Una de las graves dificultades de la creciente delincuencia callejera que hoy tanto preocupa a muchos es que, durante décadas, creció como plaga y se enraizó en lo más profundo de la cotidianeidad, delante de nuestras narices. Eran indiferentes porque –entendían erróneamente- que el mal no se desparramaría hacia los sitios perfumados, donde apesta el olor de la pobreza.
Lo advertí una y mil veces en los editoriales de Radio Mil Informando, al calor del primer lustro de la década del 90.
Se trataba de una alerta temprana a partir de indicadores potentes reflejados por los reportes diarios de los periodistas de la redacción sobre el hervidero de los barrios, agitado por el desempleo, la presión del sistema inoculada a través de la publicidad y el modo de modo de vida de su liderazgo, el hacinamiento, la falta de servicios básicos (salud, educación, recolección de desechos, disposición de aguas sanitarias) y de espacios para el entretenimiento y deportes, el consumo de drogas, el desprecio estatal.
Como la realidad es inocultable, la oleada avanzó sin la contención de políticas públicas reales y el empoderamiento comunitario, y ya la tenemos encima con señales de extrema gravedad.
Sin embargo, seguimos con la displicencia de siempre, quejándonos y mirando desde las gradas, culpando al pitcher de nuestra propia inercia.
Ese es un acto irresponsable que nos convierte en cómplices, animadores de primera línea de la delincuencia.
Y seremos cómplices mientras transitemos ese camino, lavándonos las manos y asumiendo que el ministro de Interior Policía de turno -en este momento Jesús Vásquez Martínez (Chu)- es responsable de un problema social. Esa es una manera olímpica de pretender tapar el sol con un dedo.
El presidente Joaquín Balaguer capitalizó muy bien esa debilidad en la mayoría de los hacedores de opinión del país. Sabía de su andadura por las ramas para no ir al fondo y evitar el mínimo roce con el intrincado Poder y el sistema, que es donde se pela la yuca. Y sabía que cada quien quería a uno suyo en los cargos.
Por eso, cuando opinantes –con razones o sin ellas- colocaban al filo de la guillotina pública a funcionarios, él, -cínico al fin- decretaba la destitución y sorprendía con designaciones de personas muy distantes de los candidatos de tales actores.
Recordemos, en los noventa, la importación desde Estados Unidos de la desconocida Martha Brown, una mulata menuda, pintoresca, que vestía elegante y usaba sombrero de alas anchas.
La designó secretaria de Salud Pública en medio de protestas de la Asociación Médica Dominicana y cuestionamientos al titular del momento. Con esa acción cosmética, daba la sensación de solución a un problema profundo como la obsolescencia del sistema de salud.
Su jugada generó emociones y disimuló la crisis por un tiempo. Pero el cáncer seguía discreto, haciendo metástasis.
Esas balagueradas no deberían tener ni una pizca de espacio en la sociedad de hoy porque –ya sabemos- se obtendría el mismo resultado: agravar la enfermedad.
La inseguridad pública requiere de un abordaje holístico y un empoderamiento de la sociedad.
La indiferencia es un peligro. El pastor luterano Martín Niemoller (1892-1984) describió sus consecuencias fatales en el poema “Primero vinieron”. No dijo nada cuando vinieron por los socialistas; tampoco cuando vinieron por los sindicalistas y luego por los judíos, y, cuando fueron por él, ya era tarde.
Similar pasa aquí con la inseguridad en las calles, en los trabajos, en las plazas, en los hogares.
Nos ha importado un comino cuando la desgracia ha afectado a otros. Mientras los malhechores no nos toquen, que el mundo ruede. Aterra ver cómo se vive en los sectores de las clases media, media alta y alta. Cada quien en su nido, sin comunicarse, sin integrarse. No saben que así son vulnerables.
En los suburbios, igual. Es común la frase: “Él es ladrón, se da su pase y ha matado varios, pero no se mete con nosotros, mejor nos protege; él hace sus cosas por allá”.
Los ladrones callejeros y los policías buscavida son parte de un entramado corrupto. No todo el tinglado. Tampoco son la causa.
Otro fuera el panorama si padres y negocios no compraran lo robado. Otro fuera el panorama si no mandaran a un drogadicto a escalar viviendas o robar autos y piezas. Otro fuera el panorama si familias no celebraran las malas acciones de sus hijos y los medios de comunicación no se pasaran el día entero presentando un modelo de vida basado en el lujo y el desenfreno, en la búsqueda afanosa de dinero, a cualquier precio, porque el sistema ha venido que ese es el único referente de prestigio y honestidad, mientras no crea las condiciones para la vida digna.
El Gobierno debe resolver las demandas sociales, como parte fundamental de la lucha contra la delincuencia callejera. La manera en que viven millones de dominicanos es en sí violenta y anima a delinquir.
Y la sociedad debe abandonar su actitud contemplativa. Pasar al frente. Urge una cruzada de prevención junto a las autoridades. El mal que nos corroe no es cuestión de una persona, ni se resuelve en un año.
El escritor, filósofo y político irlandés Edmund Burke, 1729-1797, nos dejó esta sentencia: “Lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada”.