Con frecuencia la vida no es como uno la ha soñado. A veces en el trabajo, otras veces en la familia o en la salud y, en no pocas ocasiones, en la política. En más de una ocasión las cosas toman un rumbo que no deseábamos. Hay quien se esfuerza por tener una vida saludable y las enfermedades más inesperadas le llegan; hay quien se empeña en trabajar lo mejor posible sin que el salario le alcance para vivir con tranquilidad (no ya con comodidades) y están los que parecen tenerlo todo, pero al finalizar el día, cuando se miran a sí mismos, descubren una vida que no les satisface. Están también los que miran su país —inserte aquí el que quiera: República Dominicana, Estados Unidos, Venezuela, Cuba, Bolivia, España, escoja con libertad— y ven corrupción, falta de memoria y de conciencia ciudadana, ausencia de un proyecto de nación que conceda dignidad a los más pobres, injusticias… En resumen, que no todas las cosas son como quisiéramos que fueran.
Nuestra idea de cómo debe ser la vida se viene abajo. Incapaces de aceptar que los cuentos de hadas y sus finales siempre felices no existen, nos ponemos a la defensiva y sin darnos cuenta muchas veces herimos a los demás, que probablemente, en silencio, también atraviesan su propio túnel de decepción y fracaso en algunas áreas de sus vidas. No pocas veces, la frustración que nos causa el que salgan mal las cosas provoca que no seamos las personas que queremos ser. Nos sentimos rotos y lo que creemos que son nuestros pedacitos no encuentran la manera de juntarse y formar la imagen que queremos de nosotros mismos y de la vida que soñamos. Podría ser, entonces, que surja lo peor de nosotros, ese proteger solo a los que creemos “nuestros” y entrar en “modo supervivencia”, endurecidos, amargados y creyéndonos solos.
Además, el sentido de injusticia y exclusión, la evidencia de racismo y pobreza extrema y muchas veces el estar expuestos a una religiosidad fundada en la culpa y en la autoproclamada superioridad moral de unos cuantos, han creado un mundo muy árido en el que a veces resulta difícil encontrar huellas de humanidad. Afectarnos, entristecernos e incluso llorar, es necesario para recuperar la conexión con otras personas, pero es insuficiente. Lo que en verdad puede rescatarnos de la dureza de los fracasos y de la injusticia es estar atentos a las ocasiones de celebrar la generosidad de unos cuantos hombres y mujeres que van por los desiertos humanos calmando la sed de otros con sus pequeños o grandes gestos de amor ¡y dejarnos contagiar por ellos!
Viene bien recordar un consejo de San Ireneo: “guarda en ti la humedad, no vaya a ser que, si te endureces, pierdas las huellas de sus dedos”. Cuando las cosas van mal, hay que volver la mirada hacia las personas que se ocupan de cuidar a los demás en todas partes del mundo. Ellos están calmando la sed de justicia de otros, muchas veces extraños, y en ese esfuerzo calman su propia sed.
A raíz de que el pasado 29 de octubre una DANA asolara varios territorios en España, muchas personas, en su mayoría gente muy joven, se movilizaron de un lugar a otro para limpiar, repartir alimentos, llevar consuelo… De repente, donde uno ponía la mirada creyendo que solo vería destrucción y dolor, también podía ver las semillas de fraternidad, esperanza y comunidad que iban germinando. Más cerca de nosotros, poco después de que se conociera el resultado electoral del 5 de noviembre en los Estados Unidos, grupos de amigos en distintos lugares se han estado organizando para ofrecer cuidado y apoyo a familias migrantes y a minorías vulnerables o para compartir pequeñas acciones que pueden realizar las personas, individualmente, para el cuidado del medioambiente.
Es verdad que cuando el futuro inmediato se vuelve complicado todos queremos volver al pasado y hacer las cosas de manera diferente. Pero lo cierto es que donde hay que actuar es en el presente, no solo intentando crear cosas nuevas, sino también alentando lo ya creado, dejándonos inspirar por quienes están mejorando el mundo con su tiempo y esfuerzo, ayudándoles a ayudar. En nuestro país hay quienes están trabajando con la población haitiana despojada arbitraria e injustamente de derechos. Hay quien, en un rincón silencioso de su hogar, teje prótesis mamarias para pacientes sobrevivientes de cáncer. Otras personas están cuidando la educación y la salud física y mental de niños con situaciones familiares muy complejas. Hay hombres y mujeres dedicados a mejorar la vida de personas con discapacidad, haciéndoles saber que no son deshechos de este mundo eficiente y falsamente exitoso. Hay, incluso, varios internos en los centros penitenciarios haciendo todo lo humanamente posible para que de los lugares más oscuros del corazón humano brote algo de luz que ilumine el lugar que habitan.
Todos ellos —voluntarias y voluntarios de nuestro país y de todo el mundo— son la justa medida de humedad que mantiene fértil la tierra. Y aunque muchas cosas vayan mal, aunque el presente no sea como lo esperábamos, hay una cosa que sí puede ir bien: la posibilidad de hacer de cada uno de nosotros una huella de amor que marque la vida de los otros, mejorándolas.