La tradición de entregar canastas navideñas a las familias más necesitadas ha sido, durante décadas, una herramienta simbólica y operativa del clientelismo político en la República Dominicana. Este acto, aparentemente filantrópico y humanista, ha funcionado como un mecanismo de control social y político, donde la asistencia estatal se convierte en una forma de subordinación de la población pobre al poder. En ocasiones anteriores hemos señalado que el clientelismo y el poder político en el país se alimentan de la pobreza y la ignorancia. Las canastas navideñas, en su versión digital actual, han sido junto con las elecciones, el escenario principal para perpetuar este atraso social.
En los últimos años, el país ha transitado hacia un nuevo modelo: los bonos navideños a través de tarjetas digitales. Aunque esta transformación aparenta modernidad y eficiencia, en esencia, perpetúa el mismo esquema clientelista, ahora adaptado a las dinámicas de la digitalización. Sin embargo, lo más preocupante es que este tipo de mecanismos no solo no combaten la pobreza, sino que contribuyen a su perpetuación, alimentando un círculo vicioso de dependencia y fortaleciendo el paternalismo en la cultura política dominicana.
La entrega de canastas navideñas ha sido tradicionalmente una actividad que aparenta una cercanía entre el Estado y los ciudadanos. Los líderes políticos utilizan este gesto para construir una narrativa de generosidad y dedicación desinteresada a su gente, mientras consolidaban su presencia en las comunidades más vulnerables. La canasta, cargada de alimentos básicos y productos propios de la festividad, más que un alivio para las familias, constituyen una forma de reforzamiento de la dependencia y lealtad a los líderes locales de cada territorio del país.
El cambio hacia los bonos navideños a través de tarjetas digitales es una manera innovadora de modernizar los procesos administrativos y evitar las vergonzosas aglomeraciones de mujeres, niños, adultos mayores, madres adolescentes. Sin embargo, este modelo no elimina las dinámicas de clientelismo, sino que las reconfigura. La tarjeta digital se convierte en un símbolo de "avance", pero mantiene la lógica de intercambio desigual: los ciudadanos reciben ayuda a cambio de lealtad política o un favor implícito.
La transición hacia un modelo digital no implica necesariamente una transformación estructural en las relaciones entre el Estado y sus ciudadanos. En cambio, este proceso refleja una adaptación del clientelismo a los tiempos modernos. Ahora, en lugar de largas filas para recoger canastas, las personas reciben transferencias electrónicas que son monitoreadas y gestionadas a través de sistemas centralizados. Esto otorga al Estado y a los actores políticos un mayor control sobre los beneficiarios y su comportamiento electoral.
Estos modelos de control y acceso digital de un segmento de los ciudadanos en la época moderna son fundamentales para el despliegue de estrategias de comunicación para ejercer influencias en los ciudadanos desde los medios de comunicación, las redes sociales, los partidos políticos y las propias instituciones de la administración pública. Disponer de una base de datos de más un millón de personas pobres constituye un instrumento de poder que puede decidir los resultados de cualquier certamen electoral.
La virtualización del clientelismo también plantea interrogantes sobre la transparencia y la ética en el uso de estos mecanismos. ¿Cómo se seleccionan los beneficiarios de los bonos? ¿Qué criterios se utilizan? En muchos casos, estos sistemas perpetúan la discrecionalidad política, camuflada bajo la apariencia de eficiencia tecnológica.
Por otro lado, lejos de combatir la pobreza, estos mecanismos clientelistas contribuyen a su reproducción. Al basarse en la dependencia, refuerzan un sistema donde los ciudadanos no se empoderan ni acceden a las herramientas necesarias para mejorar su calidad de vida de manera sostenible. Por el contrario, perpetúan la idea de que la solución a sus necesidades depende de la voluntad política, y no de sus propios derechos como ciudadanos.
Este modelo fortalece el paternalismo, una característica profundamente arraigada en la cultura política dominicana, donde el Estado es visto como un proveedor de favores y no como un garante de derechos. En lugar de generar independencia económica y social, los bonos digitales, al igual que las canastas, refuerzan la subordinación de las comunidades más vulnerables al poder político.
Si el objetivo real del Estado dominicano es reducir la pobreza, las estrategias deberían ser radicalmente diferentes. Los factores que han demostrado ser efectivos en la lucha contra la pobreza incluyen garantizar el acceso a servicios de salud de calidad, lo que rompe el ciclo de la pobreza. Una población sana tiene mayores oportunidades para ser productiva. También es crucial desarrollar un modelo educativo inclusivo y de calidad, ya que la educación es el factor más poderoso para transformar las condiciones socioeconómicas de una población. Un sistema educativo sólido reduce las desigualdades y ofrece herramientas para la movilidad social.
Asimismo, la creación de empleos de calidad, con salarios justos y condiciones laborales adecuadas, es esencial para mejorar el nivel de vida de las personas. Estas estrategias se sintetizan de manera integral a través de un sistema de seguridad social que incluya pensiones dignas, seguros de desempleo y una protección social que garantice estabilidad en los ingresos económicos de las familias.
Estos son los pilares que realmente pueden transformar las condiciones de vida de los dominicanos y dominicanas. Sin embargo, requieren un compromiso político y una visión de largo plazo que trascienda el beneficio electoral inmediato.
En conclusión, la sustitución de la canasta navideña por los bonos digitales representa, en esencia, una evolución tecnológica del clientelismo político en República Dominicana. Aunque el proceso ha sido presentado como un avance hacia la transparencia y la eficiencia, perpetúa las mismas dinámicas de dependencia y control que han caracterizado al sistema político durante décadas. Más preocupante aún, contribuye a la perpetuación de la pobreza y refuerza el paternalismo como elemento central de la relación entre el Estado y los ciudadanos.
Para romper este ciclo, el país debe apostar por políticas públicas transformadoras que prioricen la inversión en salud, educación, empleo y protección social. Solo a través de estas estrategias de cambios en la calidad del gasto se podrá garantizar un desarrollo sostenible que empodere a la ciudadanía y rompa las cadenas del clientelismo político. Sin este cambio, el Estado continuará administrando la pobreza en lugar de erradicarla.