoria de los aliados.
Pero la alianza entre la comunidad científica y el gobierno de Estados Unidos pronto entró en dificultades, en tanto los científicos se debatían ante las cuestiones morales que planteaba su trabajo, especialmente después de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Un científico, Klaus Fuchs, le brindó a la Unión Soviética información altamente clasificada sobre el Proyecto Manhattan, y Oppenheimer se opuso al desarrollo de la bomba de hidrógeno. Inmediatamente después se empezó a cuestionar la confiabilidad de Oppenheimer, lo que llevó a los políticos a revocar su permiso de seguridad y retirarlo del programa nuclear.
La película, particularmente su desenlace, podría interpretarse como una alegoría de la relación tumultuosa entre la ciencia y la política. A comienzos de 2020, los científicos nos informaron que estábamos a punto de enfrentar una pandemia global y, en un esfuerzo extraordinario, desarrollaron una vacuna efectiva en tiempo récord. Por el contrario, las advertencias de los científicos sobre la amenaza del calentamiento global, y su explicación de lo que debe hacerse para mitigar sus efectos más devastadores, fueron mayormente desoídas durante décadas.
Existe una semejanza inquietante entre Oppenheimer y Anthony Fauci, el exdirector del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas que ayudó a liderar la respuesta del gobierno norteamericano al COVID-19. Fauci se convirtió en el blanco de numerosas teorías conspirativas y de ataques políticos de parte de políticos republicanos y expertos conservadores -los mismos políticos y expertos que aseguran que el cambio climático es una farsa.
Sin duda, este problema no es nuevo ni se limita a Estados Unidos. El dictador soviético Joseph Stalin desafió al establishment científico y respaldó la falsa teoría de Trofim Lysenko de que los rasgos adquiridos se podían heredar, devastando la agricultura soviética y matando de hambre a millones de personas. En China, la Revolución Cultural de Mao Zedong apuntó contra los profesores y expertos universitarios, catalogándolos de “enemigos de clases”. Por el contrario, el apoyo a los científicos del líder soviético Nikita Khrushchev abrió el camino para que la URSS desarrollara bombas de hidrógeno, lanzara el satélite Sputnik 1 y convirtiera a Yuri Gagarin en el primer ser humano en el espacio.
Thabo Mbeki, que sucedió a Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica, negó de manera infame que el SIDA fuera causado por el virus VIH, lo que resultó en la pérdida de cientos de miles de vidas. Hugo Chávez de Venezuela pensaba que podía dirigir la compañía petrolera estatal PDVSA sin sus profesionales más capaces. Por ello, despidió a 18.000 empleados y terminó destruyendo a la empresa que había sido responsable de gran parte del crecimiento económico del país.
La complicada interacción entre experiencia, políticas públicas y política surge en parte del hecho de que los expertos poseen capacidades valiosas que no se pueden emplear sin su consentimiento. Esto les otorga el poder de abstenerse de proyectos cuyos objetivos no respaldan. Por ejemplo, el esfuerzo por impedir que la Alemania nazi convirtiera el átomo en un arma recibió un apoyo casi unánime de los científicos, a diferencia de la decisión de lanzar bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki, o desarrollar la bomba de hidrógeno significativamente más destructiva sin un peligro claro y existente.
Si bien los expertos pueden brindar una guía útil respecto de decisiones políticas difíciles, su papel puede ser sumamente controversial. Contener la propagación del COVID-19 exigió un cierre económico temporario, pero inmensamente costoso. Combatir el cambio climático requiere de un alejamiento igualmente disruptivo y costoso de los combustibles fósiles. Estas decisiones implican negociaciones difíciles, inciertas e inherentemente políticas. Sopesar las tasas de infección del COVID-19 frente a la potencial pérdida de días de clase, por ejemplo, no es simplemente una cuestión técnica; es una elección social entre dos prioridades en conflicto.
Los expertos desempeñan un papel vital a la hora de entender la naturaleza de estos conflictos. Pero su inclinación natural a formar opiniones sobre el mejor curso de acción a seguir los lleva a menudo más allá de su área de conocimiento y los adentra en el terreno de la toma de decisiones políticas. Los epidemiólogos, por ejemplo, pueden explicar las consecuencias sanitarias de una reapertura de las escuelas durante una pandemia. Pero sus opiniones sobre cómo los cierres de las escuelas afectan los resultados educativos de los alumnos y cómo la sociedad valora estos objetivos en conflicto son limitadas.
Fundamentalmente, a la mayoría de los científicos y expertos no los motiva el dinero. Por el contrario, obtienen satisfacción en el propio proceso de descubrimiento y en el reconocimiento social que reciben. El éxito de la prestigiosa unidad de inteligencia 8200 de las Fuerzas de Defensa de Israel, por ejemplo, se puede atribuir en parte a la alta consideración que se les profesa a sus miembros y veteranos, lo que facilita el proceso de atraer y retener a los mejores talentos.
Más allá de las inclinaciones políticas, una sociedad que no reconoce el valor de sus expertos desaprovecha su conocimiento y reduce la cantidad y calidad de los especialistas futuros. De la misma manera, una comunidad científica que desdibuja la distinción entre conocimiento y toma de decisiones corre el riesgo de perder la confianza de la sociedad. Si bien fomentar una relación positiva entre ciencia, políticas públicas y política es, sin duda, un desafío, los beneficios potenciales son enormes.