Seguido de un no existe (4 de 5)
I. Inicio el final de tan largo recorrido pesquisando el significado del término Dios inmerso en esa tradición de decires divergente que nos precede en el tiempo. Retomo ahora la cuestión descifrando qué o quién no-es Dios pues, como advertí al final del artículo anterior, asumo voluntariamente con Facundo Cabral que lo hallaremos si amamos más la vida que el dinero.
En esa búsqueda abordo el tema en dos momentos. En un primer momento propongo discernir en este trabajo por qué Dios no es salvaguarda de la conciencia moral ni una cosificada entidad moral ni moralizante, y tampoco un objeto de estudio de la ciencia. Y, en un segundo momento posterior a este artículo, atenderé qué descubrimos de Él, si algo, en medio de la vida.
Última aclaración, en ambos momentos respetaré una vez más la regla de oro epistemológica que me he impuesto: a saber, obviar las riberas que encuadran el río de nuetras más cruciales decisiones, el simbólico Rubicón, cuyas aguas de vida se deslizan entre la orilla de la inocencia perdida y la gratuidad de la fe en Dios.
II. Ante todo, Dios, como tal, no es igual ni equivalente a un ser moral. Lo más cercano a eso pudiera ser en la tradición judeocristiana las tablas de la ley recibidas por Moisés en el Sinaí. No obstante, ninguno de los mandamientes ahí esculpidos expresan algo más que una orden de Yahvé, “Yo soy el que soy”. Cada mandamiento apela a la obediencia, ajena a un acto reflexivo de la conciencia subjetiva que se expone voluntariamente a sí misma entre el bien y el mal, tal y como presupone la moral.
En tanto que fenómeno humano, dos puntos de vista básicos ilustran la conciencia moral de cada uno. Al primero se le denomina realismo moral. Este sostiene que la concepción universal e incluso la conciencia común a los humanos a propósito de la existencia del bien y del mal, de lo correcto y de lo incorrecto, de lo debido y de lo indebido, es la base de la existencia y el fundamento de todo comportamiento no instintivo o animal, sino humano como tal. Desde esa perspectiva, la moralidad es real. Se trata de una realidad positiva -lo que tengo que hacer, lo que debo evitar- que es parte espiritual constitutiva, consubstancial, del universo que habitamos, así como la materia y la energía.
El segundo punto de vista, el fisicalismo, conlleva cierto amoralismo en su base. Se trata de algo tan natural y espontáneo como advertir que existen la luz y la oscuridad: algunos prefieren la oscuridad y sanseacabó, no hay consecuencias ulteriores. Por eso resulta inconsecuente hablar de manera disyuntiva de algo bueno o de algo malo. Y más ilógico termina siendo conceptualizar y/o fundamentar el bien y el mal como cimiento maniqueo del universo, pues tales nociones -al igual que la conjunción de ambas- existen exclusivamente en tanto que construcción social humana (léase bien, no ontológica ni del orden metafísico).
En nuestros días, no “se requiere” comprender y menos justificar la moralidad como un deducible de la existencia de Dios para que cada uno de nosotros alterne entre hacer el bien y evitar el mal. Ni siquiera es necesaria esa deducción para que reasumamos la certeza en un Ser supremo y la confianza en un ser moralista. De hecho, tal comprensión es independiente de nuestra cultura mediática: sea esta de índole lectiva tipo Twitter, comunicacional tipo redes sociales a lo Facebook, WhatsApp u otras, o publicitarias y propagandística. Sencillamente, nuestra cultura moral o amoral no depende de nuestra relación mediática; si dependiéramos de esa relación más allá de lo que es una condicionante normal, entonces cada sujeto consciente de sí dejaría de ser moral -pues dependiente no contaría con opciones libres y conscientes- y por definición terminaría siendo un irresponsable.
Por antonomasia, tal y como advierte el historiador israelí Yuval Noah Harari, la naturaleza humana produce una amplia variedad de acciones y comportamientos, ninguno de los cuales puede considerarse bueno o malo ut sic, ya que no existe tal cosa en un universo accidental y sin propósito. Recurrir a la hipótesis de Dios, apelar, esperar, formular o incluso creer en Él, no es garantía suficiente de que alguien termine siendo una mejor persona, una que conduzca su vida únicamente con el mejor rigor moral. Puede que sí lo haga, pero es igualmente o más probable que no. Si hubiera quienes no lo entienden así, pueden sacar la conclusión que mejor consideren de las últimas palabras reportadas del cacique Hatuey. A punto de arder en la hoguera ante un crucifijo y un confesor afirmó que al cielo de los cristianos no quería ir, para no volver a ver a gente tan mala.
En conclusión, el ser de Dios no es moral. Pero, ¿puede la ciencia con sus pesquisas de entidades pragmáticas, su proceder metodológico y sus criterios de verificación a responder mientras nos imbuimos en medio de la vida, sin apelar a la ribera de la fe ni a la orilla de la inocencia?
III. Dios no es un problema científico. Las cuestiones que formulamos a propósito de su significado, existencia o ser no son de naturaleza científica. De existir Dios, y estar religado a la moral o a alguna otra manifestación como la belleza, la verdad, el amor, el bien, el principio y/o el fin de todo, así como su realidad material o espiritual, carece absolutamente de interés científico, pues escapa del ámbito que domina el prisma metodológico y el ambiente teórico provisional de toda afirmación científica. En la medida en que alguna disciplina científica no traspase sus límites epistemológicos, no investiga y tampoco opina con dictámenes científicos a propósito de preguntas que no son de naturaleza científica.
Por vía de consecuencia, Dios no es una hipótesis científica y mucho menos su respuesta. El camino de la ciencia ni lo afirma ni lo niega, simplemente lo excluye de su universo metodológico y teórico.
Así queda confirmado al amparo del “Big Bang”, y a la espera de prueba en contrario. En dicho fenómeno cósmico surge la materia, el espacio, el tiempo. En otras palabras, al mejor entender científico de autores como Stephen Hawking y Leonard Mlodinow, entre otros, no hay tiempo antes del Big Bang y, por simple lógica aristotélica, no hay causas ni efectos ni fines.
“Cuando la gente me pregunta si un Dios ha creado el universo, les digo que la pregunta no tiene sentido. Antes del Big Bang el tiempo no existía, y por lo tanto no había un tiempo en que Dios pudiera hacer el universo. (…) ¿Tengo fe? Todos somos libres de creer lo que queramos, y mi opinión es que la explicación más simple es que no hay Dios. Nadie creó el universo y nadie dirige nuestro destino. Eso me lleva a una profunda comprensión: probablemente no haya cielo ni vida futura. Opino que creer en otra vida es tan solo una ilusión.” (Stephen Hawking)
Quizás respetuoso de que ni Dios es causa sui y tampoco de seres creados a su imagen y semejanza, pues se trata del Bang original, Donald Miller deja constancia que “una vez escuché a un indio en la televisión decir que Dios estaba en el viento y en el agua, y me maravilló ese concepto tan hermoso porque significaba que uno podría nadar en Él o sentirlo como la brisa”.
En medio de tantas múltiples y diversas interpretaciones, conviene tener en cuenta que desde este lugar del trópico caribeño en el que nos encontramos la mejor aproximación al término de Dios, sumido por la concepción del Big Bang, sea la de hacer conciencia con José R. Albaine Pons de por qué “el mundo anda por allá y nosotros aquí aún pensando y creyendo en apóstoles y traiciones e idas al `cielo´, sin cohetes ni trajes espaciales.”
IV. En medio de esa larga tradición que me precede, sigo aferrado a la vida y empecinado en no dejarme arrastrar por la fuerte corriente que todo lo tambalea a pesar del salvavidas que provee la ciencia entre las lejanas orillas de la inocencia y la fe. Y por eso reconozco y confieso estar vapuleado por la corriente, pues no solo trago mucha agua, sino que estoy tentado de dejar de nadar contracorriente y acogerme a un dicho anónimo:
La única diferencia entre Dios y yo es que yo existo.
De hecho no sé quien lo dijo y ni siquiera si alguien lo ha dicho con anterioridad. En ese estado de ignorancia, empero, solo sé con conciencia socrática y cartesiana que, llegada mi condición humana a tal punto de extrañeza, al menos admito que incluso lo absurdo de la situación significa algo.
Así, pues, asumo que ya se entiende y se da por sentado por qué Dios no-es (un ser moral), no-existe (en el prisma de la ciencia). Ahora bien, por motivos de espacio dejo para un segundo momento de la misma exposición discernir qué o quién sí-es y significa esa palabra de cuatro letras que es Dios. Y, en efecto, falta por descubrirlo desde el Rubicón de la vida pues, al fin y al cabo, el “Deus ex machina” (José Mármol) trasluce como más que sí mismo en cada acto de la palabra con la que nos adentramos poéticamente en la realidad, aunque sin por tanto enseñorearnos enfrente de ella.
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